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Cave Canem (Cuidado con el perro) Opinión

Cave Canem (Cuidado con el perro)

Pelayo Benavides
Por : Pelayo Benavides Académico Pontificia Universidad Católica de Chile -Campus Villarrica
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El pasado 21 de julio fue celebrado el Día Mundial del Perro, al que sigue el Día Internacional del Perro Callejero, el día 27 de julio. Es interesante que se hayan planteado dos fechas para un mismo animal, pues creo refleja la ambigüedad inherente en las relaciones sostenidas entre aquél y la humanidad. Así, existen en un continuo que va desde ser amados y cuidados, hasta un rechazo visceral, enlazado con temores de diversos tipos.

Dicha ambivalencia se ha visto plasmada en la historia cultural del perro; una que merece una mirada antropológica, o más bien “antrozoológica” (Hurn 2012). Es un ángulo pertinente en la medida que las recientes dinámicas entre ambas especies animales han generado problemas de bienestar animal, tratos crueles, riesgos sanitarios e impactos ecológicos que afectan especialmente a otras especies animales.

Nuestra estrecha relación se extiende por 15 mil años según algunas investigaciones -otras incluso plantean de 31 a 40 mil años- cuando se habrían producido los primeros acoples entre humanos y la derivación de los lobos que terminó constituyendo el linaje de los perros domésticos. Sin embargo, lejos de ser un proceso unidireccional, su domesticación puede haber sido un proceso bidireccional, de co-domesticación y co-evolución, en que ambas especies experimentaron los beneficios de la cohabitación (Clutton-Brock 2012; Gompper 2014). Esto ha resultado en que los perros se encuentren entre los mamíferos más exitosos en términos de expansión y número, distribuidos a nivel global. Para Gompper (2014), pese a que la cifra total de perros en el mundo resulta difícil de calcular, una estimación de 0.987 billones sería aceptable.

El carácter altamente social de ambas especies fue determinante para el establecimiento de vínculos, que probablemente desde un inicio tuvieron una mezcla de funcionalidad y afectividad. Así, las primeras representaciones gráficas de perros hasta el momento son petroglifos encontrados en Arabia Saudita, de hace 8000 años aproximadamente, donde ya se los presenta en varios casos utilizando correas sostenidas por figuras humanas estilizadas. Tiempo después, los perros fueron representados artísticamente y utilizados simbólicamente en diversos medios en Egipto antiguo, Mesopotamia, Grecia, Etruria, Roma y China, por contar solo algunas sociedades. Dichas representaciones han dado cuenta de una vida en común rica, diversa y compleja, destacándose la multiplicidad de roles jugados por los canes desde antaño. Lo anterior parece conectarse fuertemente con una de las características caninas -percibidas o atribuidas, según el punto de vista- más duraderas en el imaginario popular: su proverbial lealtad.

Una cercanía tan marcada no podía estar exenta de reacciones adversas; mal que mal la posición de los animales humanos respecto a los otros animales ha sido compleja para varias sociedades en el mundo. La cultura europea occidental ha manifestado esto desde la filosofía griega clásica, con el problema de la demarcación y la jerarquización entre criaturas, cimentando una distinción entre ‘humanidad’ y ‘animalidad’. Así, en discusiones actuales, hay quienes no toleran la supuesta “humanización” de los animales, y rechazan lo que llaman una sentimentalización del vínculo con las mascotas como una degeneración contemporánea más. Es cierto, por una parte, que la masificación y popularización de relaciones marcadamente afectivas con mascotas está ligada a un fenómeno de la Inglaterra Victoriana urbana (así como la manufactura de las ‘razas caninas puras’), y posteriormente a efectos de medios de comunicación masivos como el cine –la poderosa Disneyficación de ciertos animales- y la televisión. Sin embargo, hay bastante evidencia del carácter afectivo de las relaciones entre humanos y perros que datan de muy antiguo y en diversos lugares.

Quizás las más notables son las numerosas lápidas de tumbas de perros en Roma antigua, con cuidadas representaciones de las mascotas muertas y con emocionantes epígrafes.

El reverso de esta moneda está dado por el uso de los perros como prototipos de animales impuros y faltos de higiene, así como agresivos y potencialmente mortales. Así, en varios idiomas se utiliza el término “perro/a” para ofender y denigrar. Su familiaridad, combinada con sus aspectos “incontrolables”, hicieron del perro el modelo adecuado para representar el exoticismo y barbarie de pueblos extranjeros, en la figura de los humanos “cabeza de perro” o cinocéfalos del medievo (White 1991). Así, también destacan las versiones de perros monstruosos como Cerbero en la mitología griega, o el perro Garmr en el infierno nórdico. Quizás esto se conecta con el hecho de que el perro fue desde muy antiguo identificado como vector de la rabia (e.g. Leyes de Eshnunna, en Sumeria, siglo XX AEC), quizás uno de los pocos casos en que una zoonosis resultaba tan patente, y con resultados tan espantosos de transformación. Las asociaciones en ciertas zonas de Europa de perros negros con la figura del demonio, o de los aullidos como presagio de muerte, revelan temores frente a elementos sobrenaturales ligados a los potentes sentidos caninos y sus reacciones concomitantes. Así, el perro fue vinculado a umbrales de diverso tipo, así como travesías físicas y espirituales, actuando como psicopompo. Por esto se le atribuyó un carácter liminal, parte de un mundo cultural humano, y parte de un mundo animal, instintivo y más impredecible.

Al temor histórico del perro como agente insalubre se agrega recientemente el impacto ecológico generado por su alto número y dispersión, incluyendo efectos industriales dada la ampliación de mercados de múltiples productos para su consumo (Clutton-Brock 2012).

Paralelamente, resulta preocupante que una buena parte de los perros a nivel mundial viva en condiciones de alta precariedad. Incluso los que se encuentran bajo cuidado, con necesidades de refugio, alimentación y salud cubiertas, pueden sufrir carencias en cuanto a movimiento, actividades en el exterior y suficiente contacto con sus dueños (o acompañantes humanos) y/u otros perros.

En Chile, según Gompper (2014), habría 4 millones 59 mil perros aproximadamente (basándose en Morales et al. 2009; Acosta-Jamett et al. 2010 y Silva-Rodriguez & Sieving 2012). Especialmente complejo resulta el caso de perros que circulan autónomamente en zonas urbanas y rurales, debido a problemas de salud y bienestar de los mismos perros (lo que el término “vida libre” tiende a invisibilizar), como a efectos negativos en poblaciones humanas y en otras especies animales circundantes domésticas y silvestres (Bonacic & Abarca 2014; Soto 2013), para las que la preocupación por el derecho animal también debería alcanzar. Es importante además destacar que Chile es uno de los países con tasas altas de ataques de perros a personas en lugares públicos; entre 70.000 y 150.000 personas sufren algún daño o ataque de perros al año; en comparación, en el Reino Unido, con una población tres veces mayor, hay entre 3.500 y 7.000 informes al año (Bonacic & Abarca 2014). Al atacar a humanos y animales domésticos, los perros subvierten un conjunto esperado y familiar de patrones de colaboración y protección, incluso amenazando el sustento de las personas. Es así que pueden convertirse en animales que provocan la «abyección», como otras criaturas que encarnan «lo que perturba la identidad, el sistema, el orden. Lo que no respeta fronteras, posiciones, reglas. Lo intermedio, lo ambiguo, lo compuesto» (Kristeva 1982:4). La falta de medidas efectivas para solucionar estas situaciones se ha debido históricamente a frecuentes choques de intereses y enfoques contrapuestos por parte de defensores de los derechos de los animales –ya sea como grupos organizados o individualmente- y autoridades municipales, acerca de lo que son y representan dichos perros (Beck 2002 [1973]; Bonacic & Abarca 2014; Soto 2013).

Así, en el contexto chileno, los perros también se vuelven criaturas cargadas de paradojas, sujetas a frecuentes actitudes contradictorias (e.g. ‘perro’ utilizado como sinónimo de ‘amigo’, o como descriptor de mal carácter). A nivel de discurso popular, hay cierta identificación con ellos, especialmente con los mestizos o ‘quiltros’ que suelen formar la mayoría de la población de perros vagabundos. Habitualmente considerados como provistos de ‘inteligencia callejera’, resilientes, amistosos y leales, su constitución de ‘raza mixta’ se podría ver como un reflejo de nuestro propio mestizaje. Pero su presencia también remarca carencias variadas, porque donde los ‘quiltros’ son abundantes y autónomos, tienden a asociarse a abandono, pobreza, abundancia de basura y marginación.

A pesar de los esfuerzos por controlarlos o, en el caso de los rechazados, por arrojarlos a los márgenes de los hábitats humanos, los perros resurgen en medio de nuestros entornos cotidianos. De esta forma, desafían los límites y categorizaciones “puras” (Douglas 2001 [1966]) que formamos de espacios ‘naturales’ – áreas silvestres protegidas-, así como zonas de espacios rurales y urbanos, en que son considerados animales “fuera de lugar” (Knight 2000).

Dados estos antecedentes, lo que se argumenta es que los perros son experimentados como criaturas ‘sociales y sociables’ particularmente complejas. Se constituyen como un entrelazamiento de comprensiones, sentimientos y expectativas de diversos actores humanos, además de las propias agencias de los perros. Estas últimas muchas veces divergen respecto a dichas expectativas, revelando la tensión existente en su estatus de animal doméstico, parte de la cultura humana. Lo anterior se conecta además a la noción de que los perros y su evolución revelan varios elementos asociados al ‘antropoceno’ (Crutzen 2002). Su masiva expansión, sus impactos ecológicos y heterogéneas condiciones de vida son especulares respecto a la humanidad en dichos ámbitos. Sin embargo, por el hecho de que la situación de los perros a nivel mundial depende principalmente de acciones humanas, es necesario estudiar dichas relaciones e interacciones fundantes con un énfasis en los marcos socioculturales que informan aquellas comprensiones y prácticas.

Finalmente, en el caso de Chile, puede que lo más importante a corto plazo sea la necesidad urgente de transformar la noción (extensible a otras mascotas) de que tener un perro sea una suerte de derecho de consumo de un “bien mueble”. Esta definición está profundamente errada y contribuye poderosamente a la raíz del problema en cuanto a tenencia responsable de mascotas. La convivencia con un animal no humano constituye una responsabilidad comunitaria altamente demandante, que debe contemplar todas aquellas condiciones que apunten al bienestar de la mascota, así como de los animales humanos circundantes que podrían sufrir las consecuencias de tenencias negligentes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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