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“El conde” de Pablo Larraín: la banalidad de la tragedia CULTURA|OPINIÓN

“El conde” de Pablo Larraín: la banalidad de la tragedia

Juan Francisco Gárate Jorquera
Por : Juan Francisco Gárate Jorquera Licenciado Arte PUC Magíster Filosofía Política Usach Docente de Historia y Teoría del arte
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Pinochet en la película aparece como un ser superior. De hecho, puede volar y vive eternamente, renovándose corporalmente en niño: un pequeño fascista en ciernes que renueva sus votos contra los revolucionarios del mundo y, sobre todo, contra los izquierdistas más peligrosos que están en Chile… lo que quiere decir, buen entendedor, que la historia infame podría volver a repetirse. ¿Por qué? Porque Pinochet es, en la fábula ideológica de los Larraín, una figura mítica que está por sobre las contingencias humanas y sus efímeras democracias.


No es de extrañar que “El Conde” (2023), la película dirigida y producida por el team Larraín para la plataforma Netflix, se haya estrenado en septiembre del año en que conmemoramos los 50 años del golpe cívico militar. La película, escrita y dirigida por Pablo Larraín y producida por su hermano Juan de Dios Larraín, es una fábula en clave comedia sobre el golpista y dictador Augusto Pinochet.

Muchas películas y publicaciones se han hecho a propósito de la sensible fecha histórica. Documentales que incluso aportan nuevos datos sobre el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende. La publicación del libro de Peter Kornbluh, Pinochet desclasificado. Los archivos secretos de Estados Unidos sobre Chile (2023), aporta documentos rotundos al respecto.

En ese sentido, El Conde de los Larraín es una “reflexión” más que se suma a la conmemoración de los 50 años. No obstante, existe una diferencia notable entre el libro documental de Kornbluh sobre Pinochet y el Pinochet en fábula de los Larraín. La diferencia, sin más, es ideológica. Más puntualmente, se trata de ideologías manifiestas y no manifiestas. Con esto quiero decir que ambos ejemplos son ideológicos, porque, me temo, no hay manera de escapar a la ideología.

Slavoj Zizek sostiene en Ideología, un mapa de la cuestión (1994) que la ideología es propiamente “ideología de la ideología”, es decir, que para poder distinguir nuestra propia posición ideológica necesitamos oponerla a otra. Por eso, es bueno hacer el ejercicio comparativo entre dos productos con el mismo tema y saber qué signo ideológico tienen respectivamente.

El signo ideológico en la publicación de Kornbluh es manifiesto. Lo que importa en un registro documental es la presentación de evidencias, en este caso, una ingente cantidad de documentos con nombres y apellidos que relacionan a Estados Unidos a través de la CIA, el presidente Richard Nixon y Henry Kissinger con agentes sediciosos chilenos como Agustín Edwards, dueño de El Mercurio, con documentos hasta hace algún tiempo considerados secretos de Estado. O sea, se nos presenta de manera objetiva una serie de documentos desclasificados y desde ahí, cada quien, en virtud de esas pruebas, saca sus conclusiones. Precisamente, ese ejercicio nos pondría, en caso de conclusiones divergentes o incluso diametralmente opuestas, en el meollo mismo de la ideología.

En el caso de la película “El Conde”, el registro es no manifiesto. Es una narrativa velada que lejos de establecer una condena política de los crímenes del dictador, más bien lo exculpa de responsabilidad. Incluso, ponen de relieve, a través del recurso de la voz en off, que Pinochet “salvó a Chile de las lauchas bolcheviques”, y que “conquistó y dio prosperidad a Chile”. O sea, la película replica los dudosos grandes éxitos que la derecha le atribuye al golpista. Todo al modo de una comedia de situaciones ridículas mezcladas con elementos históricos, supuestamente una crítica burlesca al golpista.

El team Larraín nos muestra la vida del dictador Augusto Pinochet ya anciano en términos sobrenaturales, como un vampiro egocéntrico y arribista que vuela con uniforme de general con capa y charreteras en busca de sangre. El golpe de Estado se presenta como un dato biográfico más entre muchos datos ficticios del dictador en las cavilaciones en off de la omnisciente Margaret Thacher. Lisa y llanamente se trata de banalizar la tragedia para desdramatizar la historia y producir simpatía por el dictador. Marx diría, la historia primero como tragedia y luego como comedia.

Con todo, la película no es un intento por “blanquear” la negra figura de Pinochet. Eso sería imposible, a propósito de todos los documentos desclasificados que exponen el prontuario criminal del dictador. Y eso lo saben muy bien los hermanitos Larraín. La estrategia de discreción es otra: “dulcificar” el amargo trago de la dictadura. O sea, ya que no es políticamente correcto “desmentir” a Pinochet, se recurre a un doble efecto narrativo.

Por una parte, nos “acercan” al personaje apelando a una añoranza sentimental mítica y, por otra, nos “alejan” del tiempo histórico pretérito del golpe de Estado. El blanco y negro es, precisamente, la estrategia estética para provocar dicho efecto, en contraste con las únicas secuencias en colores de los últimos minutos de la película que sitúa al espectador en el presente. Los créditos de la película y del afiche promocional con letra germánica, que recuerda la estética nazi de “El triunfo de la voluntad” (1935) de Leni Riefenstahl, se muestran en color rosa recortándose del retrato blanco y negro de Pinochet, un recurso de banalidad kitsch que responde al intento semiológico para predisponernos a ver la “vida en rosa” del dictador.

En esos términos, la película es una actualización ideológica posmoderna. Funciona como una inversión de otra famosa frase de Marx “ellos no lo saben, pero lo hacen” por la frase que Zizek propone en Ideología y que caracteriza el cinismo ideológico contemporáneo: “Ellos saben muy bien lo que hacen, pero lo hacen de todos modos”.

En otras palabras, “El Conde” no es un “tiro que les salió por la culata” a las supuestas pretensiones críticas de los Larraín. Pareciera que se trata de una crítica al dictador, pero no. Se trata más bien de una estratagema: hacer una engañifa para “pasar gato por liebre”, o sea, condenar a Pinochet pero de manera simpática para pasar de la dureza del juicio histórico a la simpatía por un abuelito… con colmillos. La película no tan solo se ve ridícula, es ridícula per se, pues encarna las contradicciones políticas que dentro de los límites de las democracias liberales se desatan. O sea, no hay nada más ridículamente ideológico.

Ahora, alguien podría decir con soltura que sólo se trata de una película de entretención, y que no vale la pena ponerse a escarbar. Para disipar posibles diatribas de ese tipo, simplemente les recuerdo la profusa literatura crítica de estudios sobre ideología, desde el agudísimo análisis de Gyorgy Lukacs sobre la ideología subyacente en la literatura de la primera mitad del siglo XX, hasta el concepto –lukacsiano- de inconsciente político de Fredric Jameson sobre el cine de la segunda mitad del siglo XX en Estética geopolítica (1992). En Chile tenemos un antecedente, también lukacsiano, en el famoso libro Para leer al pato Donald. Comunicación de masas y colonialismo (1972) de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, quienes develan la pedagogía de adoctrinamiento ideológico de los comics de entretención infantil.

Sigamos escarbando. La ridiculez ideológica de la película tiene dirección política. Los creadores de “El Conde” son los hermanos Larraín, hijos de Hernán Larraín Fernández, militante del partido de derecha extrema UDI –solo superados hoy por el ideario fascista del partido Republicano-, que en su calidad de senador defendió y protegió a Paul Schäfer, jerarca de Colonia Dignidad, quién no tan solo acometió fechorías de abuso sexual contra menores, sino que además de facilitar las dependencias del enclave, para torturar y desaparecer detenidos políticos de la dictadura en manos de la DINA. Cuestión que se puede ver en el documental de Cristián Leighton, Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile (2021). El compromiso de Hernán Larraín con el fascismo dictatorial lo condena. Por supuesto, ser los hijos de un padre pro dictadura no los compromete, necesariamente. Sin embargo, la producción cinematográfica dice otra cosa.

Los cineastas Larraín y su productora Fábula han realizado muchas películas de gran presupuesto y los temas que abordan están siempre velados por la ideología fascista, incluso muy a pesar de ellos mismos y sus pretensiones de progres críticos.

Por ejemplo, la película No (2012), tiene como argumento la campaña de un joven publicista que diseñó estrategias que, finalmente, llevarían al triunfo de la opción “no”, y que significó el fin de la dictadura de Pinochet. La película produjo polémica precisamente por la particular mirada de los Larraín. En lugar de fijarse en las protestas en las calles que se produjeron en toda la década de los 80 y la brutalidad de la represión, registros que recorrieron el mundo y provocaron las presiones políticas internacionales contra Pinochet, los Larraín enfatizan en los poderes de persuasión del marketing, o sea, las narrativas del capitalismo.

Neruda (2016) tiene el mismo ejercicio de cuello, o sea, girar la cabeza. El filme trata de presentarnos una pugna –ideológica, claro está- entre el protagonismo del poeta Pablo Neruda y el detective Óscar Peluchonneau, un personaje que el guionista Guillermo Calderón inventó sobre la base de un detective chileno real, pero que no tiene nada que ver con los hechos históricos de la clandestinidad de Neruda en 1948. Eso que no es real históricamente, es demasiado real en términos ideológicos. O sea, Neruda perseguido por una fábula ideológica.

La idea fue desplazar a Neruda a un segundo plano, cuestión que no se cumple. Es un intento fallido por disminuir la figura señera de un nobel comunista, aumentando en su lugar a un personaje tedioso y anodino. Ese mismo año la película internacional Jackie (2016), que narra la vida aburrida y nada interesante de la esposa de John F. Kennedy, que, de manera insistente recuerda la lucha de J. F. K. contra el comunismo, es sin más, el discurso siniestro –no manifiesto- de los Larraín: Jackie como el muñeco de un ventrílocuo ideológico.

Sin duda, Fábula, la máquina de contar historias de los Larraín, es un aparato posmoderno de revisionismo histórico y político. Todas sus películas responden a la moda narrativa de la contra historia. La contra historia es una noción del filósofo francés Michel Foucault ya desde su famoso libro Las palabras y las cosas (1966). En Defender la sociedad (1975), Foucault pone de relieve la postura reaccionaria de los nobles franceses del siglo XVIII y los propone, narrativamente, contra todo hecho histórico, como los verdaderos sujetos de la historia. Un ejemplo de mucho señorío facho y decadente, muy del estilo El Conde.

Quizás, la narrativa más rutilante contra histórica la encontramos en el cine de Quentin Tarantino. Tarantino no cuenta simplemente su propia versión de la historia, sino que nos muestra la Historia de un mundo paralelo. Bastardos sin gloria (2009) y Érase una vez en Hollywood (2019) son dos ejemplos de cómo ignorar deliberadamente los hechos históricos. Al parecer, Tarantino es el “canon” de la contra historia en el cine, además de… la misoginia. Un detalle no menor en la película es la escena de violencia extrema hacia una mujer, cuando Pinochet asesina una prostituta y le aplasta el cráneo con saña. Una característica misógina que se ve a menudo en las películas de Tarantino.

En el fondo no se trata de superar el trauma enfrentándolo, sino más bien de renunciar al fondo traumático de la historia. Zizek, da cuenta del comienzo de la aplicación práctica de la contra historia. En Tú puedes (1999) Zizek se refiere a las nuevas terapias psicoanalíticas en las que el sujeto reinscribe el trauma negativo en algo positivo. En un ejemplo del mismo Zizek, si un padre malvado fue la fuente del trauma, entonces, terapéuticamente, retornamos a la infancia y lo cambiamos por un padre benévolo. No es de extrañar, pues, que la contra historia se haya convertido en la narrativa estética de la derecha y el fascismo. La profusión de las fake news es parte de esas narrativas. Y vaya que sabemos de sus efectos.

Volvamos a “El Conde” Pinochet. Como decíamos, el dictador aparece en la película del clan Larraín como un ser no humano. Claro está, se trata de un vampiro, un ser sobre natural que tiene poderes más allá de las capacidades humanas. Cuestión importante que retoza de ideología. Para ver ese asunto, consultemos Política de Aristóteles.

En el Libro Primero el filósofo griego de los “intermedios” propone el concepto de zoon politikón, que significa “Animal político” o “animal cívico”, que es una definición de lo humano, pues somos los únicos animales que habitamos la polis, en contraste con los otros animales que habitan la physis. El animal político es una categoría intermedia entre las bestias y los dioses. En ambos casos, dice Aristóteles, se trata de seres que son incapaces o que no necesitan, por naturaleza, vivir en sociedad.

Eso explica porque Pinochet en la película aparece retirado del mundo, habitando el frío desierto patagónico, terruño que deja de vez en cuando para conseguir sangre. O sea, bestia o dios, es un ser al que no le es propio la polis o la vida cívica. Aristotélicamente, las bestias son inferiores y los dioses son superiores, o sea, están por debajo y por encima de lo humano, respectivamente.

Pinochet en la película aparece como un ser superior. De hecho, puede volar y vive eternamente, renovándose corporalmente en niño: un pequeño fascista en ciernes que renueva sus votos contra los revolucionarios del mundo y, sobre todo, contra los izquierdistas más peligrosos que están en Chile… lo que quiere decir, buen entendedor, que la historia infame podría volver a repetirse. ¿Por qué? Porque Pinochet es, en la fábula ideológica de los Larraín, una figura mítica que está por sobre las contingencias humanas y sus efímeras democracias.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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