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Derecho y escepticismo Opinión

Derecho y escepticismo

Agustín Squella
Por : Agustín Squella Filósofo, abogado y Premio Nacional de Ciencias Sociales. Miembro de la Convención Constituyente.
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Todos dicen promover el pacifismo, pero en esto, tanto en la política nacional como internacional, hay mucha falsedad e hipocresía circulando, mientras la humanidad, perpleja y en parte ya acostumbrada, continúa viendo diariamente imágenes de la guerra entre Rusia y Ucrania, sin dejar de pensar en que el conflicto armado podría expandirse en cualquier momento. ¿Que mientras distintos países, grandes y pequeños, dispongan de arsenales nucleares la paz estaría asegurada porque el impulso a destruir se hallaría equilibrado por el miedo a ser destruido? Qué quieren que les diga: a mí eso me parece una ingenuidad.


El derecho es escéptico. Si se piensa en un derecho nacional cualquiera, vigente en un Estado determinado, se comprobará que ese ordenamiento jurídico cuenta con que será infringido, y es por eso que un código penal, por ejemplo, no dispone “Prohibido matar”, sino “El que mate a otro sufrirá X pena”. Esto quiere decir que, aun tratándose de deberes jurídicos fundamentales que ninguna persona sana pondría en duda –como respetar la vida de los demás–, el derecho sabe que alguien, o más de alguien, en una u otra ocasión, pasará por encima de ese deber, y, por tanto, anticipa la pena que tendrá que imponérsele en tal caso.

Entre otros fines, los derechos nacionales tienen por objetivo la paz, pero consiguen solo una paz relativa, no absoluta, si bien no por ello esa paz relativa carece de valor. Cada Estado, valiéndose de su ordenamiento jurídico, prohíbe el uso de la fuerza entre las personas, sancionándolas cuando hacen uso de ella, pero, a la vez, reserva esa fuerza para sí, monopolizándola, para hacerla efectiva, por medio de sanciones coercibles, en caso de que alguien se valga de la fuerza o incurra en algún otro tipo de delito. Si imaginamos un estado presocial del género humano, es decir, anterior a las sociedades en que vivimos, lo más probable es que se trataría de un estado de guerra de todos contra todos y en el que prevalecería la ley del más fuerte. Vistas las cosas de ese modo, vivir en sociedad es un bien, puesto que permite prohibir el uso de la fuerza, declarando que no hay más fuerza legítima que aquella que ejerce el Estado por medio del derecho.

En el caso del derecho internacional ahora, está claro que su fin primordial es la paz entre los Estados, pero, de tanto en tanto, advertimos con horror que dos países han iniciado una guerra, como acontece hoy entre Rusia y Ucrania. Una guerra, esta última, que va a enterar un año sin que los bandos en lucha desistan de ella y sin que los organismos internacionales del caso hayan tenido el menor éxito en poner término a la prolongada acción bélica que cuesta la vida a miles de soldados y de población civil en el segundo de tales países. Nada de raro, a fin de cuentas, si países que están en el Consejo de Seguridad de la ONU son los principales productores de armas del mundo.

Todos dicen promover el pacifismo, pero en esto, tanto en la política nacional como internacional, hay mucha falsedad e hipocresía circulando, mientras la humanidad, perpleja y en parte ya acostumbrada, continúa viendo diariamente imágenes de la guerra entre Rusia y Ucrania, sin dejar de pensar en que el conflicto armado podría expandirse en cualquier momento. ¿Que mientras distintos países, grandes y pequeños, dispongan de arsenales nucleares la paz estaría asegurada porque el impulso a destruir se hallaría equilibrado por el miedo a ser destruido? Qué quieren que les diga: a mí eso me parece una ingenuidad. Si los países fabrican armas, será para utilizarlas en algún momento, por la misma razón que el espectador de una película sabe que en algún instante va a ser usada la pistola que fue mostrada en las imágenes iniciales del filme.

El pacifismo ideológico, o sea, la propagación de la doctrina acerca de que la guerra es un mal a ser evitado en todo caso, ha fracasado. Este pacifismo, de inspiración moral o religiosa, predica la paz, pero tiene un mínimo efecto en la realidad. Muchos gobernantes han perdido todo sentido de la vergüenza, y a la moral le va mal cuando ese sentido decae demasiado.

Hay también un pacifismo instrumental, consistente en propiciar el desarme, o, cuando menos, un mayor control en la producción, venta y uso de armamento bélico por parte de los distintos países, que también ha fracasado. La industria armamentista va siempre al alza y de manera bastante descontrolada.

Solo queda la esperanza, en el largo plazo, de un pacifismo institucional, consistente a su vez en la instalación de organizaciones supranacionales, y no solo internacionales, con poder sobre todos los países y dotadas de un grado de eficacia que hasta ahora no se ve por ninguna parte. Quizás nuestros bisnietos tendrán la oportunidad de ver en acción a ese tipo de organizaciones en la forma que acabamos de describirlas. Para eso se requeriría de un derecho cosmopolita, ese que propuso Kant en el siglo XVIII, y que todavía estamos esperando.

Para avanzar en esa dirección se necesitaría de un proceso similar al que instaló una paz relativa en el ámbito de los Estados nacionales, pero se trata de un proceso cuya manifiesta lentitud no hace abrigar muchas esperanzas. Disponemos de agenda mundial para los negocios, pero no todavía de una agenda de seguridad mundial para la paz.

   

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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