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Periodismo y proceso político chileno

Un país que empieza a salir del engaño, vuelve a movilizarse y reclama de la prensa y los periodistas libres la posibilidad de conocer toda la verdad y acceder a las tribunas de la comunicación social para reclamar sus demandas irrenunciables: la justicia, la igualdad de oportunidades y la democracia participativa.


A 30 años del golpe militar de 1973, los medios de comunicación chilenos desplegaron toda suerte de publicaciones y emisiones especiales. A modo de justificar la intervención militar, algunos enfatizaron en la convulsión que existía en el país antes del golpe de Pinochet. Otros, por supuesto, pusieron atención al derrocamiento y muerte del presidente Allende, el atentado contra la sede de nuestro poder Ejecutivo y a esas dramáticas circunstancias que siguieron con la interrupción de nuestra institucionalidad democrática.



Poca importancia adquieren aún los análisis históricos sobre estas últimas décadas de tan difícil convivencia entre los chilenos. Las imágenes del extinto mandatario, de los campos de concentración y de tantos actores políticos y sociales vinculados a la tragedia volvieron a conmover a quienes fueron contemporáneos de ella pero, sobre todo, estremecieron a las nuevas generaciones. No es lo mismo, ciertamente, enterarse de oídas sobre lo acontecido que presenciar aquellos registros visuales que la prensa prefirió mantener archivadas durante todo este tiempo llamado de transición a la democracia.



La historia habló por la acción de las imágenes, los archivos sonoros y los recortes de la prensa. Y los hizo con contundencia en un país en que los medios de comunicación jugaron y siguen cumpliendo un papel importantísimo en el devenir político. Sea por su concomitancia, por sus errores u omisiones.



No es casual, por lo mismo, que una de las primeras medidas del gobierno militar fuera la clausura de buena cantidad de medios escritos y radiales, al tiempo de inaugurar la censura previa y el control estricto de los canales de televisión. Salvo algunos medios religiosos o de cobertura muy especializada, los autorizados por la Junta de Gobierno fueron aquellos que alentaron la asonada golpista y se disponían a colaborar incondicionalmente con las nuevas autoridades de facto. Clausurados definitivamente quedaron aquellos medios partidarios de la Unidad Popular y sus periodistas fueron tan perseguidos como los próceres del gobierno, el parlamento y los partidos políticos. Como siempre, el totalitarismo fijó los límites de lo que se podía decir y escribir, después de un tiempo en que -en realidad- la práctica de la libertad de expresión fue absoluta y en el que hubo diarios, revistas, canales de TV y radios que mancillaron su misión de servir a la verdad, asumiéndose en trinchera del odio y colaborando al quiebre de nuestra convivencia y marco institucional.



Más allá del reconocimiento que entonces se hacía a nuestras libertades públicas, hoy debemos aceptar el nefasto papel cumplido por la prensa en la última fase de nuestra etapa republicana. Tiempo en que la legítima controversia devino en la descalificación del adversario y en el desafío abierto a nuestro orden institucional. Época en que por los diarios se solicitaba descaradamente la acción de los militares y el más leve signo opositor era tildado de golpista y reaccionario. Revisar los titulares de los periódicos de entonces nos hace concluir que el desenlace era más que evidente en una sociedad cruzada por la intolerancia y en que la política se vio maniatada por los grupos más extremistas.



Tanto Allende y su ideario socialista, como el liderazgo de aquellos sectores cristiano progresistas fueron víctimas de quienes -desde la derecha o la izquierda- compartían el común denominador de su desprecio por la soberanía popular. De allí que el gran derrotado el 11 de septiembre de 1973 fuera justamente el pueblo chileno, sus organizaciones sociales aún no recuperadas, sus esperanzas insatisfechas hasta el presente.



Porque lo que siguió al 11 no fue, como creímos mucho tiempo, un paréntesis en nuestra trayectoria democrática. La acción de Pinochet fue una revolución o, si se prefiere, una contrarrevolución. Tiempo y fuerza para imprimirle al país contravalores que será largo y dificultoso superar. Posiblemente aquellas imágenes que en estas últimas semanas hemos revivido en la memoria sirvan para el «Nunca Más» que la clase política busca proclamar solemnemente en esta amarga efeméride.



Un «Nunca Más» que no sólo alude a los horrores de la dictadura, sino a los profundos errores cometidos antes, pero que -en ningún caso- justifican la pesadilla del régimen militar y el terrorismo de Estado. En este sentido, nada ha sido más pernicioso que la exagerada autocrítica de quienes -ayer rabiosos y radicales- con tanta facilidad hoy se manifiestan conversos a las políticas neoliberales, resignados a la legalidad heredada de los militares y ensimismados en la política cupular. Es decir, la práctica tutelar de los nuevos tiempos. Después de 13 interminables años de pretendida transición política, se comprueba lo entronizadas que quedaron en la sociedad chilena las ideas que se abrieron cauce después del incendio de La Moneda.



Si acaso sea posible, pasará mucho tiempo todavía para que se conozca toda la verdad de lo acontecido durante los 17 años de dictadura. Sabemos que ella será plena cuando las víctimas sean todas reconocidas y reivindicadas por el Estado y la sociedad chilena. Es decir cuando emane la justicia de las sentencias de los Tribunales.



No olvidemos que en otros episodios brutales de nuestro pasado la impunidad se erigió flagrante, porque, así como el periodismo ha servido para exacerbar nuestras diferencias, los textos de nuestra historia oficial generalmente han ocultado o interpretado mañosamente nuestros más terribles despropósitos. Supuestamente en beneficio de una paz social e identidad de la cuales carecemos quienes vivimos en esta «larga y angosta franja de tierra». En esa «loca geografía» en que se instalaron los climas más diversos del planeta así como los habitantes marcados por profundas diferencias étnicas, culturales y, sobre todo, socioeconómicas.



Prensa y movilización social



Nuestras distancias políticas explican sobremanera el largo tiempo que se extendió la dictadura. Sólo cuando las organizaciones sociales tomaron el liderazgo de la movilización fue posible avizorar el término del gobierno militar. En ellas reconocemos a algunas estructuras gremiales y sindicales, las organizaciones de derechos humanos, los estudiantes y tantas otras instancias poblacionales y sectoriales. Con franqueza, los partidos políticos llegaron al final de la larga jornada unitaria que se gestó en la base social y que fue acicateada, como en otros momentos de nuestra historia, por el periodismo libre.



Comprendo que es difícil entender cómo en una dictadura tan poderosa fue posible el desarrollo de algunos diarios y revistas de carácter disidente. Pero en la historia, hay muchos acontecimientos que se explican en lo fortuito y en los errores de cálculo de quienes tienen el poder. Posiblemente los militares jamás creyeron que, sin recursos y bajo el imperio de tanto acoso, esos periódicos y dos o tres emisoras podrían constituirse en un ingrediente tan importante en la formación de aquella conciencia y resolución libertarias que dieron origen a la protesta y, con ella, a la antesala de la salida política. El control irrestricto de la televisión y el sometimiento vergonzoso de los diarios poderosos y tradicionales hacían muy difícil romper el bloqueo informativo. Pues bien, la aparición de las revistas, primero, y la publicación posterior de dos diarios contribuyen mucho a la denuncia sobre las graves violaciones a la dignidad humana, a que se asuman los horrores de ciertos sucesos ignorados por el grueso de la población, cuanto a que los chilenos se enteren del asalto a las arcas y empresas públicas, al tiempo de la implementación de un modelo económico ultracapitalista.



En la redacción de la revista Análisis se decide convocar a una protesta a cambio de un paro nacional, de cual se temía su fracaso. Se redacta, allí, el primer instructivo que luego fue seguido al pie de la letra por los millones de chilenos que querían manifestar de alguna forma su descontento y abrir las compuertas de esas jornadas de protesta que tanto irritaron al dictador y llevaron al embajador de Estados Unidos en Chile a forjar una mesa de diálogo entre el Gobierno, la Iglesia Católica y algunas figuras políticas de derecha y centro. Se trataba, según su propia declaración, de negociar una salida política, antes que nuestro país se convirtiera en una nueva Cuba. Temor que 20 años antes había provocado la intervención de la CIA para desestabilizar el Gobierno de Allende y dirigir las operaciones del golpe de Estado.



Sería muy largo aludir a la génesis y evolución de estos medios disidentes. En cada uno de ellos hay una bellísima historia de audacia y coraje para sortear la represión de que fueron objeto: las clausuras, los amedrentamientos, acosos judiciales y hasta un crimen tan alevoso y cobarde como el que afectó al periodista José Carrasco Tapia. Se debe a la existencia de estos medios el registro de tantos años de dictadura; de sus páginas, todavía se pueden desarchivar hechos y nombres de gran utilidad para el cometido de los Tribunales e historiadores. Por cierto, un recuento mucho más completo que el del acotado Informe de Verdad y Reconciliación. Sus ediciones, asimismo, estrecharon las distancias con los chilenos de la diáspora y ayudaron a coordinar las acciones dentro y fuera de nuestro país. Pero, por sobre todo, esta tarea periodística aunó voluntades dispersas y convocó a las nuevas generaciones a ejercer el protagonismo en la lucha callejera, en el enfrentamiento real con el poder de facto, en el verso, la solidaridad y la esperanza que siempre animan los episodios de emancipación.



Llegó un momento en que los militares perdieron la batalla contra el periodismo libre. Con el atentado frustrado al general Pinochet, el estado de sitio y la clausura de estos medios hubo quienes auguraron su cierre definitivo. Fue la hora en que los periodistas disidentes se sumergieron en el quehacer clandestino o, como en el caso que más conozco, decidieron editar sus publicaciones en el extranjero para viajar vía aérea a Chile, dejando a los censores en el completo ridículo. De esta manera fue que los medios acusados incluso de alentar el magnicidio recuperaron el derecho a circular y alcanzar, ahora, tirajes que aún no equiparan las publicaciones favorecidas por la dictadura y protegidas, después, por la transición.



Transición y exterminio de la prensa libre



Pero es luego el triunfo de una solución negociada lo que explica la desaparición de las publicaciones aludidas. El gobierno de Aylwin asumió como política de Estado el exterminio de estos medios, de tal manera que se dispusieron, incluso, de los gastos reservados del Ejecutivo para servir a este propósito. Como ha quedado demostrado con los años, desde La Moneda se bloqueó la ayuda exterior que recibían estas revistas y diarios. Se argumentó, ante Holanda y otros países europeos, que «cualquier ayuda a la prensa chilena sería considerada una intromisión en los asuntos internos del Chile democrático».



Por cierto que tampoco las nuevas autoridades repartieron equitativamente el avisaje fiscal, limitándose a cumplir a cabalidad con los «amarres publicitarios» que dejó Pinochet en favor de los dos grandes consorcios periodísticos. La estrategia consistió en ahogar a los medios, ilusionarlos con recursos que nunca se concretaron y, cuando se hizo propicio, hacerse de la mayoría accionaria de estas empresas para disponer su clausura.



El cálculo político hoy asoma nítido. Se temió que estos diarios y revistas insistieran en la verdad y justicia, exigieran los cambios prometidos y, en lo económico social, alentaran la justicia distributiva. Como política de comunicaciones se prefirió la estrategia de «seducción a los medios tradicionales», cuyas complacencias con la dictadura estaban muy frescas y su disposición a «colaborar» con las nuevas autoridades se ofrecía a cambio de la impunidad a sus despropósitos editoriales y el «perdonazo» a sus deudas y convenios publicitarios mal habidos.



Con el tiempo, sin embargo, estos medios recuperaron su autoestima y, a 13 años, ejercen de nuevo y sin inhibiciones su tarea de concientización conservadora, reivindicación del régimen pinochetista, impunidad respecto de los delitos cometidos por éste y defensa irrestricta del modelo económico mal llamado neoliberal. En ello se explica, en gran medida, el crecimiento del electorado que favorece a los sectores de ultraderecha y el alza consecuente de la representatividad de estos sectores en el Congreso Nacional y los municipios.



Hoy, son los propios partidos de la Concertación Democrática los que lloran sobre la leche derramada y se lamentan de no tener prensa, cuando los medios que creyeron seducidos vuelven por sus fueros y apoyan abiertamente a quienes quieren retornar al poder, ahora por el ejercicio del voto y del sistema electoral binominal.



No está demás consignar que, al mismo tiempo que se ponía en práctica una política de exterminio de la prensa que logró sobrevivir a la dictadura, desde el Ejecutivo se emprendieron acciones similares para desactivar la enorme y sólida organización social consolidada durante el gobierno militar. De esta manera, son innumerables las organizaciones no gubernamentales (ONG) que han sucumbido en este tiempo de política cupular. También se temió a su movilización, como ahora se teme a la recuperación del movimiento sindical, la explosión callejera de los estudiantes y la acción de las discriminadas minorías étnicas.



En concreto, se puede decir que en el Chile actual se han derogado gran parte de las disposiciones legales que limitaban el ejercicio del periodismo. Asimismo, ya no se teme por la vida de los comunicadores. Sin embargo, el panorama de los medios de comunicación es lamentable por su falta de diversidad, por la ausencia de un periodismo progresista y por el estado de vulgaridad que hoy caracteriza a la televisión y a buena parte de la radio y la prensa escrita. Obligados a servir al negocio, nuestro presente mediático se rinde al rating y a las imposiciones ejercidas por los avisadores. Salvo -otra vez- la acción de algunas nuevas revistas que con loable mérito intentan hacer frente a esta uniformación que, para algunos, es peor a lo que existía hacia el término de la dictadura.



Con todo, desde el Estado nada serio se hace para contribuir a la diversidad comunicacional que exige cualquier democracia seria. Por el contrario, hasta ahora el Gobierno gasta ingentes recursos en oponerse judicialmente a la demanda de recuperación del diario El Clarín por parte de sus legítimos dueños. Al precio, incluso, de atentar contra la propiedad privada, ese sacrosanto valor consagrado para algunos poderosos empresarios nacionales y extranjeros, pero que no rige para los propietarios progresistas, ni para nuestros pueblos aborígenes que todavía no recuperan lo que les arrebató arbitrariamente el régimen de facto.



En este caso, por supuesto no es el erario nacional el que se quiere proteger, ya que de hecho se reparó a los partidos políticos que fueron expropiados después del 11 de septiembre. Lo que se quiere evitar, aquí, es la posibilidad de que se reedite el diario de mayor circulación en la historia del periodismo chileno, el que pondría en cuestión la ideología oficial, la connivencia cupular y, a no dudarlo, se empeñaría en abrir las alamedas de la política a los nuevos hombres y mujeres libres que aludió el extinto presidente Allende en su discurso de despedida.



En lo anterior se explica que la Constitución de 1980 siga plenamente vigente, así como ese conjunto de disposiciones que-como la Ley Electoral- limitan tanto el ejercicio de la soberanía popular. La posibilidad de recurrir a la consulta plebiscitaria, que en el pasado sirvió para decirle NO a Pinochet en su intento de perpetuarse en el poder, todavía no es considerada en nuestra normativa, pese al reclamo de cientos de miles de ciudadanos que demandan una democracia más directa. En el mismo tiempo que los electores suizos han sido convocados mil veces para conocer su opinión y resolver un sinnúmero de materias, los electores chilenos sólo han concurrido 17 veces a las urnas, pero sólo para elegir a sus representantes. Todo ello, en vigencia del sistema de elección binominal que, por cierto, sólo tolera la representación en el Congreso de dos alianzas partidarias, las cuales se ven obligadas a cogobernar entre ellas y los grupos fácticos que intervienen descaradamente en el financiamiento de todos los candidatos y en la consecuente redacción y aprobación de las leyes.



En lo económico, estos años han consagrado el modelo heredado de los militares. Es más, no pocos dirigentes de la Concertación vienen reconociendo el legado del régimen militar en esta materia y, en tantos casos, se demuestran mejores prosélitos de las ideas neoliberales de sus antecesores. De esta forma es que ahora se implementan reformas que ni los militares se atrevieron a plantear, como la privatización de los hospitales y las empresas sanitarias. Al interior del pacto de gobierno, se da el curioso caso que desde los antiguos partidos o sectores que formaron la Unidad Popular se sugiere sin disimulo la posibilidad de privatizar o extranjerizar la gran minería del cobre, mientras que son algunos dirigentes demócrata cristianos los que se oponen a enajenar esta actividad que tanto contribuye al a la recaudación de fondos públicos.



La desvergüenza llega al extremo que en la derecha parece haber más ambiente a aplicar a las compañías mineras un royalty que le permita al país resarcirse mínimamente de largos años en que éstas se han apropiado de nuestras riquezas del subsuelo sin pagar un peso de impuesto.



Entre tanto, la Ley de Divorcio espera ya más de seis años en ser aprobada por los legisladores, mientras que el Ejecutivo espera legislar en el más mínimo plazo para «flexibilizar» la actual normativa laboral que, a pesar de las reformas, todavía molesta a los empresarios en lo que toca al sueldo mínimo, la jornada y las condiciones de trabajo.



Con el pretexto de «generar más empleo» hay quienes llegan a plantear la necesidad de dejar a «libre negociación»de los trabajadores y sus patrones los días de descanso laboral, al mismo tiempo que se califica de una «rémora» la organización sindical. El primer paro nacional convocado durante la transición recibió las iras del Ministro del Interior y de la policía antimotines dependiente de éste, que lució sus armas disuasivas como en los mejores tiempos de la dictadura.



La ausencia de una prensa digna y poderosa explica, de igual manera, que el fenómeno de la corrupción esté ya tan entronizado en la gestión pública. Como es de conocimiento público, varios parlamentarios, ministros y otros funcionarios políticos han sido desaforados y encausados por los tribunales de Justicia. Cifras cuantiosas han sido defraudadas al Fisco por empresarios privados y políticos actuando de consuno.



Asimismo, se descubrió que, por años, los secretarios de Estado y otros funcionarios recibían sobresueldos superiores a los límites establecidos por Ley, de los cuales no rendían declaración tributaria. En el ánimo de mejorar los ingresos de los «servidores públicos» y distraer recursos para las cajas electorales, se han desviado recursos destinados a los campesinos, se ha embadurnado a la propia Universidad de Chile y se han pagado millonarias indemnizaciones a personas que entre un gobierno y otro cambiaban su escritorio al ministerio del lado…



Se asume, asimismo, que «queda mucha basura debajo de las alfombras». Recién empiezan a trascender los escándalos ligados a las municipalidades, convertidos en la guarida de los alcaldes y concejales de todos los partidos políticos que profitan de los recursos de las comunas, de suyo escasos para enfrentar todas las demandas de los pobladores. Ni qué decir de los secretos todavía bien guardados por las autoridades y los medios de comunicación y que se refieren a concesiones de obras públicas y al tráfico de influencias.



Es posible que sea el Diario Oficial -es decir ese matutino diario que publica leyes, decretos, licitaciones y constitución de empresas- el medio más informativo con que contamos los chilenos en la actualidad. Allí se pueden descubrir las alianzas y sociedades que todos los días se forman entre empresarios y políticos de todo el espectro para emprender toda suerte de negocios. Ellas dejan en evidencia de que estamos en un país cogobernado por quienes -ante el país- asumen diferencias que se disipan rápidamente en los mismos salones en que se pactó nuestra curiosa transición, que amenaza, ya, con extenderse tanto como la dictadura. Tiempo que bien explica el asesinato de los medios de comunicación democráticos y los esfuerzos acometidos por desactivar la movilización social, la llave maestra de los cambios y el progreso.



En todo esto encuentra base el desencanto que crecientemente se expresa en la sociedad chilena. El hecho que la adhesión nacional a la democracia haya disminuido en más de 10 puntos, de tal manera que ya son menos del 50 por ciento de los chilenos que confían en ella. En todo esto se basa la renuencia de los jóvenes de inscribirse a los 18 años en los registros electorales, de forma tal que ya son casi la mitad de la población los no ciudadanos y los que sufragan en blanco o anulando su voto.



Según una encuesta de las Naciones Unidas, el 80 por ciento de los chilenos se considera infeliz. Un ministro del ex presidente Frei ha roto recién su silencio y dijo que se hacía intolerable que en nuestro país las diferencias de ingreso entre los ricos y los pobres alcanzaban una diferencia de 40 veces. 150 dólares para la inmensa cantidad de trabajadores que obtiene el salario mínimo, menos de 500 dólares de promedio para los maestros y más de 6 mil dólares de promedio para el quintil superior, entre ellos nuestros parlamentarios.



Hablamos de desencanto, no de desesperanza. Prueba de ello es la actividad que de norte a sur del país se manifestó el último 11 de septiembre y la acción de las organizaciones de derechos humanos, la protesta juvenil y las múltiples y multitudinarias expresiones populares. Todo ello, en un país que se niega a la amnesia y que ha obligado hasta a la prensa tradicional a volcar sus titulares, páginas y ediciones especiales a conmemorar la efeméride que recuerda la interrupción de nuestro régimen institucional y la muerte de Allende. Un país que empieza a salir del engaño, vuelve a movilizarse y reclama de la prensa y los periodistas libres la posibilidad de conocer toda la verdad y acceder a las tribunas de la comunicación social para reclamar sus demandas irrenunciables: la justicia, la igualdad de oportunidades y la democracia participativa.



* Periodista, actual director de Radio Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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