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Sagrada banca

En aras de resguardar la necesaria confianza pública en el sistema, los agentes del ámbito financiero pretenden hacer tabla rasa con sus responsabilidades y eludirlas.


El escándalo de Inverlink ha servido para mucho. La oposición y el mundo privado han vuelto a poner sobre la mesa el tema de la corrupción y, como una de sus causas, el relajo y displicencia que existiría en los entes públicos. La derecha ha pretendido homologar este caso a los ya emblemáticos que transpiran corrupción -Coimas y Gate- cuando en realidad se trata de algo absolutamente distinto. Por de pronto, más allá de sus fallas en los controles, la Corfo fue la víctima de un robo. Eso no debe olvidarse.



Pero lo más sugerente del caso Inverlink -y sobre lo cual se han hecho visibles esfuerzos para que no sea tema de debate- es el modo en que opera el sistema financiero nacional, si se cumplen o no con las normas y si hay o no esa mínima fiscalización, que no requiere de leyes, y que surge de la práctica de los pretendidamente honestos de actuar éticamente, rehusando mezclarse en los negocios de personas o instituciones con fama de «turbios». En este caso, eso no ocurrió.



En aras de resguardar la necesaria confianza pública en el sistema, los agentes del ámbito financiero pretenden hacer tabla rasa con sus responsabilidades y eludirlas.



Ahora se escudan en la premisa, señalada en Revista Capital, que, a diferencia de otros ámbitos -la política, las comunicaciones, la burocracia- allí (y sólo allí, pareciera que nos sermonean) la palabra vale. Ni para la crisis del 82, ni para el olvidado escándalo de La Familia, por citar sólo dos casos, hubo valor en la palabra empeñada.



Cuando un sector, y tan poderoso como el financiero-empresarial, pretende erigirse por sobre los otros, negando la posibilidad de errores, estamos frente al peligro, ya conocido en ideologizadas décadas pasadas, de los que sienten poseedores de una verdad absoluta que termina encubriendo hechos luctuosos de algunos de sus integrantes.



Los mecanismos para eludir el pago de impuestos, las artimañas para hacer todo lo que permita la ley -por sus vacíos- aunque se trate de prácticas indecentes son parte del panorama cotidiano de las finanzas y la gestión empresarial. ¿Son todos los que allí están los que transgreden los límites? No. ¿Pero no es ninguno? Tampoco.



Sumidos en la selva de la competencia, donde el enriquecimiento es la meta y consagración social, a veces se hace la vista gorda en la forma en que se busca, y a veces alcanza, el objetivo. Una suerte de reedición de la práctica de intentar alcanzar el poder por cualquier forma.



Podría hacerse una conexión entre aquellos que, hace no tan poco, justificaron o toleraron las bestialidades más abyectas para mantener lo que era el orden y la paz social (orden y paz para ellos), con los que admiten, hoy, ciertos ejercicios financieros reñidos con la ética.



Al menos tienen una seguridad: la justicia siempre será con ellos más condescendiente que con el ratero del barrio, y esa es el ingrediente más fundamental que construye la sensación de injusticia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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