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La Constitución y el consenso político y social


En este Chile de barras bravas y sillazos, puede resultar una extravagancia escribir sobre la constitución. Y aún más escribir sobre una constitución que refleje genuinamente el consenso político y social de un país. Por lo demás, nuestra historia patria es francamente deficitaria en estas materias, pues todas nuestras constituciones han sido «espúreas» de nacimiento. La de 1925 fue aprobada por una minoría y la de 1980 nunca lo sabremos con seguridad. Además, nuestra historia institucional refleja que la constituciones no han sido determinantes para frenar los excesos de poder o no han estimulado la protección de derechos individuales. No somos tan distintos del resto de América Latina.

Cierto escepticismo acerca de la relevancia de las constituciones para la vida social es sensato tener, sobre todo si vamos a entender por ella, un documento formal, repleto de declaraciones líricas, un texto del que sólo se habla en homenajes y discursos, pero que no tiene eficacia, un texto que, en definitiva, no se practica. Como esas constituciones que sirven de decoración, de disfraz para esconder un brutal ejercicio del poder, que encubre la opresión o que permiten que una elite, un partido o un líder autoritario reparta o repartan las prebendas del poder. Un escéptico que observa lo que pasa en Cuba, Perú, Venezuela y también en Ruanda, Irán o lo que sucedió con la desaparecida URSS y con la Sudáfrica que segregaba a los negros, tiene buenos argumentos para dudar del papel de la constitución para regular el poder y para proteger espacios de libertad para los ciudadanos; mal que mal, en todos esos países hay o había una. ¿Hace alguna diferencia tener una de estas cartas en aplicación?

La constitución democrática es la carta de navegación de un país. Sin ella los países se desangran y retroceden. En ella se contiene y se aborda una cuestión central de cualquier sociedad contemporánea que desee progresar en paz: resolver el problema de la legitimidad del poder, definiendo los límites y controles sobre los que lo ejercen. Europa, Estados Unidos y Japón sirven de ejemplo de cómo una constitución democrática que consagra un arreglo institucional acertado enfrenta el problema del poder, y posibilita que esos países estén mejor capacitadas para enfrentar desafíos. Una constitución que legítimamente resuelve las cuestiones de poder, es la mejor manera de dirigir los esfuerzos de un país hacia otros horizontes. De ahí que los arreglos institucionales deben reflejar correctamente la expresión popular, vale decir, no puede, por ejemplo, distorcionarse la voluntad ciudadana con individuos sin ninguna legitimidad como los senadores institucionales o con sistemas electorales que manipulan esa voluntad.

Pero no todos los arreglos institucionales previstos en una constitución funcionan acertadamente. América Latina, es un continente que arrastra décadas de inestabilidad, de gobiernos o presiones militares, con deficitarias clases políticas, corrupción, demagogia, y gobiernos ineficaces. Chile tiene una buena oportunidad de acuñar reglas que permitan expresarse políticamente a los gobiernos y de diseñar férreamente controles que aseguren transparencia y el freno a los poderosos. Una buena constitución es un acuerdo institucional que combina acertadamente estabilidad y cambio. Buena parte de nuestras instituciones democráticas requieren modernización, pues fueron diseñadas siguiendo ideales del siglo pasado. Es incomprensible, por ejemplo, que sin tener un estado federal poseamos un doble proceso legislativo con dos cámaras que hacen el mismo trabajo. Además, está vigente un proceso legislativo hecho para una política discursiva propia de parlamentos antiguos. Las técnica de control y de fiscalización de los actos de gobierno deben también perfeccionarse.

Pero en donde una constitución resulta más valiosa es para la creación de una efectiva práctica de respeto a libertades individuales. En efecto, en sociedad plurales, donde coexisten individuos con diversas concepciones del bien y de lo justo, con diversos planes de vida, en sociedades, como la nuestra, en las que las ideas de comunidad como la nación, la clase, o la teología, se han debilitando como fundamento del orden político y social, en estas sociedades, la constitución, en cuanto traza y delimita lo público de lo privado, contribuye a la estabilidad y la paz social. La constitución, así entendida, es un efectivo límite a los arreglos mayoritarios, a los cálculos de bienestar y al moderno despotismo. La constitución, así, se presenta como la «patria» que alberga a todos los ciudadanos. En estas materias también hay mucho por hacer para generar una práctica que acertadamente proteja derechos individuales.

Una constitución como expresión de la voluntad social que frene el despotismo, la demagogia y la corrupción y que contribuya a generar una sociedad civil atenta a las libertades, es el mayor de los bienes públicos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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