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Análisis político: El incierto futuro de la Alianza por Chile


Ya no habrá Partido Popular chileno ni casa común de la derecha. Ya no se mezclará el vinagre gremialista con el aceite de Renovación Nacional. La creación de una nueva familia política aglutinadora de la actual oposición bifronte ha desaparecido del futuro previsible. En los hechos, el tándem derechista ha renunciado a sellar un matrimonio formal y prefiere mantenerse en su status de pareja de hecho.



La ilusión unitaria RN-UDI surgió en un momento de cierto pragmatismo y sintonía entre los dos partidos, a finales de los noventa. Precisamente el mayor mérito del Lavín de las cosechas 98 y 99 consistió en embridar los potros de la derecha política para cohesionarla. El candidato de la Alianza por Chile alineó con éxito a las dos formaciones y a sus ingobernables próceres. Les hizo sentir un aroma que siempre invita a la disciplina y a la unidad, incluso a los más rebeldes: el aroma de la victoria.



Después de los estériles enfrentamientos por la candidatura presidencial del 93 que desembocaron en el fracaso de Alessandri Besa, la figura de Lavín se erigía, seis años después, como terapéutica y proactiva al mismo tiempo. El entonces aspirante a candidato presidencial quería dejar atrás una historia de discordias de su sector, absolutamente improductivas, y ponerse a construir un espacio político común que prometiese futuro.



Había ganas, había recursos, había que buscar los votos. Lavín era una buena máquina para obtenerlos, como lo había demostrado en Las Condes. Pero ¿era ese dato extrapolable al conjunto del país?



El líder de la Alianza eligió entonces un camino mucho más interesante de lo que sus adversarios le quisieron reconocer. Su cosismo cerril, su obsesión mediática adolecían ciertamente de primariedad y demagogia. Pero, a través de ellos, sintonizó con unos sentimientos y ondas populares que actualmente ya son un dato de la causa a la hora de diseñar la política. De hecho, durante la campaña, fue Lagos el que se lavinizó y no Lavín el que se lagunizó.



Pero el gran aporte del líder gremialista a la derecha fue otro. Seguramente el más inesperado. Lavín imprimió un giro estratégico a su sector, que modificó notablemente el panorama electoral de ahí en adelante. Ciertas divisorias políticas se difuminaron, ciertas señas de identidad ya no fueron tan identitarias. De hecho, su nuevo posicionamiento le permitió nutrirse con votos tradicionalmente concertacionistas y situarse, así, tan sólo a unos miles de sufragios de la victoria.



El giro lavinista de que hablamos, consistió en desmarcarse paulatina e inexorablemente de la figura y de los símbolos de Augusto Pinochet, sin renunciar a su modelo económico y a su Constitución.



Blanquearse de Pinochet, mientras seguía siendo básicamente pinochetista, fue por parte de Lavín un trabajo de orfebrería, que hizo incluso olvidar su condición de destacado hijo político del ex dictador. Su equipo asesor fue brillante y frío a la hora de prescindir en sus planes del viejo general y lo más notable es que esta decisión se tomó varios meses antes de que Pinochet fuese detenido en Londres. Pinochet no añadía votos, Pinochet ensombrecía la candidatura, Pinochet tenía que quedarse fuera del cuadro.



Lavín, con estos planteamientos, llegó hasta donde hacía un año nadie creía que un candidato de derecha podía llegar. Hizo temblar hasta el último minuto de la primera y la segunda vuelta a Lagos y a la Concertación. Por eso su derrota resultó algo dulce y fue considerada por los suyos no como un adiós, sino como un hasta luego.



Lavín tomó desde entonces el papel de jefe de la Alianza por Chile e incluso de jefe de la oposición. Y ahí comenzarían sus enredos y sus penas. Él, durante su gestión alcaldicia, se había proclamado no-político para aprovecharse de una creciente desafección de la gente hacia la política.



Pero seis años suman varias eternidades en la gestión pública: los conflictos al interior de la Alianza se agudizaron. Estaba por cierto en el horizonte la esperanza del triunfo del 2005, pero entretanto los celos y las malas químicas desgastaban la imagen opositora y la del propio Joaquín Lavín.



El candidato derechista consumió muchas de sus energías y de su capital político en apagar incendios, desactivar odiosidades, promover encuentros y apretones de mano entre sus teóricos adherentes. Sonrientemente tenía que cuadrar jornada a jornada un puzzle político inmanejable.



Nunca fue viable la unidad. Después de las elecciones parlamentarias de diciembre del 2001 parecía factible armar un partido popular que cobijase bajo una misma orgánica, pero con flexibilidad, a las dos formaciones en una sola familia. Desde Lily Pérez hasta Pablo Longueira así lo deseaban.



El ejemplo tan exitoso de Aznar en España era un buen estímulo. Pero la UDI, durante la presidencia de Longueira, quería claramente hegemonizar cualquier proyecto de unidad. Incluso tenían, o creían tener, una quinta columna al interior de RN para controlar a sus aliados desde dentro. De este modo, las desconfianzas y las viejas historias crearon un clima impracticable.



El cuasi fracaso de las elecciones municipales del 2004, sin la mística unitaria de 1999, marcó el inicio de una cierta decadencia del liderazgo de Lavín. En cuanto su figura comenzó a desmedrarse en las encuestas, los aires de fronda se agitaron.



La candidatura hasta diciembre de Sebastián Piñera, la salida del comando lavinista de la gente de Renovación Nacional, la guerra de las encuestas que ya se prepara, revelan algo más que un problema electoral. La derecha chilena ha desaprovechado de nuevo la posibilidad de entenderse, no ha sido capaz de plantear un proyecto cohesionado y verdaderamente alternativo. Además, hay olor a derrota y ésta excita los alejamientos. Parece que, respecto a la presidencia al menos, la Alianza por Chile también va a perder el tren del 2005.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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