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Estados de Animo


El dolor, en general, siempre se ve como algo propio de las personas, nunca del Estado o de sus instituciones. ¿Cómo un ente tan abstracto podría estar preocupado de cosas tan íntimas como la pena, el desamor o la nostalgia?



Sin embargo, los buenos estadistas siempre han pensado que el bien anímico de sus ciudadanos fortalece al Estado, a sus instituciones y a sus gobernantes.



Gobernantes con ciudadanos menos apenados o adoloridos por la vida podrán sin duda lograr una mejor sintonía para sus proyectos y conseguir el apoyo de súbditos, sino felices, al menos con capacidad de mirar más allá de sus necesidades primarias, las que no siempre son buenas consejeras.



Las sensación de provisionalidad es algo que ha nacido con los habitantes de la historia de América Latina y ha sido causante de muchos de sus traspiés sicológicos. Sus países están entre los que más gobiernos provisionales han tenido en el mundo, y su gente ha vivido mucho tiempo con viviendas provisorias, aeropuertos provisorios, asfaltos provisorios y, lo que es aún peor, con democracias provisorias. Esta situación quizás se deba a que los países latinoamericanos, aunque están a menos de veinte años de su bicentenario, todavía se sienten jóvenes y con el permiso para ser promesas. Y como cualquier afirmación por cumplirse, se sienten con derecho a ser inestables y veleidosos.



Esta provisionalidad, sin embargo, hace a los latinoamericanos tremendamente inseguros. Y así, por ejemplo, los tics del poder se hacen más fuertes aquí que en otros lados. Cuántos que usted conoció patipelados y potrillos, en camisas y jeans, ahora apenas lo miran de reojo, empaquetados en ternos que les quedan grandes o chicos ( por exigencias de un cargo o de un ascenso económico) y uno tiende a pensar que lo hacen por engreídos cuando, los más lo hacen porque se sienten inseguros, sobreexpuestos, a tiro de cañón de quien los quiere bajar de donde se han logrado trepar. Pura precariedad síquica que se vive de una manera inconciente, claro. Tenemos simplemente sicologías débiles porque, como decíamos, hemos nacido en medio de lo provisional. Estamos concientes de que todo seguramente durará poco y usted mismo puede ser el que saque la cuchilla para rajarle el terno al vecino.





¿Dónde estará el desorden o el error en nuestra moderna fantasía latinoamericana, aquélla que nuestros gobernantes nos hacen aparecer como tan perfectas para que lo provisional siga tan arraigado? Para los ciudadanos comunes es difícil saberlo, pero todos, incluso quienes tienen tareas de gobierno, intuyen que hay algo que no termina de funcionar bien. Y esto, al parecer, tiene que ver con valores que deberían desarrollarse pero que no logramos identificar.



De estos problemas no pareciera, a simple vista, que el Estado tuviera que hacerse cargo. Aunque sin intentar regularlos, a lo mejor, podría tomarlos en cuenta para un ordenamiento sicosocial de la nación más saludable.



En los casos más evidentes como la guerra, o su amenaza, el Estado toma todo tipo de providencias; sin embargo no ocurre así con estos otros desánimos que no son calibrados de una manera sistemática.



¿Cuál puede ser el sentimiento colectivo de un Estado donde la casa de la mayoría está vacía? Y vacía no necesariamente de pan y de abrigo sino vacía de sentido. Porque, sin duda, otro dolor social peligroso es la falta de sentido de la vida. Cuando se llega mayoritariamente a la sensación de que «no hay razón alguna para vivir», el malestar se transforma en angustia.



La tan manoseada falta de horizontes de lo más jóvenes no se traduce solamente en faltas de acceso a capacitación o a puestos de trabajo, se traduce también en la falta de expectativas de un futuro deseable.



La mente cuenta siempre con algunos poderes de evasión. En el peor de los casos, un pensamiento insoportable puede reiterarse una y otra vez; pero el desánimo es biofísico y, por lo tanto, absolutamente continuo.



Los estados latinoamericanos, unos más otros menos, con sus programas contra la pobreza, con sus desayunos para niños, con sus ayudas a los viejos -que nadie duda que sirven mucho- se quedan siempre en la teoría del desánimo pero no llegan a calar en el desánimo inconciente de sus súbditos. Ese dolor que no se lleva en la cara sino en las vísceras y que finalmente define las relaciones de una comunidad con una infinidad de cosas que la marcan, como por ejemplo las ganas de participar en lo que sea.



El Estado no es más que lo que los hombres quieren hacer de él. Los dolores, fantasías e inseguridades de sus súbditos deberían ser considerados por sus instituciones. No para reglamentarlos; simplemente como un acto amable que mejoraría el material sensible de personas y personalidades.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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