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En defensa del oportunismo (Kant y la transición chilena)


En este texto, leyendo entre líneas a ciertos autores y opinólogos que han saltado recientemente a la palestra con relación al episodio Cuadra en la UDP, sostengo que Kant, la ética kantiana, ofrecen la clave para entender, en sus luces y sombras el proceso de la transición a la democracia en Chile y el «oportunismo» a él asociado. Esa es la hipótesis, que aquí quiero explorar.



El texto clave es el artículo «Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?» publicado por Kant en 1784. Allí, en lo fundamental y mediante una terminología algo enigmática, Kant distingue entre un uso «público» y un uso «privado» de la Razón. «Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía», escribe. Y proporciona ejemplos: un soldado que obedece órdenes, un ciudadano que paga sus impuestos, un sacerdote que cumple sus funciones cultuales.



Ahora bien (aquí está el enigma): ¿no es este uso instrumental de la razón su uso público? ¿Acaso hay otro? Porque nos podemos imaginar a un soldado que obedece a regañadientes, a un ciudadano que paga sus impuestos de la misma manera, a un sacerdote descreído en su fuero interno, pero no entendemos de buenas a primeras porqué esta actitud de descontento, tan eminentemente privada, habría de ser calificada de «pública».



La respuesta al enigma es la Ilustración, como Kant la entiende: la posibilidad de ex-poner lo que estaba confinado al fuero interno en el foro público, en «el mundo de lectores». La posibilidad de hacer público aquello del fuero íntimo que excede la instrumentalidad (una suerte de protesta de la intimidad reprimida por las obligaciones del funcionario) está dada por la existencia de este mundo de lectores: de aquéllos que por primera vez disfrutan de libertad de prensa, de imprenta, de cátedra. Dicho de otra manera, se trata de dos usos públicos, el primero instrumental, atado a las obligaciones impuestas por la comunidad, el estado y, agregaríamos, la constricción natural a la que está sometido el ser humano en un mundo en principio hostil (este es el más remoto origen de la racionalidad instrumental); el segundo, plenamente autónomo.



Lo que Kant llama «uso privado de la razón» está condicionado a las restricciones del comportamiento instrumental; el uso público, en cambio, es incondicionado, y en tal medida, coincide con el comportamiento ético. Por cierto, se podría pensar que con esta distinción Kant no ha hecho más que legitimar la hipocresía, el comportamiento doble y oportunista: en ciertos ámbitos, donde me siento protegido, actúo como «docto», libre de ataduras; en otros, me comporto como el súbdito que soy.



Lo asombroso es que Kant hará de este «oportunismo», de esta sumisión al «principio de realidad» (Freud) la condición de la verdadera moralidad: el sujeto ético kantiano, en efecto, puede cumplir con su deber aún prescindiendo de todo gesto «glorioso» observable. ¿Podemos censurar a Kant por esta atroz deformación? ¿O será más bien que Kant le ha dado expresión a la única ética posible -ética de la vacilación, del desgarro- bajo las condiciones pasadas, presentes, ¿futuras?, del principio de realidad materializado en coacción, estatal y natural?



En la época en que Kant escribe el texto que estamos comentando, gobierna en Prusia Federico El Grande, déspota ilustrado. En «el siglo de Federico», como Kant lo llama, la censura de prensa, imprenta y cátedra ha sido prácticamente abolida; para su desgracia, será restablecida plenamente a la muerte de Federico (1786), por su sucesor, Federico Guillermo II. A partir de allí, las dificultades de Kant con la censura se harán crecientes, tal como lo demuestran las vicisitudes por las que debió atravesar la publicación del texto La religión en los límites de la mera razón (1793). El Conflicto de las Facultades (publicado en 1798, después de la muerte de Federico Guillermo II) puede ser leído como el documento de la lucha de Kant contra la censura al interior de la universidad. Ahora, Kant radica el «uso público» (autónomo) de la razón en la «facultad interior», la Facultad de Filosofía; las restantes Facultades (Teología, Medicina, Derecho) quedan sujetas sometidas a su uso privado, instrumental, heterónomo.



El «principio de realidad» freudiano, por su parte, es la expresión abstracta de la coerción, natural o social, que el sujeto necesariamente debe soportar y elaborar psíquica y culturalmente hasta construir un Yo adulto. Al lado opuesto se encuentra el principio del placer. Para el sujeto narcisista, el mundo no se presenta bajo el aspecto de la coerción, sino más bien como un perfecto espejo, que le devuelve sin deformación su identidad, su imagen. Así Narciso no llega jamás a la adultez: más bien, es succionado por un mundo cuya hostilidad no reconoce, pues se le aparece como un Edén que invita a desplegar los juegos del principio del placer. Volviendo a Kant, sólo un Yo adulto sería capaz de hacer la distinción entre un uso privado (acorde al principio de realidad) y un uso público de la razón, desplegado éste último, en el mejor de los casos, en espacios y tiempos «paradisíacos» acotados (o «mesiánicos», para adoptar la terminología con la cual posteriormente se le presentará esta cuestión a los pensadores de la Escuela de Frankfurt).



A Kant, diríamos, la alternancia entre espacios regidos bajo el principio de realidad y el principio del placer se le apareció bajo la forma del despotismo ilustrado. No ha sido el único pensador visitado por el principio de realidad. Max Weber, en las primeras décadas del siglo XX, hizo la experiencia extrema de la política en tiempo de guerra. En un par de conferencias pronunciada en Berlin, en 1919, ante estudiantes enfervorizados por la perspectiva de la revolución, desde la derecha o la izquierda («La Ciencia como Vocación»; «La Política como Vocación»), Weber formuló la distinción, en esencia kantiana, entre una «ética de la responsabilidad» y una «ética de la convicción».



Comentando la actitud de quienes pretenden actuar movidos por la pura ética de las convicciones, Weber escribía:



Tengo la impresión de que, en nueve de cada diez casos, estoy ante fanfarrones que no sienten realmente lo que hacen sino que se emborrachan con sentimientos románticos. Esto no me interesa mucho desde un punto de vista humano y no me conmueve en absoluto. Por el contrario, es infinitamente conmovedor que una persona madura—lo mismo da que sea viejo o joven en años— que, actuando según la ética de la responsabilidad y sintiendo realmente y con toda su alma esa responsabilidad por las consecuencias diga en algún momento: «no puedo hacerlo de otra manera, aquí estoy yo». Esta situación debe poder presentársele en algún momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente. En ese sentido, la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad no están en oposición absoluta, sino que ambas son complementarias y sólo juntas hacen al auténtico hombre, a ese hombre que puede tener «vocación para la política» (La Ciencia como Profesión – La Política como Profesión. Espasa Calpe, Madrid 2001, pp. 162-3).



Se desprende de este fragmento que, «en nueve de cada diez casos», el Yo maduro (no otra cosa es el Político de Weber) actúa siguiendo la «ética de la responsabilidad». Pero ésta apenas puede ser llamada en rigor «ética», puesto que está presidida por la racionalidad condicionada que calcula entre medios y fines: sus enunciados, en la terminología kantiana, no serían más que «imperativos hipotéticos» y, por tanto, correspondería situarlos del lado del «uso privado de la razón». Ya hemos aclarado, sin embargo, que este «uso privado» no es más que una modalidad de uso público, bajo la coacción del principio de realidad. Comparando a Kant con Weber, podríamos decir que la diferencia entre ellos se reduce a esta simple cuestión: Kant veía con complacencia una situación en virtud de la cual (aunque resultaría, Ä„oh! efímera) el despotismo ilustrado abría espacios para el ejercicio tanto de la madurez (instrumental) como del narcisismo incondicionado. Weber, en cambio, está actuando bajo el imperio de un principio de realidad tiránico, que no deja espacio al principio del placer: de allí que su ética de la convicción (incondicionada) deba «en nueve de cada diez casos» quedar confinada al fuero interno, a la intimidad del corazón.



El Chile de la dictadura militar puede ser visto bajo el prisma de un tercer advenimiento del principio de realidad. Un tiránico super-yo (el principio de realidad exacerbadamente internalizado) se ha instalado: un dictador interno a imagen y semejanza del dictador y sus ad-lateres, que administran su imagen pública (es decir, aquélla que los ciudadanos internalizan). Por cierto, en la medida en que la transición es una ruptura pactada (¿podía ser de otra manera? Quienes quisieran sostenerlo, deberían presentar su carnet de militancia en el FPMR), sobrevive en transición un super-yo despótico: más concretamente el terror se prolonga, enmascarado ahora en muy cortesanas formas de trato entre aquellos que ejercieron el terror (o estuvieron protegidos de él) y quienes lo experimentaron.



Por su parte, el principio del placer sólo puede trabajosamente salir a la luz pública, de modo que el resultado de tan difícil parto no es el apolíneo «uso público de la Razón», sino más bien el dionisíaco carrete y la farándula, a través del cual salen perversamente al espacio público las pulsiones antaño reprimidas, pero carentes aún de elaboración cultural. Estas expresiones, sin quererlo, llevan la marca de la antigua represión, de la cual no son sino su lado oscuro. Falta aún un genuino despotismo ilustrado, que abra espacios de sublimación cultural al principio del placer.



Pues, de hecho, las democracias modernas, sean o no productos de una transición «a la chilena», no son más que formas elaboradas de despotismo ilustrado. Es decir, frente al despliegue del principio del placer se levantan restricciones, que no son ya contingentes, sino estructurales. Veamos un ejemplo: la racionalidad tecno-científica puede ser vista como la internalización y elaboración cultural de la coacción ejercida por la naturaleza. Para hacer pie en un universo hostil y prepotente, a la humanidad no le queda otro recurso que la objetivación de la naturaleza, que su observación a través del prisma del «postulado de objetividad». Este postulado prohibe considerar como científicas aquellas explicaciones de los fenómenos basadas en atribuir «finalidades» inherentes a la naturaleza: a diferencia de lo que era para el antiguo «animismo», la naturaleza es ahora inanimada (o más bien su comportamiento se debe explicar sobre la base de principios que excluyan su espiritualización).



De esta manera, podríamos decir, para los modernos, la naturaleza ha sido «desencantada» (la expresión es de Weber): esto es, privada de su antiguo encanto, pero depurada también del terror primal al cual ese mismo encanto estaba asociado. Y si bien el postulado de objetividad triunfa, al menos parcialmente, en conjurar los antiguos terrores, su operación es despótica: quien quisiera trasgredirlo (por ejemplo, basando sus aseveraciones en conversaciones sostenidas con un árbol) sería inevitablemente entregado a los cuidados de instituciones especializadas y sus saberes (la psiquiatría).



Al parecer, el despotismo ilustrado es el óptimo al cual puede aspirar el ser humano moderno en su organización social. Los estados de emergencia (como la guerra weberiana, o la dictadura y la transición chilena) introducen un exceso de realidad. De allí que la ética (la única genuina, la que corresponde a la weberiana convicción, al kantiano uso público de la razón) sólo pueda emerger en un décimo de los casos (recordemos que, en cambio en nueve de cada diez casos impera la ética de la responsabilidad): esto es, en una oportunidad excepcional. La aparición aquí de la palabra «oportunidad» nos lleva de vuelta a la transición chilena y a uno de sus episodios más recientes.



Me refiero al episodio que tuvo lugar en la Universidad Diego Portales, con la forzada renuncia de su Rector, Francisco Javier Cuadra. Más allá de sus descargos y buenas intenciones, lo que Francisco Javier Cuadra no advirtió es que, para una parte significativa de los chilenos (y de los académicos chilenos), su persona está asociada a sentimientos de horror primal. Se exceptúan, por cierto quienes, por diversas razones, quedaron privados de experimentar el horror de la dictadura.



Digo «privados» pues se trata de una efectiva privación, que deja, a quien la sufre, confinado a una suerte de narcisismo primario, inevitablemente marginado de la realidad del Chile actual y sus ásperos dilemas. Tomando en cuenta esta excepción, se puede afirmar (insisto: las buenas intenciones nada tienen que ver con esto) que la comunidad académica de la UDP experimentó la rectoría de Francisco Javier Cuadra como la repetición, casi inexorable, de una escena de horror primal.



En efecto, aunque los años hayan pasado, es imposible ver a Francisco Javier Cuadra sin que su imagen evoque escenas de horror (asesinatos, degollamientos) que, precisamente por haber sido enmascaradas por sus palabras («enfrentamientos entre marxistas») vuelven a la memoria en toda su cruda bestialidad. Siguiendo el diagnóstico que estamos haciendo, es muy predecible la forma como la comunidad académica de la UDP reaccionó: con la hipocresía cortesana que ha sido marca de nuestra pactada transición. Pero es predecible también que esto sucediera sólo » en nueve de cada diez casos». ¿Qué ocurre en el décimo? Weber nos lo dice, en el pasaje que hemos citado:



Por el contrario, es infinitamente conmovedor que una persona madura—lo mismo da que sea viejo o joven en años— que, actuando según la ética de la responsabilidad y sintiendo realmente y con toda su alma esa responsabilidad por las consecuencias diga en algún momento: «no puedo hacerlo de otra manera, aquí estoy yo».



«En algún momento». Este momento es una oportunidad. Uso ex-profeso esta palabra, puesto que está asociada a «oportunismo», un epíteto que los académicos de la UDP que pidieron la salida del Rector Cuadra han (hemos) tenido que oír. Pero si se ha seguido el razonamiento que he expuesto, no queda más que concluir que, bajo condiciones de despótica tiranía ejercida por el principio de realidad, o por su sucesor y representante, el super-yo hipertrofiado que las mujeres y hombres de la transición efectivamente arrastramos por la vida, el kantiano uso público de la razón no puede sino esperar su oportunidad, so pena de exponerse —esto es lo que el narcisista está condenado a ignorar— a graves consecuencias, «genuinas» o «imaginarias» (lo mismo da, puesto que este es el punto preciso donde lo real internalizado y lo imaginario convergen).



El sano oportunismo de los académicos de la UDP señala, quizás, un punto de inflexión en la transición chilena. No olvidemos que la libertad universitaria, junto a las de prensa y de imprenta, son las condiciones de ese despotismo ilustrado que según Kant (y también implícitamente según Weber y Freud) constituye el óptimo político que una sociedad moderna puede alcanzar. Es posible que a partir de ahora nos empecemos a acercar a este óptimo en el cual, removida la tiranía unilateral del principio de realidad y de sus formas vicarias (los modales cortesanos, la farándula), podamos abrir espacios efectivos en los cuales ejercer nuestro derecho al ejercicio público de la razón, al principio del placer sublimado culturalmente.



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Eduardo Sabrovsky Jauneau. Filósofo. Director del Instituto de Humanidades, Universidad Diego Portales.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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