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Editorial: Los límites de un Ejército profesional y apolítico

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Las declaraciones hechas el fin de semana por el general Juan Emilio Cheyre, sientan un precedente doctrinario que no le hace bien a la democracia chilena. En la forma, ellas constituyen una intervención política y la búsqueda de un escenario público, fuera de los cauces regulares, para manifestarle a sus superiores que el Ejército no está contento con la supuesta lentitud de los tribunales, y que esperaría de todo el mundo civil una mayor comprensión con los procesados militares por derechos humanos. En el fondo, sus conceptos son una interpretación política de la coyuntura, y una reafirmación de que no hay responsabilidad institucional en las graves violaciones a estos derechos ocurridas en Chile.



Las reacciones del mundo político, la mayoría de ellas tratando de interpretar el peso de las críticas de Cheyre como dirigido a la derecha pinochetista, que lucró al amparo del régimen militar, y a aquellos que propusieron la vía armada en el país, han sido erráticas en materia de doctrina democrática, a excepción del presidente del Partido Socialista, Gonzalo Martner.



Los razonamientos se fueron por el lado de la comprensión cuando no por el frontal acuerdo con sus juicios. Craso error democrático. La intervención del general lesiona la forma en que las Fuerzas Armadas se relacionan con el poder civil en una democracia, y plantea una duda acerca de donde están los límites de un ejército profesional y apolítico, efectivamente sometido al poder civil. Las reacciones que sus palabras suscitaron en otros militares, como el caso del Comandante en Jefe de la Armada, no hacen otra cosa que reafirmar lo dicho.



El fondo de los argumentos expuestos por el general Cheyre se condensa, quizás, en sus afirmaciones acerca de que "la deuda de los políticos con los militares no está saldada»; que "aquellos que provocaron las condiciones para el colapso de la democracia, los que instigaron a la acción a las FF.AA. y los observadores indiferentes y silenciosos, se han reconvertido. Al Ejército no le ha sido posible; eso hace que algunos de sus miembros miren el futuro con distintos grados de frustración» . Y al concluir señalando que "eso es una iniquidad, una injusticia…»



Tales conceptos requieren, sin duda, de un análisis más riguroso. En primer lugar, en la ética y profesión militar existe un principio ineludible en cualquier institución armada: el mando se delega, la responsabilidad que emana del mando, jamás.



Cheyre omite reconocer que el mando militar se ejerció de manera indebida y en contra el honor militar durante la dictadura. Y que callarlo es mantener un vínculo práctico de la institución actual con las graves violaciones a los derechos humanos ocurridas en el pasado. Todo el mundo sabe que la totalidad de las Fuerzas Armadas hoy nada tiene que ver con la del 73. Pero al hablar de continuidad histórica -como lo hace el general Cheyre- sin una autocrítica institucional como la que realizara, por ejemplo, el general Martín Balza en Argentina, la doctrina democrática del Ejército se desluce.



En segundo lugar, hay que ser generoso en recordar que si hemos llegado hasta aquí, con juicios prolongados pero nunca de 30 años de duración, se debe en gran medida a que las autoridades responsables en los años setenta y ochenta jamás investigaron. Es más, existen numerosos casos de obstrucción a la justicia, intentos -ya en democracia- de sustraer responsables a la acción de los tribunales o francamente de ocultamientos de información a los jueces.



Tal es el caso del asesinato de Tucapel Jiménez, el del químico Eugenio Berríos o el encarcelamiento del ex jefe de la DINA Manuel Contreras, que motivó un inmenso despliegue y mantuvo al país en vilo durante varias semanas. Desde el punto de vista judicial, nuestro Código de Justicia Militar, que se encuentra lleno de delitos impropios, es decir cuestiones que corresponden a la justicia ordinaria, sigue siendo usado para alargar juicios o entorpecer las acciones de los magistrados.



La acción comunicacional del general Cheyre aparece, entonces, contradictoria con la figura de soldado profesional y apolítico que desea proyectar, y con su impecable labor modernizadora del Ejército, ampliamente reconocida por todos. Aunque él no pueda decirlo, decisiones de fondo en estas materias se han tomado sólo desde que él asumió como Comandante en Jefe, y en muchos aspectos institucionales, incluido el servicio militar, tiene un pensamiento mucho más avanzado que las autoridades políticas de Defensa.



Pero su intervención del fin de semana constituye un pronunciamiento doctrinario, un marco homogéneo de cosas que venía repitiendo hace tiempo, y resulta lamentable que el mundo político no lo calibre bien.



En efecto: a mediados de agosto pasado, el jefe militar, en una charla con ex alumnos de la Escuela de Periodismo de la UC, se refirió a la información entregada a los Tribunales -14 mil escritos, 775 de sus integrantes enviados a declarar, 146 procesados en 383 causas de derechos humanos aún abiertas- y recordó que "este torito no se salió del ruedo porque estaba rabiosito; al torito lo empujaron y le mostraron banderitas rojas». A fines de agosto, cuando la Corte de Apelaciones de Santiago desaforó al general (r) Augusto Pinochet, quitándole su inmunidad como ex jefe de Estado, volvió a reiterar que lamentaba que Chile, como sociedad, "no haya logrado desentramparse de su pasado».



Resulta inevitable, sin embargo, pensar que todo este juego de declaraciones, que coincidentemente se da en vísperas de que la Corte Suprema deba pronunciarse sobre la validez de la ley de amnistía en varios casos de detenidos desaparecidos, termina inevitablemente por contaminar el retorno a la "doctrina Schneider» acerca del rol apolítico y profesional de los militares que parece preconizar Cheyre en su discurso.



Como se recordará, esa doctrina institucional fue diseñada por otro ex comandante en jefe del Ejército, el general René Schneider Chereau, asesinado el 22 de octubre de 1970 por un comando del movimiento «Patria y Libertad», y señalaba que las FF.AA. en general y el Ejército en particular debían mantener una absoluta y estricta prescindencia en cuestiones políticas, aun en momentos de aguda confrontación como los que se vivían en el país.



Esos postulados fueron, justamente, los que le costaron la vida, aunque su legado fue recogido en su momento por su sucesor, el general Carlos Prats, quien también murió asesinado -en su caso, en Buenos Aires-, cuando la «doctrina Schneider» lamentablemente ya había pasado al olvido dentro de las filas del Ejército.

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