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Maquiavelo y nosotros, sus lamentables seguidores


Es difícil querer a Nicolás Maquiavelo, ese tristemente famoso florentino que nació el 3 de mayo de 1469 y que escribió El Príncipe en 1513. El no describe repúblicas ideales, como Platón o San Agustín, sino estados tal como son. En ellos no reina la compasión, ni la justicia ni la paz. Por el contrario, el príncipe tiene que aprender a ser malo, tratar con crueldad a sus adversarios y hacerse temer por el pueblo.



El año 1478 ve el terrible final de un intento de asesinato de Lorenzo el Magnífico. Desde la plaza observa al arzobispo de Pisa y a su cómplice Pazzi colgados del cuello, tras ser arrojados por las ventanas del palacio. La muchedumbre se burlaba mientras los dos hombres desesperados gesticulaban y se golpeaban en un intento grotesco por salvar sus vidas.



Y peor aún, desde la plaza Maquiavelo escucha los aullidos que venían desde la catedral y que surgían de las roncas gargantas de la multitud que despedazaba a los conspiradores que habían quedado atrapados dentro. Estos habían asesinado a puñaladas a Julián de Médicis a la señal convenida: la elevación de la hostia por el sacerdote. Así concluyó la Semana Santa iniciada en animada concelebración entre Pazzis y Médicis.



Maquiavelo, a diferencia de Platón, quien apostaba a la filosofía redentora, y a Agustín de Hipona, que creía en la salvación por gracia divina, no se hacía muchas ilusiones de los seres humanos, príncipes, ciudadanos o súbditos.



«Todo aquel que dé forma a un Estado y le proporcione sus leyes ha de dar por supuesto que todos los hombres son malvados y que actuarán con la maldad de su espíritu siempre que le sea posible», dijo desconsolado. No escribe acerca de cómo le gustarían que fuesen las cosas, sino que describe lo que ha visto.



Es más, él no solo ha visto la maldad del ser humano, descarriado por su vanidad personal y ambición de poder. También la ha sufrido. Con la caída de la república, Maquiavelo fue despojado de su cargo, multado y desterrado, y luego fue torturado salvajemente mediante el strappado. Cuatro veces fue lanzado al vacío, colgado por atrás por las muñecas y con los brazos casi separándoseles del cuerpo. Pero sobrevivió.



Su terrible error fue dar a conocer lo que ha visto, para indignación de nosotros los hipócritas que odiamos el reconocimiento abierto de nuestra maldad, que ocultamos pero que practicamos.



Peor aún: en una rara mezcla de sincero servicio a la patria y ambición personal, Nicolás Maquiavelo dedicó su libro a un príncipe que quiere que asuma el poder para unir Italia. Y por supuesto, quiere ser su futuro secretario, confidente y consejero. Así liga de manera inmortal su nombre a un libro que no es más que un manual para gángsters, como diría más tarde un indignado Bertrand Russell.



Hitler y Mussolini lo leyeron, y el último dijo luego que «Maquiavelo fue el más grande de los filósofos italianos», «el maestro de todos los maestros de la política… pero no sentía el suficiente desprecio por la humanidad».



Su obra El Príncipe es monstruosa. Fue fruto de un hombre atormentado por lo que veía. Lo agobió la caída del propio catolicismo en el más brutal cinismo. Por eso reclama «Dad a César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».



«Por favor», parece decir, «no mezclemos al Hijo del Carpintero en este horroroso juego». De hecho, murió el 21 de junio de 1527, tras haber solicitado y recibido los últimos sacramentos.



Sus seguidores se cuentan por millones. Para ellos «cualquier fin justifica cualquier medio». Creen así interpretar a su maestro. Pero se equivocan. Maquiavelo jamás aprobaría el poner la mentira, la audacia y la fuerza al servicio del poder personal, del propio interés. Lo que quiso enseñar a un príncipe que jamás lo leyó fue que muchas veces iba a tener que faltar a su palabra, no cumplir una promesa o incluso ser cruel, por el bien de su Patria.



Para Maquiavelo, los bienaventurados en política eran aquellos que estaban dispuestos a perder el alma, perder un gozo inmortal en el cual Maquiavelo creía, con tal de fundar o mantener un Estado. Lincoln sabía que debía hacer la guerra para acabar con la esclavitud. Horrorosa decisión. Chamberlain fue un pacifista que no quiso prepararse para combatir a Hitler y casi arrastró al infierno a Gran Bretaña. Churchill la salvó.



Quien quiera participar en política sabe que «quien pone los malos medios, los impone». En el siglo 20, Mahatma Gandhi y Martin Luther King se opusieron a la herencia maquiavélica, cuyos padres son los César Borgia y Alejandro VI de este mundo.



Seres humanos de tan grande alma necesitamos para edificar un mejor mundo. Pero mientras no los tengamos, por lo menos hagamos el ejercicio de exigirnos a nosotros mismos, cuando nos veamos envueltos en dilemas trágicos, el pensar en el bien de la república y de la democracia, y no en nuestro propio interés (que tendemos a confundir).



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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