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De vuelta a clases


No sólo los adultos vivimos con tristeza la llegada de marzo. Las cadenas que significan la escuela para nuestros niños no son menos pesadas que las que atan al adulto a su trabajo. El levantarse a las siete de la mañana, estar sentado horas y horas tomando apuntes y el volver a casa para hacer las tareas y estudiar para pasar de curso son ciertamente deberes agobiantes. Será políticamente incorrecto lo que escribo, pero es la verdad. ¿No nos acordamos lo que sentíamos cuando niños el 28 de febrero y nuestra madre irrumpía en nuestro cuarto con el uniforme escolar y la corbata multicolor?



El primer día de clases significó una gran alegría para mi hijo menor, Antonio de cuatro años. Me informó que la profesora les había dicho que había pasado de curso, en su caso era el tránsito al prekinder y que el próximo les tocaba el kinder … Ä„Ä„y se acababa el colegio!! Obviamente la profesora se había referido al término de la educación prebásica de mi hijo. Los chilenos estudian promedio 11 años y pronto, de mantenerse la expansión de la tasa de cobertura escolar, tal promedio se elevará a catorce años. Antonio está recién empezando. Los planes de sus padres contemplan a los menos 19 años más de estudios. Pobre de él. ¿Valdrá la pena? ¿Para qué educamos a nuestros hijos?



Mientras llevaba a Antonio al colegio, le pregunté qué era lo que le enseñaban. Me contestó directamente: «Me enseñan a hacer cosas». Por cierto, él pensaba en dibujos y artes manuales; pero apuntó a algo central: educar es transmitir habilidades, aprender a hacer cosas. ¿Sólo eso? Por cierto que no.



Le expliqué a Antonio que también aprendemos cosas, adquirimos conocimiento. El ya sabe contar hasta diez y me lo hace ver orgulloso varias veces a la semana. Tercero, aprendemos a convivir. El colegio es el paso de la familia al mundo. La autoridad del maestro y la relación con los otros empiezan a ser parte de nuestra educación hacia la ciudadanía. Por último, en el colegio aprendemos a aprender. Hoy el conocimiento se renueva tan rápido y la tecnología aún más, que se impone la tarea de una permanente adquisición de nuevos conocimientos y habilidades.



Educar, según la Real Academia Española, significa dirigir, encaminar, doctrinar. Se trata de desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc. Por cierto, educamos también para desarrollar las fuerzas físicas por medio del ejercicio, haciéndolas más aptas para su fin. Los persas enseñaban tres cosas a sus hijos: cabalgar, tirar flechas y no mentir.



Educar viene del latín educare, que está emparentado con conducir y «sacar afuera». Por que más que introducir cosas al niño, se trata de sacar lo que en él ya está en potencia: su condición humana que debiendo vivir con otros, es un ser llamado a ser libre pues posee logos, razón y discurso.



Educar, pues, es mucho más que enseñar a nuestros hijos a ser obedientes y respetar la autoridad. Un gran educador latinoamericano ha dicho que no debemos «aceptar que el formador es el sujeto en relación con el cual me considero objeto, que él es el sujeto que me forma y yo el objeto formado por él». Como si el niño fuese un paciente que recibe conocimientos acumulados por el que sabe, deviniendo el alumno en una suerte de cuenta bancaria en la cual se depositan contenidos acumulados por otros. Pues tal cosa se opone a la autonomía de todo ser humano que dotado de pensamiento y razón está llamado a ser libre viviendo en comunidad.



Por eso insisto en que la educación trasciende nuestro afán de enseñar conocimientos y habilidades para que nuestros hijos puedan aprender a «ganarse» la vida mediante el trabajo. Un niño nacido en los años noventa en Europa trabajará menos del 14% de su vida. Educamos a nuestros niños para que sean felices, es decir, para que tengan una vida plena. Para ello necesitamos comprendernos a nosotros mismos y a los demás, comprender el mundo que nos rodea y conocer el planeta que nos acoge, amando el género humano y la naturaleza de la que somos parte. No se equivocan ocho de cada diez apoderados chilenos que consultados en 1998 declaraban que una buena educación es más importante que un buen trabajo y más importante que ganar dinero.



Para los griegos, los niños y los jóvenes eran llamados los nuevos. Pues un niño, al ingresar al colegio se enfrenta a un mundo que le es extraño, enteramente nuevo. Y él es un nuevo ser humano, que ha llegado a la vida en virtud del milagro del nacimiento. Es nuevo, además, porque sigue transformándose adquiriendo una nueva y segunda naturaleza que es la cultural. El profesor es, por así decirlo, representante de ese mundo viejo y adulto que debe recibirlo con cuidado. Su tarea es enseñarle a conocer, amar y cuidar el planeta Tierra y el mundo de sus ancestros que estaban ahí cuando él nació y continuarán su marcha cuando él muera. Nada más importante que la educación de nuestros hijos. Bienvenidos al colegio.



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* Sergio Micco es director ejecutivo del Centro de Estudios para el Desarrollo (CED).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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