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El desmantelamiento de la educación pública (I)


Parece difícil que el debate de la reforma educacional en curso pueda abordar aspectos de detalle, más bien, corre el riesgo de perderse en su infinidad. Pareciera razonable abocarse más bien a identificar los grandes problemas, sus principales causas, y las líneas programáticas gruesas que orienten un camino de solución que pueda movilizar un apoyo mayoritario en el país. Durante todos estos años, se ha privilegiado la promoción de la educación privada, propósito que sólo una visión distorsionada puede considerar sinónimo del mejoramiento de la educación en general.



Este sesgo de la política vigente es la causa principal del continuado desmantelamiento del sistema de educación pública, que se viene arrastrando por tres décadas y constituye la causa principal de la crisis del sistema educacional en su conjunto. Superada esta distorsión, es posible visualizar que el Estado se proponga reconstruir el sistema de educación público, a partir de todo lo actualmente existente, destinando los recursos humanos y materiales que permitan alcanzar esta meta en un plazo breve. Ese parece ser el camino más directo y eficaz para solucionar la crisis actual y encaminar el país en la modernidad, como lo fue en el siglo pasado para superar el subdesarrollo.



La principal falencia de la LOCE, consiste asumir que todos los establecimientos educacionales son manejados por entes que asimila a la denominación – no precisamente elegante – de «sostenedores,» que oculta el hecho esencial que la mitad de los mismos pertenece al Estado. Tal asimilación desde luego no es casual, sino obedece al propósito explícito de obligar al Estado a tratar por igual a todos los colegios que financia. Al menos, impedirle que pueda privilegiar aquellos que le pertenecen, a riesgo de someter a los privados a una «competencia desleal.» Por cierto, se pasa por alto que nada obliga a los «sostenedores» privados a hacer lo mismo. Muy por el contrario, mientras se amarra de manos al Estado en relación con sus propios establecimientos, se estimula y subsidia generosamente que los privados desarrollen los suyos al máximo.
De la misma manera, la principal distorsión del concepto educación pública en boga es que, tras una aparente neutralidad, dicha acepción del término está profundamente sesgada a favor del sector privado y en contra del público.



Actualmente se concibe como «pública» toda la educación financiada por el Estado, lo que constituye una seria distorsión de la realidad, puesto que evidentemente no es lo mismo una escuela pública que un colegio privado que recibe subvención, y el ponerlos en un mismo plano menoscaba la responsabilidad del Estado para con sus propios establecimientos. Tradicionalmente, la educación pública estuvo identificada con el sistema nacional integrado de instituciones educacionales del Estado y así lo entiende todavía el sentido común del la ciudadanía, que no está equivocada en ello. Difícilmente puede considerarse equilibrada una concepción de educación pública que no toma en cuenta debidamente el hecho esencial de que la mitad de los establecimientos educacionales pertenecen al Estado.



Toda la distorsión del actual sistema educacional se deriva principalmente de esta confusión, que no es la única, ciertamente, pero sí la determinante, y por lo tanto aquella sobre la cual la reforma puede incidir con máxima eficacia. Para superar la crisis, en primer lugar se deberá corregir el sesgo anotado y el Estado asumir en propiedad el sistema educación público, que si bien deteriorado, constituye todavía, de lejos, la principal fortaleza con que cuenta el país para mejorar la educación. Seguidamente, debe extenderse el concepto de educación pública, bien entendido, a los establecimientos privados sostenidos por el financiamiento estatal, avanzando en la dirección de integrar los mismos, en su mayor parte, en un sistema público unificado. Consecuentemente, sin perjuicio que se pueden identificar una gran cantidad de medidas correctivas adicionales, la principal consiste en emprender un amplio y ambicioso plan de reconstrucción del sistema de educación pública, en todos sus niveles, superando el desmantelamiento del pasado y proyectándolo hacia el futuro.



Para lograr lo anterior, parece imperativo abrir un amplio debate nacional sobre el desmantelamiento a que fue sometido, el que necesariamente debe revisar lo ocurrido al respecto a partir del golpe militar, materia que se ha venido evitando sistemáticamente durante la transición. Este serio error metodológico parece ser la causa de los mayores equívocos de la política educacional en años recientes, lo cual no implica desconocer significativos logros de sus esfuerzos. Más allá de la educación, es un tema que está en el trasfondo de la crisis terminal que parece vivir la transición en su conjunto, la que se manifiesta en los más diversos campos. La interesada pretensión, de que era posible continuar la marcha de la sociedad chilena sin enfrentar esta revisión a fondo, constituye la omisión más relevante de este período.



De modo inevitable, tarde o temprano, el fango iba a subir a la superficie. Someter el legado de la dictadura a una crítica profunda, no es una materia relevante solamente para restablecer el pleno respeto a los derechos humanos. Ello es imperativo también para resolver la crisis educacional, así como otros conflictos latentes en muchas otras materias. La herencia de la dictadura se ha transformado en un peso insoportable, que es necesario remover en todos los ámbitos de la vida nacional.



Lejos de reabrir heridas del pasado, este debate es indispensable para sanarlas. No sólo es condición de la verdadera reconciliación nacional en todos los planos de la convivencia, sino indispensable también para definir con amplio consenso la nueva estrategia de desarrollo que el país requiere para enfrentar el siglo que se inicia. Como tal, es una materia que interesa vitalmente a todos los sectores nacionales.



El desmantelamiento del sistema de educación pública durante la dictadura no puede ser calificado sino de feroz. Tras el golpe militar, el presupuesto educacional se redujo a la mitad, los salarios del magisterio a la tercera parte, niveles que se mantuvieron hasta 1990. Se expulsó a cientos de destacados profesores y alumnos, no pocos de quiénes fueron víctimas de formas aún más brutales de represión. Se prohibieron autores y disciplinas, se quemaron libros, se intervinieron colegios y universidades, y las nuevas autoridades no alcanzaban sus altos cargos como la culminación de distinguidas carreras académicas, sino se dejaban caer sobre los mismos en paracaídas, literalmente. Se despedazaron las universidades públicas nacionales, se clausuraron departamentos y facultades. La matrícula total del sistema educacional se redujo en más de cien mil alumnos durante la primera década de dictadura, situación que afectó a todos los niveles educacionales, pero especialmente a las universidades.



Luego de su municipalización en 1981, el sistema de escuelas y liceos públicos perdió otro medio millón de alumnos hasta 1990, lo que equivalía a la cuarta parte de sus alumnos. Tales resultados, más que la obra educacional de un gobierno nacional, se asemeja a la estela de destrucción que dejan a su paso los ejércitos invasores. La saña con que se procedió sólo parece posible de explicar, si se tiene en mente el espíritu destructor que se apodera de parte de las sociedades cuando las atraviesan conflictos civiles mayores. La devastación del patrimonio construido por gobiernos de los más diversos signos a lo largo de un siglo, no parece posible de entender sin recordar el odio que albergó un sector de la sociedad contra el sistema educacional público, por el destacado rol que le correspondió en la transformación social del país, lo cual se potenció con la tradicional desconfianza del mundo militar hacia la intelectualidad.



Lo ocurrido en Chile no tiene parangón en América Latina, donde si bien la mayor parte de países puso en práctica diferentes versiones de las llamadas «reformas», las mismas fueron realizadas durante los años 1990, por gobiernos democráticos que al mismo tiempo duplicaban, o más, sus presupuestos educacionales.



Los gobiernos post dictatoriales sin duda realizaron esfuerzos muy importantes para recuperar el sistema educacional de la postración en que lo dejó la dictadura. El presupuesto fiscal en educación se multiplicó 4,4 veces de 1990 a 2005, y las remuneraciones del magisterio aumentaron 2,6 veces de 1990 a 2004, más o menos lo mismo que creció el producto interno bruto (PIB), en los mismos años. Sin embargo, era tan profundo el deterioro anterior que, todavía hoy, el primero no alcanza ni la mitad del nivel que logró hace tres décadas, como proporción al PIB. Expresado en pesos de hoy por alumno, apenas iguala el nivel de hace treinta años en básica y media, y es menos de la mitad que entonces, en las universidades. En cuanto a las remuneraciones del magisterio, todavía distan bastante de recuperar su nivel de entonces, medidas en moneda del mismo valor, como se verá.



El esfuerzo de los gobiernos democráticos sin duda alcanzó muchos otros aspectos de gran significación, que incluyen el aumento de cobertura, la extensión de la jornada escolar, y los programas de estudios y pruebas de selección, principalmente. Sin embargo, al no abordar el tema central antes referido, se ahondó el desmantelamiento y deterioro del sistema de educación público, sólo que esta vez en términos relativos. En efecto, en básica y media, sólo uno de cada cinco alumnos adicionales a partir de 1990, ingresó al sistema público, mientras los cuatro restantes engrosaron el sistema de colegios particulares. En el caso de las universidades, las privadas absorbieron prácticamente a todos los alumnos adicionales a partir de 1990. Hoy día, el sistema público tiene 200 mil alumnos menos que los que contaba en 1974, en básica y media. En el caso de las universidades públicas, éstas tienen menos alumnos y académicos hoy, que los que tenían entonces.



El primer paso para resolver la crisis es que el Estado debe reasumir en plenitud su responsabilidad sobre las escuelas de propiedad pública, estructurándolas como un sistema nacional, que – al igual como lo fue en el pasado -, contemple un esquema moderno de administración que incorpore las mejores prácticas internacionales al respecto. Abordar la reconstrucción del sistema público significa reconsiderar la gestión, el financiamiento, el control, y muchos otros elementos propios de toda organización grande, equilibrando adecuadamente la centralización de algunos aspectos de los mismos, con la descentralización de otros, dado que ambos términos, lejos de ser antagónicos, son opuestos que conforman siempre una unidad. Es decir, no hay descentralización posible, en ningún tipo de organización, sin que paralelamente se centralicen otros aspectos de la misma cosa, y viceversa. Ello se verifica todos los días, por ejemplo, con la propiedad privada capitalista, la que es objeto de un continuo proceso de centralización y descentralización simultánea, que reestructura constantemente el control de todas las industrias.



La tan mentada «descentralización» del sistema educacional chileno no ha sido sino un eufemismo para desmantelar y privatizar los colegios públicos. La municipalización ha sido un rotundo fracaso, que significó inicialmente diezmar los establecimientos públicos, y dejar luego establecida una discriminación entre municipios pobres y municipios ricos. Aún los más grandes, sin embargo, no pueden atender adecuadamente ni siquiera a sus colegios de excelencia, lo cual se puede verificar en el Instituto Nacional y el Liceo 1 de niñas, ambos dependientes de la Municipalidad de Santiago, que todavía no cuenta con recursos para dotarlos de la infraestructura que necesita la jornada escolar completa.



Antes del golpe, el sistema educacional era ampliamente descentralizado en sus funciones esenciales -que se recuerde, las clases no se impartían en la sede del Ministerio de Educación-, y su estructura, la que por lo demás se perfeccionaba constantemente, era la más moderna que se podía concebir para la época, en un país subdesarrollado como era el Chile de entonces. Ello era reconocido internacionalmente y de hecho servía de modelo en países similares.



Ciertamente, contaba con muchas funciones que hoy día no son requeridas, como una empresa constructora de establecimientos educacionales, por ejemplo, que fue indispensable porque la industria privada no había alcanzado todavía el desarrollo suficiente para atender los exigentes requerimientos que significó la construcción de muchas escuelas de calidad homogénea, a lo largo de todo Chile, en un breve plazo. La reconstrucción del sistema nacional de educación público ciertamente puede y debe asignar un rol importante a los municipios, así como a otras instancias del Estado democrático. Sin embargo, el tema debe ser planteado exactamente al revés de como se ha hecho hasta ahora, es decir, en lugar de empezar preguntando si tal o cual municipio debe hacer esta cosa o la otra, en la nueva estructura administrativa, éstas pueden ser preguntas a responder al final, luego de reasumir el Estado el control de todas las escuelas y definir un plan nacional de reconstrucción del sistema público.



Asimismo, el experimento extremista neoliberal de financiar toda la educación pública mediante «vouchers,» entregados por alumno que asiste a clases, ha fracasado completamente y debe ser terminado inmediatamente. Sólo ha significado trabas al Estado para mejorar las escuelas públicas, mientras se ha prestado para estimular la discriminación en los colegios privados, y el fraude en los reportes de asistencia en todos los establecimientos. Cabe hacer mención que el mencionado experimento es único en el mundo, no ha sido seguido de esta manera radical en parte alguna, y ni siquiera las grandes instituciones privadas educación lo aplican al interior de si mismas.



Es posible que el propio inspirador de tal idea, cuya aguda mente crítica lo ubica a mucha distancia de las vulgares concepciones de sus seguidores, hubiese puesto fin al experimento hace ya mucho tiempo. Lo que se requiere en cambio es aplicar las mejores prácticas para distribuir y controlar el uso de los recursos públicos en función de los objetivos generales y las necesidades y realidad de cada sector, región e institución, y de acuerdo al plan nacional de reconstrucción del sistema público, propuesto. Lejos del mercado, tales prácticas mejores se deben buscar en los mejores y más modernos sistemas educacionales públicos, y lejos de los manuales de microeconomía, en las mejores escuelas de administración pública.



De la misma manera, el análisis de la situación del magisterio no se puede desvincular de la profunda alteración que ha sufrido su relación laboral, en el marco del proceso de desmantelamiento del sistema de educación pública y su reemplazo por colegios particulares. Hasta el golpe militar, la profesión docente se desarrollaba en el marco de una carrera funcionaria que era parte del servicio civil del Estado – de hecho, era su contingente más numeroso, junto a los funcionarios de salud. A lo largo de buena parte del siglo, se desenvolvió en un escenario de dinámico desarrollo, que se manifestaba en un acelerado incremento del número de docentes, de sus remuneraciones y capacitación laboral.



Todo ello cambió violentamente tras el golpe militar, cuando el magisterio y la profesión docente fueron duramente castigados, y sufrieron represión y persecución política en un grado significativamente más severo que otros sectores, y que fueron especialmente duras en las universidades. La formación docente sufrió un golpe inmediato y deliberado por parte de la dictadura, simbolizado en la expulsión del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, que no ha podido ser remontada, a pesar de los importantes esfuerzos hechos al respecto a partir de 1990, y se ha agravado en años recientes por la extrema liberalidad de ciertas universidades privadas.



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Manuel Riesco. Economista de Cenda (mriesco@cendachile.cl).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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