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Cuando no te quieren tanto Opinión Crédito: Agencia UNO

Cuando no te quieren tanto

Constanza Michelson
Por : Constanza Michelson Psicóloga, psicoanalista, escritora.
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Constanza Michelson, psicóloga de la Universidad Diego Portales y magíster en Psicoanálisis, cuestiona en su columna de opinión, a raíz del 14 de febrero, qué ocurre “cuando una carta de quiebre amoroso es interpretada por una clarividente, una correctora de estilo que encuentra las comas inventadas, una tiradora de rifle, su madre (expuesta en un museo), la carta es codificada en clave de inteligencia policial, sentada en una silla de una terapeuta familiar, cantada, bailada, hecha partitura? Y además, la frase final, ese cuídese mucho, que tanto intrigó a la artista, es repetido por Brenda, una lora, que repite una y otra vez: “cuídese mucho”, repite y repite como a veces los humanos lo hacemos. Lo que pasa, es que cae el sentido de la historia. Sin moralejas, vuelve el alma, la risa y la vitalidad. A veces no nos aman y no significa nada. Y ese día somos libres”.


No hay nada en la anatomía del ser humano que sirva como manual de instrucciones para saber qué hacer frente a otro cuerpo. Existen en relación con ese acontecimiento misterioso, diversas geometrías y anhelos, deseos devastadores, sexos mecánicos, amores narcisistas, triangulaciones edípicas, deseos líquidos, goces sólidos hasta la adicción y la muerte.

¿Qué es un ser humano?

Freud decía que el desamparo originario – somos los animales que dependemos por más tiempo del progenitor – es el motor de todos nuestros motivos morales. La conciencia de la fragilidad nos empuja a buscar a otros, y eso implica que debemos renunciar a ciertas cuotas de egoísmo para ser amados y para ser justos. Desde luego, que hay quienes no superan la posición infantil de sentir que se merecen ser amados aun cuando se comporten como estúpidos. No todos hacen la misma renuncia, ni todos los que hacen sus renuncias demandan lo mismo de vuelta. Las dependencias están cruzadas por el poder y el deseo. De ahí que se buscan códigos y leyes para regular nuestro sometimiento y fascinación hacia los otros.

Amar, desear y follar no son la misma cosa. Por eso cada tiempo inventa su educación sentimental para intentar arreglar ese laberinto. Impone sus normas para vincularnos en lo amoroso; la de hoy tiene nombre de libertad, sin embargo, hace sus prescripciones, define lo que es o no amor, “si duele no es amor”, “primero el amor propio”; soltándonos del otro siempre peligroso y potencialmente tóxico, para dejarnos librados a un individualismo que nos sitúa como potenciales enemigos.

Todo indica que del pánico sexual pasamos al pánico del amor. Como escribió Natalia Ginzburg después de la revolución del 68, se habla de sexo como se habla de las gallinas: con un cacareo sobre los usos de la carne, se dirimió cuántos orgasmos habría que tener como huevos el ave; borroneando así lo que de acontecimiento tiene lo sexual: una zona opaca que implica algo más que un froteo entre dos o más; es algo que trae consecuencias, interpela, hace feliz o infeliz.

La sexología y las revistas inventaron el sexo de farmacia, saludable y recomendable, y lo explotaron hasta el hartazgo. Como todo lo que el mercado toma, se vacía de su negatividad intrínseca y lo vuelve un todo dicho, un producto envuelto. Piruetas de sexo posmoderno por aquí o por allá –generalmente experimentaciones encerradas en clichés y llenas de reglas– y aunque el acontecimiento sexual existe, poco se escribe de ello. Salvo en la literatura.

Del pánico sexual pasamos al pánico del amor. Los dragones se trasladaron. Una prueba de ello es que el vértigo y la vergüenza no la situamos en el revolcón con un desconocido –eso puede vivirse sin pudor–, sino que en la pregunta angustiosa: ¿volveremos a vernos?

Y así como creamos un sexo desexualizado, convertido en algo tan nítido como la gimnasia, podríamos preguntarnos si no queremos también hacer del amor algo sin ambigüedad, un amor signo, un amor literal.

Los manuales de usos y costumbres del amor moderno, a pesar de sus piruetas lingüísticas, pueden volverse aburridos, si olvidan que el amor no se pide ni se calcula; el amor, como la amistad y la soledad, son cosas que se hacen. Antes que un manual, desmontar el amor romántico requiere invención. No es lo mismo negarse a tener tiempo o a dar algo, entregarse como fórmula, que crear formas para amar, inventar relaciones justas –sean monógamas o abiertas–, inventar cómo estar solos sin que sea una tortura obligada.

Es bastante ridículo seguir hablando del príncipe azul, pero sigue estando vigente como metáfora de salvación a través del amor. Un príncipe, psíquicamente, puede ser varias cosas distintas. Por ejemplo, el amor se puede dividir entre quienes eligen siempre el mismo patrón, porque buscan repetir el paraíso perdido que suponen tuvieron alguna vez. Buscan siempre el mismo rasgo. Por el contrario, otros buscan el paraíso que consideran les fue negado; nostálgicos de lo que no fue, eligen solo para decepcionarse una y otra vez, son quienes están fascinados con el desengaño.

El príncipe es también el que rescata de la torre a la princesa (cualquiera sea su anatomía, por supuesto), es decir, quien saca al otro de una infancia demasiado prolongada, a quienes están atrapados en el castillo familiar que comienza a convertirse en cárcel. La casa familiar queda tomada por fantasmas o se derrumba cuando nos quedamos demasiado tiempo en ella.  El príncipe salva del olor incestuoso de los desórdenes simbólicos de filiación: hijos-maridos, hermanas-amantes, etc. Por eso el príncipe toma la figura del ladrón, el secuestrador, fuera de la ley familiar. Ahora bien, el príncipe es siempre fallido, nunca se lleva a la princesa del todo. Pero hay quizá algo aún más trágico: que aparezca alguien que se crea príncipe de verdad y que luego vuelva a encerrar a su rescatada porque no la soporta libre. El anhelado amor verdadero, verdadero, puede ser una pesadilla. Porque hay una verdad literal que olvida lo que le debe a la metáfora, la ficción y el humor. El amor no puede ser tan serio, para “hacer” el amor.

El príncipe azul en su origen es la madre soñada. El hambre humana no cesa solo con educación sentimental. Es el eco del origen del primer cuerpo amado, ese que conocimos por dentro. El amor más loco es una nostalgia del amor materno, aunque estemos en el espejismo del amante. Y se corre el riesgo de asfixia. Porque volvemos a engullir (al otro) como cuando niños, cuando solo se sabe devorar lo que se desea. Este amor primitivo tiene siempre la boca abierta.

Por eso se puede ser adicto a las drogas y a una persona, de manera igualmente devastadora. Por eso no es tan raro que drogas, alcohol y mal de amor vayan juntas.

Como toda adicción, la añoranza por saciarse fracasa en su proyecto, porque irrevocablemente somos seres incompletos e insatisfechos. Y si no nos deja devastados, en una de esas surge el otro amor, el que permite respirar, el que soporta quedar con hambre.

Como sea, hay amores y amores. El post coitum psicológico –ese tiempo refractario en que no se puede amar más– se vive de distintos modos. Algunos aman con intervalos, otros a morir. Hay amores en que la saciedad es momentánea, lo que da el tiempo suficiente para atrincherarse en los cuarteles del ego, volver a sí mismos para salir a amar de vuelta luego. Mientras que existen los apegos voraces, sin intervalos, y hay quienes llevan más que otros la semilla del hambre inextinguible, amar al infinito de maneras trágicas. A pesar de  que los discursos contemporáneos van contra la dependencia, de manera paradojal, se generan amores fusionados. Amores bulímicos: entre la abstinencia y el atracón. Quizás porque lo que se niega es el deseo, que no es sino la distancia justa para que el otro siga siendo –terriblemente– otro. Y ahí, en esa distancia, es que se puede salir del mal de amor, volver a respirar, pasar a otra cosa, o la misma, pero distinto, con el mismo cuerpo, pero con otro ritmo. Hay quienes afirman que la forma más interesante del amor es poder estar junto a otro, pensando en otra cosa: solos pero juntos.

¿Qué pasa si no te quieren tanto?

“Utilizo cosas que le pasan a cualquier persona. La diferencia es que decido hacer otra cosa con ellas”, explica la artista Sophie Calle. Y eso es lo que hizo frente a una ruptura amorosa, de la que fue notificada por su pareja vía e-mail; despedida que terminaba con un relamido “cuídate mucho”. Frase que le dio título a la obra. Hizo lo que muchos hacen, obsesionarse por buscarle explicación al término, analizando sin tregua cada palabra, los últimos gestos, como si la energía del desamor, antes de la gravedad de la caída, pudiera ser usada para descifrar unas claves ocultas en lo evidente. Pero Calle no llamó a sus amigas para este cometido, sino que convocó a 107 mujeres, muy diversas para que analizaran la carta.

Dicen que las cartas de amor se escriben a uno mismo, en el fondo el amor tiene un rasgo narcisista, ¿de otro modo cómo explicar el flechazo? El enamoramiento ocurre en unos segundos, cuando no es posible saber demasiado del otro. Mientras que de las cartas de quiebre, pienso que el simulacro es a la inversa: se hace como que se habla de uno mismo, para evitar confesar que todo el asunto es que ya no se ama al otro: el refrito “no eres tú soy yo”. Y es que dejar de amar es un lío, especialmente cuando no hay razones para justificar algún enojo; porque incluso enojo de por medio, no es cierto que dejamos de amar. A veces no nos aman o no amamos y no hay nada que arreglar. La tragedia de no tener excusas.

Quizás cuando hablamos de dependencia amorosa, sea en realidad de esto de lo que hablamos, de la ansiedad viscosa que no deja avanzar cuando no sabemos por qué no nos quieren.

Imagino que si Calle hiciera lo que muchos, habría recibido de sus amigas en días como estos, algún análisis de las condiciones “heteronoramadas” de su relación. A fin de cuentas el señor X, no hace más que repetir el guion del macho que no puede amar solo a una mujer, básicamente por eso, por tener que ser macho. Tautología sentimental. X explica a Sophie que no puede cumplir con su requisito de no “ser la cuarta” para él; aunque dice amarla, no puede evitar ponerla como una más de la serie y, él, claro, el sujeto fuera de serie. Quizás las amigas le habrían sugerido a la artista replantearse la posibilidad de las nuevas tecnologías del amor, amor abierto, poliamor jerárquico o no, en fin, algo que no obligara a estar pidiendo requisitos lastimeros como no estar en cuarto lugar. Ahora, amor libre o no, creo que de todos modos dirían, que, en todo caso ni cuarta, ni tercera ni segunda: sin jerarquías o la revolución amorosa no es. Habrían hablado de la necesidad de deconstruir el amor romántico, que a veces suena como la instrucción médica de hacer dieta cuando el cuerpo es goloso. Quién sabe si la afectada se habría sentido liberada o idiota, culpable o militante. “Quizás para la próxima, en la próxima vuelta no me enamoro”.

Pero Calle hizo otra cosa. Eso es lo que ella sabe hacer, otra cosa con lo que a todos nos pasa. Y esa otra cosa podría resumirla así: suspende el sentido de esos temas universales el tiempo suficiente, sin tentarse en caer en lecciones morales, para que ocurra el milagro de la deconstrucción; no la que funciona como un manual para los nuevos usos y costumbres del siglo XXI, sino que aquella que libera el deseo. No se apura en dar lecciones políticas, pero su arte tiene efectos políticos.

¿Qué ocurre cuando una carta de quiebre amoroso es interpretada por una clarividente, una correctora de estilo que encuentra las comas inventadas, una tiradora de rifle, su madre (expuesta en un museo), la carta es codificada en clave de inteligencia policial, sentada en una silla de una terapeuta familiar, cantada, bailada, hecha partitura? Y además, la frase final, ese cuídese mucho, que tanto intrigó a la artista, es repetido por Brenda, una lora, que repite una y otra vez: “cuídese mucho”, repite y repite como a veces los humanos lo hacemos. Lo que pasa, es que cae el sentido de la historia. Sin moralejas, vuelve el alma, la risa y la vitalidad.

A veces no nos aman y no significa nada. Y ese día somos libres.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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