Publicidad

Orígenes de la discriminación (II)*


Otra matriz de la discriminación en Chile ha sido la enseñanza católica. ¿Saben ustedes que en el Cementerio General existe un patio llamado de los disidentes, ubicado en el margen poniente, separado del resto por una muralla de siete metros de alto por tres de ancho, mandada a construir por el arzobispo de Santiago en 1871? ¿El fin de dicho muro? No permitir que el maligno contaminase las almas penitentes de los católicos enterrados del otro lado. Antes de que existiera este patio, protestantes, mahometanos, judíos, budistas, etc. eran enterrados en la ladera oriente del cerro Santa Lucía sin derecho a lápida.



De una índole tan intestina como la discriminación sufrida por los fieles de otros credos, el rechazo a la homosexualidad tomó arraigo en las costumbres a partir del siglo I de nuestra era, fruto de la creciente influencia judeocristiana en la cultura pagana de entonces. El primer gran evangelizador, San Pablo, criticó las prácticas sexuales de los pueblos mediterráneos, cuya matriz griega no condenaba la homosexualidad, como tampoco otras formas diferentes a la práctica monógama heterosexual. Y él mismo dice receloso: «Para aquellos que no puedan controlar los impulsos de la carne y dedicarse exclusivamente al culto del Señor, entonces que busquen mujer y vivan en matrimonio lo más castamente posible».



La conquista trajo las mismas consecuencias a este lado del planeta. Los hábitos sexuales de los pueblos originarios fueron condenados (la homosexualidad era uno de ellos) y se impuso el canon católico. De este modo, en nuestro continente se extiende hasta nuestros días un fuerte rechazo público hacia la sexualidad en general, y a la homosexualidad en particular. Recordemos que hasta hoy la Iglesia considera que el fin primordial del acto sexual entre hombre y mujer es la reproducción.



En Chile, hasta hace pocos años, la práctica homosexual se daba de manera furtiva, culposa, en cines, en baños públicos, en parques, anónimamente, donde no se pudieran distinguir los rostros. Unos pocos lo vivían puertas adentro, con una pareja, o con varias, pero cuidando las formas, para que no lo notara el conserje o el vecino. Nadie quería ser tildado de maricón. Implicaba pérdidas concretas: desde ya, rechazo social, pérdida de amistades, expulsión del seno de la familia, pérdida de oportunidades de trabajo, de negocios, de clientes si se era profesional.



Les sorprenderá lo minucioso de mi descripción, pero lo hago con todo propósito porque estas prácticas son todavía comunes en nuestro país: la represión es tan violenta que un porcentaje considerable de la población gay simula ser heterosexual, temerosos de que su homosexualidad les signifique la pérdida de los dos bienes más preciados por el ser humano en la actualidad: amor y trabajo. Esta es la consecuencia feroz de la discriminación.



La investigación genética como psicológica ha realizado avances en estos temas, pero aún no ha llegado a nada concluyente; sí ha dejado en claro que la orientación sexual (hacia cual sexo se dirige nuestro impulso sexual) se define antes de nacer y/o en los primeros años de vida. Soy de la idea de que estamos ante la misma complejidad que se observa en el desarrollo de rasgos del carácter del ser humano, en otras palabras, el desarrollo sexual es tan complejo como el desarrollo del carácter, en el cual influyen tanto factores genéticos como psicosociales y la orientación sexual es sólo su cara más visible.



El discurso católico se ha flexibilizado un tanto en el último tiempo, presionado por estos descubrimientos y los cambios sociales. Ahora propone que no se debe discriminar a los homosexuales, pero sí la práctica. Es al menos cuestionable que los antiguos adalides de la discriminación ahora instruyan a sus fieles para que no lo hagan, sin realizar un mea culpa urbi et orbi, sin mostrar en términos concretos un cambio en su actitud, una contrición, y siguen incurriendo a través de actos públicos en su arraigada actitud homofóbica.



Agudiza la contradicción el tono compasivo del discurso, como si los homosexuales fueran seres que padecieran de alguna enfermedad y su obligación fuera llamar a los fieles a ser caritativos. Es el discurso que habla desde el bien, desbordante de un orgullo malsano para la convivencia en una sociedad multicultural.



He sabido de grupos de estudio jesuitas que están reflexionando acerca de cómo hacer calzar la práctica de la homosexualidad dentro del plan de Dios (el sexo como una expresión de amor entre adultos, como una bendición entre las penurias de la vida terrena, como una celebración de la vida). Este intento nace de la necesidad de las comunidades sacerdotales de buscar respuestas para sus fieles: padres, madres, hijos, profesores, necesitados de una visión que no los obligue a separarse de la Iglesia. En varios países existen comunidades católicas formadas principalmente por personas homosexuales y lideradas por sacerdotes.



En buenas cuentas, la avanzada de la Iglesia, en su encuentro más íntimo con su feligresía, se ha visto forzada a darle cabida a creyentes gay y sus familiares, como en algún momento lo tuvo que hacer con los divorciados. Esperamos que esta actitud nacida del amor se imponga poco a poco en la jerarquía eclesiástica. Sin embargo, a juzgar por la lentitud con que la Iglesia se ha adaptado a otros cambios sociales, creo que no será este el camino hacia el fin de la discriminación.



Creo que la revolución vendrá una vez más de la mano del avance científico. Como ha ocurrido a lo largo de la historia con otros descubrimientos fundamentales, la ciencia se abrirá paso en la mente de los hombres a pesar de los velos eclesiásticos.



Pablo Simonetti es escritor [psimonetti@tie.cl].





Lea la columna anterior



El origen de la discriminación (I) (14 de Junio de 2004)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias