
Israel y el momento propicio frente a un Irán debilitado
Las consecuencias de esta decisión aún están por verse. Un riesgo inmediato es que esta guerra abierta termine empujando a Irán a abandonar definitivamente el Tratado de No Proliferación Nuclear y a acelerar de manera irreversible su programa atómico.
La guerra que hoy enfrentan Israel e Irán es, en muchos sentidos, el capítulo más peligroso de una larga historia de amenazas y choques, pero también la continuación lógica de la doctrina israelí de prevenir –por la fuerza si es necesario– la emergencia de un rival nuclear en su entorno. Es que el ataque masivo lanzado la semana pasada por Israel contra instalaciones clave en territorio iraní tiene raíces profundas y antecedentes claros: no es la primera vez que decide actuar unilateralmente para eliminar lo que considera una amenaza existencial.
Ya en 1981 la fuerza aérea israelí había destruido el reactor nuclear de Osirak, en Irak, desbaratando los planes de Saddam Hussein de dotarse de armas atómicas. Años más tarde, en 2007, fue el turno de Siria: en un ataque relámpago, Israel pulverizó un reactor en construcción en Al Kibar, que, según fuentes internacionales, formaba parte de un programa nuclear encubierto de Damasco con apoyo norcoreano.
En ambos casos, Israel actuó sin esperar el permiso de la comunidad internacional, convencido de que el precio de la inacción sería demasiado alto. El ataque actual contra Irán responde a la misma lógica estratégica: no permitir bajo ningún concepto que un “Estado hostil” logre alcanzar el umbral nuclear.
Pero esta no es solo una repetición del pasado. Lo que diferencia el momento actual es el contexto regional, que ha ofrecido a Israel una oportunidad única para llevar a cabo su operación. Tras la guerra que se inició en Gaza en 2023 –luego del ataque terrorista de Hamas– y que rápidamente se desbordó hacia otras partes del Medio Oriente, Irán se encuentra en una posición de debilidad estructural.
La caída de Hamas en Gaza y la aniquilación de buena parte de sus cuadros dirigentes por parte de Israel han privado a Teherán de un instrumento clave en su estrategia de presión asimétrica contra el Estado judío. En el Líbano, Hezbolá ya no representa la amenaza que fue durante décadas: las sucesivas ofensivas israelíes han erosionado su poder militar y político de manera dramática.
Por si esto fuera poco, el colapso del régimen de Bashar al Assad, a fines del año pasado, ha terminado por cerrar el llamado “corredor chiita”, la franja de influencia que permitía a Irán proyectar su poder desde sus propias fronteras a través de Irak, Siria y el Líbano. Sin ese corredor, los planes estratégicos de Teherán para sostener y coordinar a sus aliados regionales han quedado gravemente comprometidos. Y a ello se suma el aislamiento diplomático que enfrenta Irán.
Israel ha leído correctamente este escenario: un Irán aislado, debilitado y sin aliados cercanos es un blanco mucho más vulnerable que en años anteriores. La ofensiva no busca solamente demoler capacidades nucleares, sino reafirmar el principio de que no permitirá que ningún “Estado hostil” en la región logre romper el equilibrio estratégico con armas de destrucción masiva.
Las consecuencias de esta decisión aún están por verse. Un riesgo inmediato es que esta guerra abierta termine empujando a Irán a abandonar definitivamente el Tratado de No Proliferación Nuclear y a acelerar de manera irreversible su programa atómico, no ya como una herramienta de disuasión latente, sino como un proyecto destinado a materializar un arma nuclear en el menor tiempo posible.
Ello tendría un efecto devastador para la estabilidad regional: abriría la puerta a una carrera armamentística en Oriente Medio, alentando a otras potencias, como Arabia Saudita o Egipto, a plantearse seriamente el desarrollo de sus propios arsenales nucleares. Así, el intento de neutralizar una amenaza podría terminar por desencadenar el escenario que Israel precisamente quería evitar: un Oriente Medio nuclearizado y fragmentado.