Bachelet, los consejeros de palacio y las cuotas de poder
La decisión de la Presidenta electa Michelle Bachelet de no asistir a la asunción de su homólogo Evo Morales en Bolivia resulta inexplicable y en más de un sentido se contradice con su declarado propósito de hacer que la política exterior chilena devuelva su mirada a América Latina (AL) y especialmente al entorno subregional. Pero también esta ausencia se entrecruza con dos aspectos que afloraron fuertemente durante sus primeras actividades como tal: el rol de sus consejeros más directos y las presiones de los partidos de la Concertación para ‘conservar los equilibrios’ -manera eufemística de llamar al omnipresente cuoteo de ministerios y otros altos cargos de la administración pública.
Así como el triunfo de Bachelet ha sido valorado por varios gobiernos europeos y americanos como un hito en un país machista y pacato y un precedente para la región, la trascendencia de la victoria de Evo Morales va mucho más allá del enfoque mediático cortoplacista sobre el ‘líder cocalero’ (apelativo que no pocos inadvertidos lectores o televidentes asociarán al tráfico de cocaina y mucho menos a una empobrecida masa campesina productora de hojas de coca) que es el primer Presidente indígena de América Latina.
La asunción de Morales ocurre en un momento donde el flujo de movimientos sociales y de crisis de los partidos políticos tradicionales ha llevado al poder a dirigentes populares en unos casos anti-sistémicos (Hugo Chávez en Venezuela, Tabaré Vásquez en Uruguay) y en otros con un fuerte discurso integracionista (Lula da Silva en Brasil y Néstor Kirchner en Argentina), y cuando la expresión de mayorías indígenas (casos de Ecuador y Perú) cobra cada vez más resonancia.
Un segundo factor a considerar son las iniciativas de integración y complementación energéticas -de cuya dependencia la economía chilena resulta especialmente sensible-, reflotado hace unos días tras una cumbre de los Presidentes de Argentina, Brasil y Venezuela, de cuya materialización Bolivia (y su nuevo mandatario) resultan piezas fundamentales no sólo por sus cuantiosas reservas gasíferas, sino que por constituir ‘paso’ obligado’ en los ductos que trasvasijen y comuniquen oferta abundante y demanda (deficitaria).
Por último, y no menos importante que los anteriores, está la más que centenaria demanda boliviana de acceso soberano al mar y la necesidad de que (¿esta vez sí?) un gobierno que se ha proclamado ‘de los ciudadanos’ enfrente el tema con una visión moderna e incluyente hacia propuestas algo más flexibles y menos arrogantes de que las que han caracterizado la política exterior chilena durante las últimas décadas.
Dados además la anunciada presencia de prácticamente todos los mandatarios de la región en La Paz, la concurrencia de Bachelet a la asunción de su colega Morales representaba un gesto político (y la diplomacia se construye con ellos) nítido y coherente con la prioridad que el nuevo gobierno dice que dará a sus relaciones con AL. Y porque no es lo mismo que lo haga un Presidente cuyo cargo cesará en menos de dos meses (o que asista el hijo de éste en representación de la mandataria electa).
La cuestión clave es quién (y por qué motivos) aconsejó a Bachelet sobre la ‘conveniencia’ de no asistir a La Paz. ¿Habrá sido alguien de la propia Cancillería, permeado no precisamente de la visión que ella querría imponer en materia de relaciones vecinales? ¿O un flamante asesor suyo que ocupará las mismas oficinas del círculo de hierro que aconsejaba a Lagos, en cuyo caso esto anuncia no precisamente cambio, sino que más bien continuidad? Por último, sea cual fuese la respuesta, la decisión entreabre una interrogante respecto de la autonomía con que la futura mandataria manejará un tema tan sensible como las relaciones con el vecindario.
Lo anterior conduce también a una necesaria reflexión respecto de las presiones, evidentes apenas horas después de conocido el balance electoral, que desde las distintas tiendas de la alianza gobernante comenzaron a hacerse sentir sobre Bachelet. Unos más que otros, pero todos sin lugar a dudas, iniciaron el oscuro y siempre tortuoso camino de ‘consultas’ intra partidarias; de aseguramiento de la representación de las distintas ‘sensibilidades’ o tendencias; de preservación de los equilibrios inter-partidarios. Todo, claro está, dentro del más ‘amplio respeto de la autonomía de la Presidenta’. Faltaba más.
Quienes más han reflejado esta lucha por el poder (que no es otra cosa) han sido el presidente del Partido Radical y ex ministro de Justicia José Gómez, y el senador socialista y ex Ministro de Economía Carlos Ominami. El primero, para reiterar su demanda de que ‘se mantengan los equilibrios políticos’ pues tienen diez parlamentarios y para recordarle a Bachelet un compromiso suyo de que tendrán presencia en el gabinete político. Y el segundo, muy suelto de cuerpo, para expresar su disposición a dar más ministerios a la Democracia Cristiana que compensen su caída parlamentaria.
Dieciseis años de gobiernos concertacionistas han sido prueba más que suficiente de las presiones reflejo del delicado ‘balance de poder’ de sus administraciones supra-partidarias. Allí está, por ejemplo, la trenza de poder (también conocida como el ‘partido trasversal’) en la que participaban muchos de quienes después montaron lucrativas empresas de cabildeo, algunos de cuyos exponentes intentaron reponer bajo Bachelet esa jugosa experiencia. Si hay un aspecto en el que parecen coincidir las demandas de la fracturada red de organizaciones sociales existentes en Chile y muchos de los análisis de los think tank oficialistas es la necesidad de re-examinar con una mirada menos complaciente la forma cómo se han estructurado el diálogo y la participación e integración de las primeras dentro de las políticas públicas de los tres gobiernos de la Concertación.
El problema parece radicar en que la apertura a e integración de las demandas ciudadanas no necesariamente colinda con la lectura que de ellas hacen los partidos políticos -ésta casi siempre mediatizada por un complejo juego de intereses, dentro de los cuales no están del todo ajenos los empresariales, tanto más poderosos cuánto mayor sea el tamaño de éstos. La extensa cadena de yerros de la política ambiental y su nunca del todo aclarada vinculación con (algunos dirán supeditación a) la materialización de proyectos ‘sí o sí’ es un ejemplo de ello. Como también el dedo acusatorio de la CUT para referirse a la evidente asimetría de comunicación dispensada a sus dirigentes por el Presidente o su Ministro de Hacienda, versus la atención prestada a sus homólogos empresariales.
Escuchar a ‘la gente’, pues, quizás implique no sólo animarse de buenas intenciones, sino que además intentar re-escribir el rol de los consejeros de Palacio y actuar con mucha más autonomía de los partidos. En el caso de los primeros, porque el sentido común no siempre va de la mano con el poder (en especial si éste se ensimisma y aísla de ‘la gente’), y en los segundos porque muchos dirigentes políticos podrían pensar en ‘ponerle precio’ a la mayoría parlamentaria de que dispondrá el nuevo Gobierno.
___________________________________________________________
Nelson Soza Montiel. Periodista y magíster en Economía.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.