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Europa, un proyecto político


Al cumplirse 51 de la Declaración Schumann, que se considera el origen del proceso que condujo a la creación de la Europa comunitaria, no cabe duda que la integración desde sus orígenes fue un proyecto político, con base económica, destinado a construir a partir de hechos concretos un espacio común que eliminara las hipótesis de guerra que habían sido la constante histórica del continente por más de mil quinientos años.



La idea de la integración europea respondió a un visionario diseño de Monnet, Schuman y Adenauer, destinado fundamentalmente a asegurar para siempre la paz regional, y consecuentemente, el bienestar de las personas. Esto se conseguiría, como de hecho ha ocurrido, a partir de la puesta en común de las economías de los enemigos seculares: Francia y Alemania, países que, en lo que iba de siglo, ya habían provocado dos guerras mundiales e involucrado en ellas a casi toda Europa y las grandes potencias de dos continentes.



Así se articuló un principio de concreción práctica al llamamiento formulado por Churchill en Zurich en 1946, a poco de haber finalizado la guerra, en orden a «edificar una nueva Europa, una especie de Estados Unidos de Europa», que fuera el marco para la unión de la «familia europea y el relanzarniento moral» del continente.



Luego de la Cumbre de La Haya de 1948, en que se emitió el «Manifiesto por la Unión Europea» -primer marco político y social de la idea integracionista- y de la «Declaración Schuman» del 9 de mayo de 1950, que propuso colocar el conjunto de la producción franco-alemana del carbón y del acero bajo una «Alta Autoridad» común -origen de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y primer paso para la «federación europea»-, el proceso de integración entró en un cauce que, con altibajos, y más avances que retrocesos, se mantiene hasta nuestros días con muy positivos resultados. El gran salto cualitativo ha sido Maastricht y el próximo será, sin duda, la ampliación al Este.



Es interesante observar algunos elementos de orden político de la construcción de la nueva Europa, a tener en cuenta como referente para nuestros propios procesos, salvadas, por supuesto, las distancias históricas y realidades concretas.



Por ejemplo, el Tratado de Maastricht se suscribe y entra en aplicación paralelamente al vertiginoso desarrollo de los sucesos del Este y la reunificación alemana, y constituye una respuesta política comunitaria para encausar un devenir complejo, digna de ser destacada. Nadie había sido capaz de prever dichos acontecimientos, ni menos aún la velocidad con que se iban produciendo. En menos de dos años, lo que va de 1989 a 1991, el panorama político, institucional y económico, así como la configuración geopolítica de la Europa Central y Oriental, y de la propia URSS, habían cambiado dramáticamente. Esta nueva realidad planteaba nuevas exigencias, y requería de nuevas respuestas, y en mi opinión los líderes europeos estuvieron a la altura de las circunstancias.



Al producirse la crisis de los refugiados estealemanes en Hungría en agosto de 1989, que presionan y consiguen por fin pasar a la RFA, se dio comienzo a una sucesión de hechos que condujeron a alterar definitivamente el orden de las cosas: Honnecker es destituido el 18 de octubre, el Muro es derrumbado veintidós días después, el 9 de noviembre, y queda abierto el camino para la unificación alemana, cuestión que iba a plantear dudas políticas, estratégicas y jurídicas que fueron disipadas con rapidez, o simplemente se pasó por sobre ellas, dado el carácter incontenible de lo que iba pasando.



El proceso de integración que, con vicisitudes, altibajos, avances y ralentizaciones vive Europa contiene elementos asombrosos de sensatez política y audacia.



No es sencillo armonizar -como vemos en nuestra propia región- las economías y los intercambios. Pero más difícil aún lo es cuando existen muchos idiomas, disímiles culturas y costumbres, y asimetrías en el desarrollo. De ahí la importancia de la participación ciudadana.



La creación de un Parlamento Europeo, que desde 1979 se elige por sufragio universal y que ha ido adquiriendo con el tiempo nuevos y mayores poderes, es una constatación de que los líderes europeos han tenido muy en claro que en definitiva estos procesos los debe construir y controlar la sociedad mediante sus representantes. Y, como está demostrado en los últimos años, cuando esto se olvida, los ciudadanos se encargan de recordarlo, como ocurrió con las consultas populares de ratificación de los tratados de la Unión en varios países.



Es un diseño a tener en cuenta por nosotros, que si bien hemos acometido ahora la integración con objetivos más modestos, debemos tener presente que aún en la dimensión económico-comercial la participación activa de la sociedad y los actores sociales es imprescindible, tal como la ha recordado el Presidente Ricardo Lagos en la reciente cumbre de Quebec.

La Europa comunitaria es ya una realidad interrelacionada, cuyo entramado tiene vigencia cotidiana en los más variados aspectos de la vida de los ciudadanos. En este sentido, puede hablarse con propiedad de la existencia de Europa como una unidad integral en formación y no solamente de un mercado.



¿Cuáles han sido las claves de este exitoso proceso?



Sin lugar a dudas la primera de ellas, de una simplicidad asombrosa, es la de haber comenzado integrando lo integrable. Es decir, partir por aquello que ofrece menores resistencias y mayores potencialidades prácticas con resultados a corto plazo



La segunda, una apuesta decidida e intransable por radicar en los agentes económicos y en su libre juego de competencia el impulso creador de intercambios comerciales.



Tercera, establecer mecanismos que garanticen siempre acuerdos sobre mínimos, que hagan que cada paso que se dé resulte irreversible.



Cuarta, la búsqueda desde el origen de una cohesión económica y social entre grupos y regiones.



Quinta, la creación de un marco jurídico común básico, con sus mecanismos de desarrollo normativo progresivo según las circunstancias lo requieran.



Y sexta, la generación de un basamento cultural europeo. Sin una cultura común -que no es lo mismo que una cultura única-, cualquier proceso de integración fracasará. Por eso se ha ido fundando en masivos intercambios de universitarios, profesionales y técnicos, junto a una audaz e imaginativa política comunicacional.



No obstante, existe una importante desafección a la idea de la integración por parte de numerosos grupos ciudadanos. Lo que pasa -y ésa es, por una parte, la tarea urgente para los líderes europeístas y, por otra, la señal que debemos interpretar para nuestros propios esfuerzos en Latinoamérica- es que los procesos históricos siempre los conduce el pueblo, ratificándolos o rechazándolos tarde o temprano, y que los políticos nunca debemos olvidar que es imposible asentar las instituciones de un país o de una confederación de países sobre la base de un «déficit democrático». Hay una función de pedagogía política y de trasparencia ineludible que no se debe olvidar, para generar afección al proyecto común.



Pero si bien esto es así, no es toda la explicación a la actitud renuente de una importante porción de la opinión pública europea. Nos atrevemos a afirmar que ello se debe en gran medida a un progresivo y peligroso desarraigo social del humanismo -y de su expresión más básica, la solidaridad- arrinconado y amagado por el economicismo materialista de la sociedad de consumo, con su lógica del interés por sobre cualquier otra consideración en las relaciones sociales.



Si la conciencia solidaria se prueba ya durante una crisis, ya cuando se ve enfrentada a la injusticia o la desigualdad, con este parámetro podemos ver que una parte importante de la sociedad europea carece de ella, y vive hoy completamente ajena a lo que ocurre con sus pobres, con su juventud o con el Tercer Mundo. Recela de los inmigrantes, y la unificación alemana ya le está pareciendo muy cara. Frente a las crisis económicas su tendencia natural, prereflexiva casi, es al aislamiento, alzar de nuevo las fronteras interiores, ceder a la tentación egoísta, buscar el camino propio y rechazar la integración que exige, necesariamente, concesiones (es decir, concesiones mutuas) y, por lo tanto, compartir. ¿Nos parece conocido por estos lados?



Esa parte de la sociedad civil de Europa que se opuso y se seguirá oponiendo a Maastricht es la que constituye el principal escollo para la construcción de un espacio europeo solidario hacia adentro y hacia fuera. El desafío que asumen ahora los líderes europeos comprometidos con los objetivos que se trazaron es, precisamente, ganar ese respaldo para consolidar progresivamente una efectiva comunidad.



La cuestión está en que eso no se logrará, como algunos creen, sólo con una relativa recuperación económica o un crecimiento del empleo. Está probado por los propios europeos que éstas son condiciones necesarias, pero en absoluto suficientes como para generar una voluntad política socialmente internalizada, sólida e irreversible, capaz de crear solidaridades activas que se traduzcan en propósitos y acciones comunes debidamente institucionalizadas en un marco supranacional.



Para que esto ocurra es imprescindible una recuperación social de ciertos valores que inspiraron a los europeos de la posguerra en su proyecto de unión, y ello pasa por una regeneración de la política y de los negocios, con una base ética vinculante que aparte de la convivencia la lógica del «todo vale» o del costo-beneficio como únicos parámetros de medición de las relaciones societarias o entre naciones. El comisario Patten pide, con razón, una Europa «more political, not less».



El desafío que Maastricht sigue planteando a los europeos en este sentido no es distinto ni distante para nosotros en Chile, en Paraguay o para los ciudadanos norteamericanos.



Del mismo modo que en Europa se está dando una lucha entre concepciones individualistas y comunitarias, en otras sociedades se verifica similar tensión.



Quienes se oponen al Nafta en Estados Unidos, o aquellos que en Latinoamérica rehusan asumir dentro y fuera de sus sociedades un compromiso efectivo con la lucha contra las desigualdades y la pobreza, no son diferentes a aquellos ciudadanos europeos a los que la integración les incomoda porque les exige sacrificios en beneficio de los demás. Ese es un valor añadido de Maastricht: haberse constituido, aun sin proponérselo, en la medida por la que todos, europeos o no, podremos saber si es posible frenar la lógica invasiva del egoísmo y volver a situar la solidaridad como la base de toda convivencia.



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* Héctor Casanueva es embajador de Chile ante la Aladi.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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