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A 60 años de “Sobre la revolución” (1963): Hannah Arendt y nuestro mundo CULTURA|OPINIÓN

A 60 años de “Sobre la revolución” (1963): Hannah Arendt y nuestro mundo

Arturo Moreno Fuica
Por : Arturo Moreno Fuica Doctor en Ciencia Política Universidad de Heidelberg
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Creo que, si Arendt hubiese observado la aparición del poder comunitario de los cabildos ciudadanos en ciertos momentos de la historia de Chile, habría sonreído y considerado a esta experiencia política comunal como parte de esta historia de los consejos.


Este 2023 se cumplen 60 años de dos publicaciones de la pensadora Hannah Arendt: Eichmann in Jerusalén y Sobre la revolución. Está fuera de toda duda que el violento escándalo que produjo – y produce aún en la actualidad – el informe (así lo tituló ella) sobre el juicio al nazi Adolf Eichmann terminó nublando la polémica que también originó Sobre la revolución. Esta vez me quiero concentrar en este texto.

Partamos diciendo que el mundo intelectual de izquierda objetó duramente su extraordinario elogio a la revolución de las colonias inglesas y su impugnación contra la Revolución Francesa. El filósofo de la Escuela de Frankfurt Jürgen Habermas fue uno los primeros en iniciar la embestida que se mantendría por décadas. Sin embargo, los conservadores tuvieron también sus buenas razones para unirse a sus adversarios. En Sobre la revolución la autora planteó que la libertad, políticamente entendida, o significa la posibilidad real de todo ciudadano y ciudadana de intervenir en aquellos ámbitos donde se delibera sobre los asuntos de nuestro mundo común, o sencillamente no significa nada. Con esta máxima Arendt no sólo abrió un camino para instalar su disconformidad con el rol hegemónico de las estructuras partidistas en la toma de decisiones políticas, sino también con ella cuestionó derechamente el principio de representación en las democracias modernas. Finalmente, los representantes de ambas corrientes políticas quedarían espantados al advertir que la pensadora presentaba como ideal institucional de este sentido de la libertad pública la República de Consejos.

Esta concepción de la libertad le permite a Arendt argumentar que la dictadura del partido único y las democracias de partidos, a pesar de sus diferencias obvias, generarían las mismas condiciones antipolíticas. Mientras la legitimidad es entregada a estos gobiernos normalmente en un único acto ciudadano (algún sufragio), la discusión y deliberación, es decir, aquellas actividades políticas per se, son practicadas sólo como una prerrogativa de los integrantes de los espacios institucionales dominados por el o los partidos. De pasada, su control absoluto de las correas de transmisión administrativas del Estado moderno habría consolidado la colonización burocrática de lo político. Por supuesto, es posible que los sistemas pluripartidistas aparezcan como democráticos, pero sólo porque sus “administraciones” pueden apuntar verdaderamente al bienestar, la seguridad y felicidad privada de diferentes grupos de la población. No obstante, siempre según Arendt, el precio a pagar por el desarrollo de este tipo de sistemas representativos sería al final el mismo que en las dictaduras del partido único: el desarraigo de los y las ciudadanas de los espacios institucionales de decisión política. Esto no es sólo el producto del uso de abiertas o sutiles coacciones materiales o/y cognitivas con las que se buscan obstaculizar la aparición de otros poderes organizados, sino también, y esto es lo decisivo para la autora, de la imposición de procesos sistémicos de atomización que generarían siempre lo mismo: la despolitización de los sujetos. Precisamente, si para Arendt la aniquilación totalitaria logró que lo político desaparezca totalmente, su pesadilla consistió que en un futuro cercano la total expulsión de las personas del espacio público no necesitara cristalizarse con el terror o el metal de las metrallas, sino que pudiese materializarse a través de la suavidad de la seda del bienestar material. En este sentido, la pensadora rechazó drásticamente aquella máxima que trata de convencer de que el desarrollo económico constituya una prueba de la existencia de la libertad política.

Para ella no es lo decisivo que los partidos políticos puedan estar integrados por una horda de oportunistas o mediocres, perfiles humanos que obviamente existen dentro de estas organizaciones humanas como en cualquiera otra. Lo crucial para Arendt es que, aunque los partidos estén constituidos por “ángeles”, no pueden superar su limitación original que consiste en que la acción política, estrictamente entendida, nunca puede ser representada. El actor político actúa por sí mismo con y ante los demás o no es actor político. Esta felicidad pública jamás puede ser reemplazada por algún tipo de felicidad privada. Lo que queda, entonces, es una problemática fundamental en la que se juega todo el destino del sentido participativo de lo político á la Arendt. ¿Existe la posibilidad para los ciudadanos moverse en un espacio humano constituido para el discernimiento, la persuasión y la deliberación vinculante más allá de los ámbitos burocráticos de los partidos y de sus profesionales de la política?

Arendt descubrió una respuesta histórica a esta problemática en medio de las experiencias revolucionarias modernas. Es desde este terreno empírico que la república de los consejos es presentada por ella como experiencias tangibles que de manera testaruda siempre han aparecido sorpresivamente en medio del transcurso de las mismas revoluciones. Los nombres varían, el sentido de las acciones expresa lo mismo. Mientras Jefferson nombra a aquellas corporaciones distritales de ciudadanos, que de manera decisiva “activaron” la revolución, repúblicas elementales, en la Revolución Francesa estos cuerpos políticos civiles fueron llamados sociedades revolucionarias. Estas prácticas políticas anticiparían con increíble precisión la aparición de las secciones organizadas por los y las ciudadanas en La Comuna de Paris (1871) y de los soviets de la primera revolución rusa de 1905 y la de más tarde, en 1917. Los Räte en la revolución de 1918-19, en Alemania, y aquellos consejos que aparecieron en la Revolución de Hungría en 1956 son ubicados por Arendt también como experiencias propias de esta tradición. La fe de Arendt en estos cuerpos políticos fue tal que en la década de los 40 ya había propuesto, como solución al conflicto árabe-judío, la creación de un estado federal binacionalconstituido sobre una red de consejos urbanos y rurales judeo-árabes mixtos.

Hannah Arendt reconoce que la historia de estas experiencias nos enseña que estos espacios políticos siempre han surgido bajo la estrella de la espontaneidad y que su luz siempre ha sido apagada por su fracaso en enfrentar preguntas propias de la administración del poder político, algo que, de pasada, los ha hecho fácil presa del lumpen o de los revolucionarios profesionales. Incluso, cuando han querido participar del espacio parlamentario pluripartidista, estas organizaciones ciudadanas siempre han sido derrotadas o, ya adentro, han experimentado una total impotencia en medio de los engranajes de la política partidista tradicional. En el caso de que logren adaptarse a las reglas del juego institucional, su destino no ha sido mejor, pues terminan desfigurándose. A pesar de esto, los consejos ciudadanos históricamente nunca habrían sido antiparlamentarios per se. Lo que siempre ha ocurrido es que al reivindicar el derecho a conformarse en el Parlamento siempre generan una abierta y natural competencia con los partidos ya instituidos cuyos intelectuales se han encargado consecuentemente de definirlos como organizaciones enemigas del parlamentarismo y amigas del asambleísmo.

Es evidente que la pensadora se mueve por sobre las posiciones intelectuales partidistas de izquierda o derecha. Por lo mismo era de esperar una alianza entre estos dos oponentes contra las posiciones expuestas en Sobre la revolución. La ironía consiste en que la pensadora pretendió precisamente rescatar la política del parlamentarismo a través de lo vivificante de lo político. Si la petrificación de una institución como el Parlamento siempre se produce cuando los partidos han terminado representándose sólo a sí mismos, entonces, Arendt nos propone, el ingreso al Parlamento de nuevos tipos de organizaciones de ciudadanos como una constante garantía para una permanencia con sentido de esta institución. Esto exige creer sinceramente en algo fundamental y es el hecho de que siempre que los y las ciudadanas se “activan” en el espacio público no hacen otra cosa que confirmar tanto el principio participativo constituyente de todo sistema democrático como también la promesa esencial de la misma política. Y Arendt entendió todo esto con los ojos de la pedagogía política y afirmó que sólo se aprende a participar participando. O expresado con las palabras de Brecht: “examina la cuenta, tú tendrás que pagarla”.

Creo que, si Arendt hubiese observado la aparición del poder comunitario de los cabildos ciudadanos en ciertos momentos de la historia de Chile, habría sonreído y considerado a esta experiencia política comunal como parte de esta historia de los consejos. Una historia que ella elogió como el tesoro perdido de la tradición revolucionaria. Está por verse cuándo el poder comunal de los cabildos nos volverá a sorprender con una nueva aparición en el futuro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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