Publicidad

La familia chilena

Publicidad


«Yo no sé por qué el sargento me lleva al destacamento
si somos una familia muy normal» (Charly García).






Juro que esta vez mis intenciones eran buenas. La cercanía de las vacaciones y las pieles bronceadas que se pasean por la ciudad me ponen alegre, lúdico, y me prometí que mi siguiente columna sería veraniega en ánimo y contenido. No sé, un top ten de los mejores sitios para encontrar mujeres hermosas, una crónica de bares, infidencias de mis amigos que han quedado viudos de verano. Algo así. Pero nuevamente la actualidad me ha llevado por otros caminos, más pedregosos y menos refrescantes. Así es la cosa, juro que mis intenciones eran buenas.



Apareció en la pantalla un día martes, si mal no recuerdo, entre la efervescencia del nuevo gabinete paritario y los 36 grados de calor. Pesaba poco más de 30 kilos, se había comido su colchón, sus fecas, y estaba encerrada en una habitación. Tenía alzheimer, por suerte, lo que le impedía darse cuenta de su propia precariedad. Dina. Tiene nombre de organismo secreto, un nombre marcado por la violencia que, en este caso, ha sido ejercida en su contra. Veo sus ojos risueños, la inclinación de su cabeza curiosa y me la imagino, hace 20 años, haciendo clases de inglés. Pienso en mi madre, que también era profesora, y esa comparación me pone los pelos de punta.



Sus siete hijos -entre los que se cuentan un abogado, una asistente social y un médico- se culpan mutuamente, y entre todos culpan al hermano que vivía con ella, un músico que, a su vez, responsabiliza a los demás por no ayudarlo económicamente. Miro la escena y me doy con una piedra en los dientes porque mi vieja no está viva para temer estas cosas.



Un par de días después, me entero de la huída del niño Goitía, esta vez de brazos de su madre. Es el mismo infante que cayó dos veces de modo extrañamente accidental del balcón del departamento en el que vivía con su papá. Uno que prefirió escapar de esa casa y partir a vivir con un chofer de micro, al que llevaron a un centro del Sename y que, por fin, fue entregado a una madre que dice haber intentado recuperarlo toda la vida. Él, de nuevo, se fugó a casa del chofer que, según decía, lo trataba como a uno de la familia. Esta vez no pienso en nadie, porque por suerte no tengo hijos, pero recuerdo, como en una pesadilla, una imagen de juventud.



Era plena dictadura, y mis primos veían monitos animados en casa. De pronto, la programación se interrumpía por una bandera y un himno nacional. Lucía Hiriart en persona -más bien en pantalla- aparecía con sus horribles trajes abotonados en una sala -que no era de CEMA Chile-, para hablar «a los más pequeñitos de la casa». Mis primos miraban, inocentes, y esa visión de la mujer de un gobernante de facto -por decir lo menos- jugando a madre ejemplar, a consejera emocional de la Nación, me parecía vomitiva. Una de sus referencias favoritas -también de su marido, y de todos los que por esos días nos llenaban de desaparecidos- era el concepto de «la familia chilena» (el otro era «el cáncer marxista», pero lo dejaré para otro día), y cómo el objetivo de todos -de ellos, los primeros- era salvaguardar ese valor supremo.



Un valor supremo por el que varios ‘hijos’ de la familia todavía sufren por cierto. Esa frase, ese acento cariñoso-reprendedor de una mujer que me parecía -me parece- siniestra, me daban escalofríos y ganas de huir. Tal vez sea por eso que no me he casado y -que yo sepa- no tengo descendencia. La idea de familia que me sugería su alocución era la misma que veo desde hace días en pantalla: un hijo justificándose en la precariedad económica, unos hermanos escudándose en su propia ignorancia, un padre abogado alegando inocencia frente a un hijo que quiere cualquier cosa menos volver a su casa.



Ése es, a ratos, el paradigma de la familia chilena. Que levante la mano el que no haya visto en su propia sangre a un hijo despreocupado, a un padre castigador, una madre indolente, un hermano aprovechador. Que levante la mano el que no haya reclamado por un primo macuquero, por un tío de dudosa moral, por una abuela represora. En cada ‘familia chilena’ hay al menos un ejemplar de estas características, y por desgracia en algunas hay varios. «Los derechos humanos comienzan por casa», decía Galeano, y cuando más estamos levantando la voz para recordarlo, cuando más transidos estamos de moral consanguínea, alguien nos recuerda que una vez nosotros mismos, que un castigo, que un silencio, que un grito, que un maltrato.



Juro que mis intenciones eran buenas, pero se arruinaron de nuevo. Ahora, si me disculpan, tengo varias visitas que hacer.



_______________________________________





alupin@elmostrador.cl



Lea las columnas anteriores:



Juan Cristóbal Guarello: El niño que tiembla en la atalaya de fútbol



Crédito universitario: llegar y llevar



La chica de los pantalones patas de elefante



La chomba imprescindible de Evo Morales



La franja presidencial, el regreso



COLUMNAS 2005

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad