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Ecosistema medial en Chile: transformaciones, desbandes y equilibrios Opinión

Ecosistema medial en Chile: transformaciones, desbandes y equilibrios

Carlos del Valle R. y Mauro Salazar
Por : Carlos del Valle R. y Mauro Salazar Académicos del Doctorado en Comunicación U. de La Frontera
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El pluralismo requiere de complejos equilibrios, porque debemos entender que existen diferentes modos y niveles de inversión de recursos, control de propiedad y participación en el mercado de la publicidad (y este último se define sobre la base de audiencias y no contenidos). La diversidad de medios es insuficiente, más aún cuando no ofrece «contratos simbólicos» o todo se agota en la corporación de palabras y objetos. Se trata de evaluar cómo acceden y compiten las pequeñas y medianas empresas informativas, que también generan “bienes públicos”. El desafío consiste en evitar brechas y concentrados mediales, que hoy están absolutamente inclinados hacia un grupo de medios de fuerte afiliación neoconservadora –concentración ideológica–, en tanto controlan valor y costos de avisajes y deciden las condiciones del mercado, imponiendo una línea editorial, que develan un déficit de horizonte normativo.


Si admitimos que el neoliberalismo comunicacional es una «disciplina medial» para los estados postnacionales, es porque estamos en presencia de un conjunto de formaciones textuales y tecnologías domiciliadas en un sistema de medios, grupos controladores, circulación de élites y vectores de poder. 

Tras el “imperio de las imágenes”, abundan liderazgos ideológicos, violencias simbólicas, subjetividades beligerantes, construcciones visuales de la gobernabilidad y «corporativismos mediáticos», que conviven con el aceleracionismo multimedial. En suma, los dominios técnicos del presente vienen a exacerbar la arquitectura descontrolada de la desinformación, que amenaza con constituirse en un «capitalismo del despojo». Los nuevos territorios visuales pasan por enjambres y tecnologías («virus visuales») y ello es parte de una condición de época que no se puede moralizar de bruces, ni menos agotar la discusión a nombre del “simulacro” (“falsa conciencia”,  “esencias versus apariencias”). Aquí adquieren máxima relevancia los nuevos dispositivos de producción de audiencias, donde las tecnologías de turno simulan una vigilancia vacía y sin “reparto de lo político”. Tal estado de fragmentación, ha transfigurado el estatuto de lo real mediante “fake news”, «memes» y TikTok. Si bien no es posible sostener sin más que, a todo evento, el “fake” sea rotulado de mero “engaño de masas”, ruina argumental, o “alienación”, no es menos cierto que opera como un dispositivo que reubica el lugar y la circulación del capital en la vida cotidiana. 

Es importante consignar que las noticias falsas (fake news) contienen códigos de verdad y falsedad, por lo cual es más adecuado nombrarlas desde una dicotomía algo policial, pero política y metodológicamente eficiente, a saber, noticias-mentiras. En suma, aquí es donde las fronteras de sentido entre una comunicación con ethos público (“reparto de lo común”) y otra orientada al «sesgo», mantienen fronteras inestables, difusas y están siempre bajo el asedio de una “contaminación del sentido”. Si el fárrago de sucesos se consuma en una “mentira guionizada”, ello devela la dispersión del contenido gestionado por el oligopolio mediático. Esto último hunde sus raíces en una “modernización acelerada” al decir del mainstream. Una boutique de liberalización y accesos, que redunda en una interpretación que emplaza fenómenos esquilmantes que inoculan al sentido común, y administra la simbolicidad ciudadana mediante un “consumismo masificado”. 

Pero vamos a nuestros hitos más parroquiales, anecdóticos, pero sintomales del momento actual. En el campo de los juicios empíricos, ¿viajó la ministra Camila Vallejo a una reunión sobre fake news? Sí, viajó (verdad). ¿Lo hizo en clase ejecutiva? No (falsedad). Como lo anterior circuló en los medios de comunicación y las redes virtuales, su carácter público y masivo que son condiciones de las noticias es evidente. Ahora bien, ¿puedo privar a alguien de la libertad de interpretar los hechos y expresarlos públicamente? No. ¿Podría ser este el objetivo de cualquier proyecto transformador en el sistema de medios? No, porque el problema no se agota allí.

Por otro lado, ¿qué pasa cuando estas interpretaciones de los sucesos son desmentidas y salen a la luz ciertos enunciados de verdad que las cuestionan, es decir, se comprueba que son mentiras? Nada. ¿Debería ocurrir algo con quienes las vociferan y con las líneas editoriales que las sostienen? Evidentemente sí. Tras este juego de premisas trastocadas la expresión libertad, sin el ánimo de arribar a una verdad metafísica, comienza a circunvalar licenciosamente, pero los sucesos recusan los sofismos en circulación (campos de enunciados). De paso, las noticias se transforman en un «manicomio lingüístico» y se invoca la libertad de prensa como un dato ex nihilo (sustraído a la comunidad de enunciados). En otras palabras, impera “la ley del hombre, lupo del hombre”. La masificación de la desinformación estimula un «efecto de identificación» medial con la cólera del «ciudadano»,  y la «rabia autoritaria» de la población se mimetiza con los procesos de pauperización y «presentismo agobiante» que padecemos.  

En este caso, ello corresponde a intereses corporativos («monopolios de mercado») y grupos de presión que aunque no gozan de un texto para administrar el presente tienen mayor acceso a los medios por la vía de filiaciones elitarias, bienes simbólicos o capitales culturales. Tal asimetría, aunque es parte de las nuevas economías mediáticas, representa una brecha que socava el ethos democrático y relega el periodismo del mainstream a “sirvientes semióticos” que escoltan las líneas editoriales hegemónicas. 

Con todo, debemos admitir que la libertad de la línea editorial de los medios implica una libertad de expresión parcial y, en ningún caso, es una garantía. En suma, si tal libertad, invocada cual comodín, pretende consagrar los derechos individuales y colectivos de acceso a los diferentes medios, la línea editorial de los mismos nos puede llevar, incluso, enfrentando a un oficialismo comunicacional que evade los «juegos de lenguaje» («semánticas de época”). Si los medios son empresas productoras de información, audiencias y avisaje, entonces no está claro cómo las «corporaciones mediáticas» aseguran la libertad de expresión e integran los intereses de la ciudadanía en la ascendente economía digital. Si fuera el caso, con mayor razón sería esperable una apertura más activa a la diversidad de medios y líneas editoriales que representan a la ciudadanía. Por cierto, esta diversificación no podría afectar al sistema actual de medios ni a la libertad de expresión, sino por el contrario, fortalecería al primero al añadir competencia y posibilitará la segunda al agregar más voces.

Habitualmente existen posiciones tautológicas de defensa de la libertad de expresión y la línea editorial, que disfrazan su vacío de densidad argumental en una perspectiva abstraccionista, porque ambas obedecen, de hecho, a cuestiones muy concretas. La libertad de expresión es también un libre flujo de los contenidos de los medios (entre ellos, especialmente de la publicidad y escasamente de una información de calidad). Aquí la línea editorial se corresponde con los intereses de quienes son sus propietarios, arriesgando la posibilidad de una impunidad social, la saturación mediática que migra por desinformación y la concentración ideológica y cognitiva.

Sin ceder a la nostalgia por la “transparencia comunicacional”, ni mucho menos a fundir la comunicación en un patronazgo estatal, ¿por qué no pensamos en un sistema donde existan medios cuya propiedad recaiga en la ciudadanía a través de diferentes formas de representación y mixturas en la composición societal, participación pública y ciudadana en plural? Así sería la sociedad civil, debidamente representada, quien podría desplegar «esa toma de la voz y de la palabra». Ello podría revitalizar la energía crítica de los medios, pues la ciudadanía tendrá un rol protagónico evitando todo «jacobinismo mediático» sobre los contenidos y la calidad de los mismos.

Tal tarea supone evitar un «corporativismo» que, bajo una ley de bronce, está siempre regido por intereses tibiamente vinculados al campo social y ciudadano. Dicho esto, nuevamente marcamos el punto, no pretendemos abrazar aquí el «prurito» de la neutralidad o, bien, acceder a una evangelización de los medios públicos. Ya sabemos que no hay verdad, sino solo interpretaciones. Con todo, suscribimos a formas y figuras preventivas que nos permiten emplazar los cercos mediáticos, el monopolio narrativo y la comunicación restringida a un lenguaje corporativo. En este sentido, si bien “lo público” no se agota en el Estado, ni en la pretensión meramente deliberativa, ni en lo angélico, tampoco es posible sostener una estructura de medios donde los intereses corporativos abjuren de una comunidad de enunciados y condicionen in toto la posibilidad de su existencia.

Ahora bien, si consideramos la diversidad de medios y líneas editoriales, nada hemos dicho aún sobre dimensiones gravitacionales para la democracia, la circulación de información y los mínimos de la transparencia. En efecto, esta diversidad debe enfrentar, por un lado, la variable de la incidencia que dichos medios tienen en las subjetividades fugaces del neoliberalismo (líquidas en el popularizado lenguaje). Convengamos que no es lo mismo un medio digital independiente (que contribuye a la diversidad) y que tiene una audiencia de miles de personas, que un medio tradicional y oligopólico que tiene una audiencia masiva (100 mil o más en audiencia). En este sentido, una diversidad de medios asegura una pálida pluralidad, porque la libertad de la expresión editorial no garantiza per se el pluralismo hermenéutico o informacional.

El pluralismo requiere de complejos equilibrios, porque debemos entender que existen diferentes modos y niveles de inversión de recursos, control de propiedad y participación en el mercado de la publicidad (y este último se define sobre la base de audiencias y no contenidos). La diversidad de medios es insuficiente, más aún cuando no ofrece «contratos simbólicos» o todo se agota en la corporación de palabras y objetos. Se trata de evaluar cómo acceden y compiten las pequeñas y medianas empresas informativas, que también generan “bienes públicos”.

El desafío consiste en evitar brechas y concentrados mediales, que hoy están absolutamente inclinados hacia un grupo de medios de fuerte afiliación neoconservadora concentración ideológica–, en tanto controlan valor y costos de avisajes y deciden las condiciones del mercado, imponiendo una línea editorial, que develan un déficit de horizonte normativo. Todo ello en el marco de una democracia audiovisual a la cual le falta transparencia, bordes y musculatura, y que, por lo tanto, solo se consume a sí misma en el shock de las imágenes corporativas que ella recrea.

Por fin, no se trata de erradicar toda expresión de fake news. Si ello se convierte en una obsesión de los elencos políticos, tal obcecación puede implicar agravar el actual enemigo de la democracia, cual es el abstraccionismo de la libre expresión que ex nihilo migra como condición libertaria de los mercados. Toda discurre en ausencia de un imaginario medial incapaz de modular los “mapas de existencia”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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