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El Pluralismo de los Silencios


En nuestra peculiar transición intransitada una característica cultural sobresaliente (entre tantas) es el curioso concepto aplicado sobre el pluralismo. «Somos pluralistas» reza más de un cartel de universidad o medio de comunicación.

Lo curioso no estriba en que alguien se declare «pluralista» de alma y acción. Por el contrario, decirse plural resulta habitual en un país que se ha acostumbrado a renegar de la política porque en el fondo nadie quiere aparecer como una persona parcial. Todos somos demócratas e independientes. La moda dictamina que lo in es ser apolítico, o cuando más, políticamente correcto.

De esa forma el pluralismo que muchas veces se jura y re jura en declaraciones, comités, programas, colegios, y especialmente medios de comunicación y universidades (o instituciones «tipo») no pasa de ser un pluralismo del silencio, para la foto. Causa y efecto se funden así en un todo indivisible.

Somos más plurales mientras pretendida y supuestamente somos más neutrales y asépticos. Nadie dice lo que piensa y así estamos todos contentos. Todos podemos pensar distinto, nadie molesta a nadie, y por eso entonces existe pluralismo. Y un pasito más: nadie actúa como piensa y estamos mejor aún.

La otra cara de la moneda de este pluralismo del silencio es la anulación de los espacios y las prácticas deliberantes. La deliberación es algo demasiado engorroso, hace perder tiempo y además divide. Así, el «nadie dice nada sobre nada para no incomodar a nadie» es la cara visible, pero lo importante es que no exista siquiera un asomo de discrepancia, cuestionamiento o alternativa a la línea oficial de la gerencia, la dirección, el editor, etc., del que pone o cuida la plata.

Un caso ilustrativo, y por cierto algo patético, lo constituyen aquellas universidades que cacareando pluralidad obligan a sus alumnos a firmar compromisos de no deliberación alguna, so pena de «término de contrato». Como se ha visto, lo mismo ocurre con la expulsión de académicos en dichas instituciones. Incluso una de ellas, la UNIACC, que se dedica a formar comunicadores, exhibe en su muestrario a los conocidos mega-asesores e ideólogos top del momento: Brunner, Flores, Correa, etc., los mismos que tratan por todos los medios de convencernos que debemos prepararnos para un mundo cambiante y lleno de oportunidades. Curiosa contradicción, ¿no?

En todo caso, existe más de una fórmula para disimular. De hecho, el mecanismo más típico en espacios mediales y educacionales es aquel que obliga, ante cada acción, a empatar, es decir, a teatralizar siempre ese equilibrio -tantas veces falso- que posibilita u obliga al consenso.

Indudablemente no se trata de negar el valor que tiene la exposición -tantas veces obviada, por lo demás- de las posturas diferenciadas que supone todo debate. Pero bajo el esquema que generalizadamente hoy se usa, el pluralismo queda reducido a que cada vez que se quiera expresar un determinado punto de vista, hay que poner en escena -inventando o armando como sea- el punto de vista del otro, o el que se supone del otro. El resultado es evidente: el binominalismo puesto hasta en la sopa, la minoría fáctica no sólo gobernando por sobre la mayoría, sino que eliminando a todas las otras minorías por la vía de instalarse ella como la otra única, la otra posible. Se prostituye así la esencia del concepto.

Y en la última década, los efectos políticos de la fórmula del empate -promovida, aceptada y ocupada por los gobiernos de la Concertación- están a la vista. La verdadera plaza pública nacional es todavía considerada un elemento demasiado subversivo e inaceptable. A lo más, conformémonos con tener de vez en cuando plazas de corte local y acotado.

Y es que más allá de estos dispersos ejemplos, lo que resulta anulado a nivel país -como se dice ahora- es el principio básico que hace posible a la plaza pública (incluido el comercio del pequeño feriante). Esto es, la igualdad efectiva de condiciones para que todas y cada una de las opiniones puedan expresarse, darse a conocer y aspirar a incidir.

El pluralismo no puede ser sólo una declaración que se exhiba como valor agregado del negocio. No es una fórmula de vitrina ni de mera y formal compensación para los directorios. Tampoco reside en el empate permanente ni en la constante y fabricada omnipresencia de la «otra parte». El pluralismo es sobre todo una práctica que parte de la base que cada quien puede y debe tener opinión, y que -más aún- debe expresar esa opinión, y que por tanto debe tener los medios para poder hacerlo.

Creo que la plaza pública sólo es posible si se debate, si se disiente, si se alza la voz, se delibera, se comparte, se decide. Pero para que eso ocurra es preciso dar y recibir opinión, tener y tomar posición. Y esa adquisición cultural -si aceptamos que cultura es en parte la manera de vivir juntos- requiere de una constante toma de conciencia, de una acción y una educación práctica, formativa, cotidiana, en todos los espacios públicos y privados. O sea, nada más lejos del pluralismo de los silencios que hoy parece imperar por nuestras tierras.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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