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¿Fracaso divino?

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No hay astrología, superstición ni ciencia que determine el obrar humano. No hay paz ni sosiego. El hombre y la mujer en cada momento y lugar se hacen a sí mismos y a su mundo.


En mi columna de la semana anterior afirmé altisonante que el fracaso constituye la base de la existencia. La tradición judeocristiana parte su relato universal con la historia de un fracaso: el de Dios. Y este fracaso consiste en la maldad del hombre. Fue y es tal el horror de Dios ante los excesos humanos que ordena incluso un diluvio universal. Dios fracasa en la maldad del hombre, su criatura.



Sin embargo, diversos amigos me han hecho ver que eso suena mal, muy mal. Por definición Dios no puede fracasar. El es omnipotente y omnisciente. Todo lo sabe y puede. Y además es infinitamente bondadoso. Así, por lo menos, lo definimos imprudentemente los hombres. Pues, ¿puede definirse a Dios, ponerle fines, límites y contornos?



Debo contestar partiendo por resaltar desde ya que afirmé que la idea del fracaso divino la he sacado de la teología judía. Me baso en un texto de André Neher. Veamos. Se trata nada menos que de la cobardía de Adán, de la violencia asesina de Caín, de la indiferencia de Noé, de la rebelión de los constructores de la torre de Babel, de la debilidad de los seguidores de Moisés en el desierto, en fin. Menuda serie de estrepitosos fracasos.



Es tan fuerte esta experiencia humana que en el Antiguo Testamento encontramos el Quohelet. Este nos parece un canto al cinismo y al escepticismo más radical. Se trata de un maestro -¿Salomón en su vejez o un editor colectivo?- que sostiene que «De todo he podido ver en mi vana existencia. Hay gente honrada que fracasa, a pesar de su honradez, y hay malvados que triunfan, pese a su iniquidad» (7, 15). Y lo peor de cuanto sucede bajo el sol es que haya para todos un destino común. El puro y el impuro, el justo y el que no lo fue, el bueno y el pecador, el que se afanó y trabajó y el que holgazaneó, finalmente todos han de morir con las manos vacías. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» (12, 8).



Más allá de las referencias bíblicas, sabemos que no siempre el injusto será castigado. El rico se harta en su riqueza y el pobre en su pobreza. Nos duele poderosamente el mal que aplasta al inocente. Hay ochocientos millones de humanos que sufren de hambre. Vayan a ver la película «El círculo» y sabrán del dolor de la mujer iraní. Cada año mueren 500 mil mujeres en el embarazo o al dar a luz, el 99% de ellas en los países «en vías de desarrollo». Horroriza la pobreza que literalmente mata a millones de niños latinoamericanos. Definitivamente, hay algo que no va nada de bien en este mundo que el creyente afirma creado por Dios.



Bueno, ¿qué hacer ante tamaño fracaso de la humanidad? Algunos caen en la desesperación, otros huyen del mundo en el recogimiento religioso intimista y otros buscan las pequeñas satisfacciones en el placer de la bebida, la comida, de la familia y del trabajo. Finalmente, pobres siempre habrán.



La otra actitud ante el fracaso es la de la esperanza. Esa que afirma que este fracaso es sólo aparente. Que es una invitación a entender que hay que saber esperar y no pretender alcanzar inmediatamente el objeto del deseo, en este caso un mundo más justo. El sembrador que confía la semilla a la tierra, al agua y al sol es el hombre de la esperanza.



¿Y dónde buscar esa fuerza sobrenatural que es la esperanza? En la tierra y en el cielo.



En la tierra puesto que la raíz real del fracaso de la humanidad está en la libertad del hombre y de la mujer. Y esta libertad del hombre es también la raíz de la esperanza. Somos libres y esa es nuestra ley. No hay astrología, superstición ni ciencia que determine el obrar humano. No hay paz ni sosiego. El hombre y la mujer en cada momento y lugar se hacen a sí mismos y a su mundo. Y por cierto junto con hacer el bien, pueden realizar el mal. No estamos condenados a la injusticia ni a la desgracia.



Es el mismo hombre el que mata al inocente es el que muere defendiendo al débil. Es la misma mujer la que atesora riquezas y la que puede darlo todo por el prójimo. Es la condición humana. Somos libres y por eso responsables, respondemos por este mundo.



Y, finalmente, buscar la esperanza en el cielo. Lo que es fracaso para el hombre puede ser victoria para Dios. El proverbio portugués citado por Claudel es de sobra conocido. «Dios escribe recto con rayas torcidas». Y la doctrina católica afirma que «La renovación del mundo está irrevocablemente decretada, y empieza a realizarse en cierto modo en el tiempo presente» (Lumen Gentium, NÅŸ 48) Dios, como padre amoroso, retrocede y deja a su hijo crecer y actuar. Sabe los errores que cometerá. Pero así lo ha querido pues ese es el precio de la libertad humana, divinamente fundada. Ese no es su fracaso, es su gloria.





(*)Director Ejecutivo Centro de Estudios para el Desarrollo, CED.



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