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La Unión Europea a la deriva


Cuando hace pocas semanas se reunieron en Londres los líderes políticos de la Unión Europea (UE) a conversar sobre los efectos de la globalización, a nadie sorprendió que nada saliera de tan ilustre encuentro. Es que la UE está enmarañada en tantos y tan profundos conflictos, que resulta imposible establecer denominadores comunes para enfrentar siquiera los más importantes. Con razón W. Munchau, comentarista del Financial Times, escribía que si antes el infierno europeo había que pensarlo como conjunción de comida británica, autos franceses y policía alemana, ahora había que concebirlo como reunión de líderes de la UE hablando sobre globalización. Peor todavía cuando deben decidir sobre su curso.



Fuera de lo cuantitativo, donde la UE pareciera no tener contención alguna (con 25 países miembros, y buena parte del resto, incluyendo Turquía, con aspiraciones a integrarse a ella), en lo cualitativo la UE ha quedado reducida a una expresión mínima. La gran zona de libertad y bienestar, para no pocos se ha convertido en una farsa.



Fracasado, gracias a la resistencia democrática, el intento por constitucionalizar un orden fundamentalmente burocrático, los ámbitos de la política han quedado reducidos a consignas referentes a cómo «modernizar» los países que constituyen la UE para hacer frente a la competencia externa. El documento del gobierno británico sobre globalización, redactado bajo responsabilidad de su ministro de finanzas, en si mismo es fiel reflejo de esta situación. Contiene sólo las viejas y cientos de veces refutadas tesis sobre la competitividad externa de las naciones basadas en costos inferiores de la fuerza de trabajo.



Esto, a pesar de un superávit comercial permanente de la UE, y de que para algunos de sus integrantes -como Alemania- las exportaciones manifiestamente son un sustento insuficiente como motor principal de la economía. Y a pesar también de que ya antes de la reciente ampliación de la Unión los ingresos reales del trabajo, en varios de sus países integrantes, han venido decayendo permanentemente, haciendo proliferar condiciones de trabajo similares o peores a los de algunos países en desarrollo pobres.



La UE está lejos de haberse convertido efectivamente en un mercado único con la igualdad de oportunidades y el dinamismo prometido por sus promotores. Ni el euro ni la liberalización del comercio lo han logrado. El propio presidente de la Comisión Europea, J. M. Barroso, no hace sino repetir viejas consignas, y tratar de dar vigencia a un documento -la Estrategia de Lisboa- al cual nadie podría atribuir originalidad alguna: «Hacer de la Unión Europea la economía basada en el conocimiento más dinámica y competitiva del mundo, capaz de un crecimiento económico sostenible con más y mejores empleos y una mayor cohesión social, dentro del respeto al medio ambiente». Esta «estrategia», que según Barroso tiene dos pilares fundamentales -superar las problemas derivados de la globalización y de la «vejez» de la población-, no habrá de tener otra consecuencia que una mayor profundización y segmentación económica y social. La mayor cohesión no llegará ni por chorreo.



Las promesas de mayor bienestar han quedado para después de los ajustes fiscales, las reformas de la seguridad social y del mercado de trabajo. Pero a pesar de que cada miembro de la UE viene, de una u otra forma, empeñado en tales reformas, igual la economía de la Unión sigue sin despegar. Durante los últimos años, prácticamente no se ha creado nuevos puestos de trabajo. En cambio, los déficit fiscales se han disparado, igual que las deudas de los hogares y, en algunos casos, de las empresas, especialmente las pequeñas y medianas.



En algunos países de la UE, la redistribución de los ingresos hacia los sectores ricos ha adquirido una dinámica inusitada, lo que a falta de inversiones, se traduce en una masiva exportación de capitales financieros al exterior. Consecuentemente, los ahorros han ido en picada paralelamente al deterioro de la demanda interna. La introducción del euro no ha aportado en nada al crecimiento, como habían prometido los ex-presidentes de la Comisión, Jacques Delors y su sucesor Romano Prodi.



Cierto es que tampoco ha habido inflación, y que los temores de quienes veían «ablandarse» las monedas fuertes de la Unión, como el marco alemán, no se vieron confirmados. Pero esto, de seguro, no se debió al euro, ni, como se dice en un reciente estudio sobre el Euro del Levy Economic Institute, a las permanentes autocongratuaciones de quienes mandan en el Eurotower de Frankfurt – cede del Banco Central Europeo (BCE).



Mundialmente las tasas de inflación se han mantenido bajas en el último decenio, incluso en países de los que nunca se pensaba que lo lograrían. Además, cada día van en aumento los temores respecto a un resurgimiento de la inflación en el marco de un estancamiento generalizado de la economía europea. El propio (BCE), responsable en gran medida del descalabro económico que se vive, viene elucubrando -según la receta importada desde Washington- sobre alzas continuas de las tasas de interés reales. Los posibles efectos de éstas sobre las finanzas de las personas y de las instituciones altamente endeudadas, al BCE no parecen preocupar. Y mucho menos sus efectos sobre los países en desarrollo altamente endeudados.



Cada día más, las finanzas de la Comisión parecen en desbande, tanto por las demandas (al parecer irrevocables) de los viejos receptores netos de ayuda de la Unión, como por las demandas y los requerimientos efectivos de los 10 nuevos miembros. Sumidos cada uno en su propia crisis fiscal, los países miembros no atinan en dar solución a este problema. También aquí, la Presidencia británica ha fracasado por completo: lejos de presentar estrategias consensuales, cada propuesta de Blair ha desatado verdaderas olas de protestas en muchos integrantes de la UE, entre ellos Francia y España.



En general, los pronósticos de crecimiento para la UE en los próximos años son malos. Si en 2006 la UE logra crecer a más del 2 por ciento, será obra de un milagro.



Por eso, la UE está convirtiéndose, por dentro, en un polvorín social. Y hacia fuera, en una potencia inmovilizada por sus contradicciones. Ni la Comisión ni el BCE, y por cierto ninguno de los gobiernos de los países miembros, tienen recetas efectivas para enfrentar el estancamiento económico de la UE y consecuentemente, tampoco la inestabilidad y las crecientes amenazas que se ciernen sobre el sistema financiero internacional.



Sin embargo, como lo ha indicado Peter B. Kenen, experimentado conocedor de la historia de las crisis financieras pasadas, esto sería el prerrequisito para evitar la profundización de la anarquización del sistema financiero y monetario internacional, actualmente en pleno desarrollo. En el campo del comercio mundial, Francia y otros han impuesto de hecho un veto a la Comisión en sus negociaciones de la ronda de Doha en cuanto a ofrecer el desmantelamiento las subvenciones agrícolas, requerimiento fundamental -junto a la eliminación de la escandalosa política de subvención norteamericana- para abrir el camino de negociaciones comerciales mundiales más equilibradas que las anteriores.



La UE está lejos de tener lo que el escritor mexicano Carlos Fuentes llamara hace poco en El País «problemas del éxito», es decir, exportar estabilidad y bienestar hacia otras comunidades, de «corregir el modelo sin vulnerarlo». De hecho, no tiene de donde sacarlos para exportarlos. La UE se está transformando, mas bien, en una ficción que unos pocos necesitan para defender y justificar su poder y sus inmensas riquezas, pero que en la realidad está llena de conflictos e injusticias. No por ello necesariamente deberá desintegrarse. Pero con lo prometido por sus fundadores y la gente que creyó en ellos, hoy la UE tiene poco o nada que ver.



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Alexander Schubert es economista y autor de «El euro: la crisis de una oportunidad» (en alemán, edición Suhrkamp, Frankfurt 1998).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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