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Homenaje a Carlos Godoy e Iván Insunza


El martes 2 la Cámara de Diputados rindió un homenaje a los médicos Iván Insunza Bascuñán y Carlos Godoy Lagarrigue, al cumplirse 30 años de su secuestro por la Dina. Aún no se sabe donde están. Ambos eran médicos, amigos y militantes del Partido Comunista. Fueron secuestrados el 4 de agosto de 1976, según versiones de testigos, detenidos y torturados en Villa Grimaldi. Una trágica coincidencia es que mientras la Cámara realizaba este homenaje, por boca del diputado del PPD Jorge Insunza, la madre de su tío Iván, Violeta Bascuñán de Insunza, fallecía a los 96 años. El día 4, fecha exacta en que se cumplieron 30 años del secuestro, se efectuaron los funerales de doña Violeta.





Este Viernes 4 de Agosto se cumplen 30 años desde que Carlos Godoy Lagarrigue e Iván Insunza Bascuñan fueron secuestrados por la DINA. Todavía no sabemos donde están.



Ambos eran médicos, eran amigos y eran militantes del Partido Comunista.



Carlos Godoy tenía 39 años. Se había casado con Dolores, una hermosa hija de españoles que habían llegado a Chile en el barco Winnipeg, que gracias a Pablo Neruda traía a un grupo de refugiados republicanos de la Guerra Civil Española. Tenía 3 hijos, Pedro, Claudia y Carlos, que tenía apenas un año y meses.



Mientras escribía estas líneas me di cuenta que Carlos tenía en ese entonces, casi exactamente, la misma edad que yo tengo ahora.



Iván Insunza, mi tío, tenía 43 años. El tuvo 2 hijos. El mayor, Iván, es su reproducción casi exacta, físicamente y -según me cuentan- también en su carácter. Iván, mi primo, también tiene ahora 43 años. Su segundo hijo, Felipe, todavía no nacía cuando él desapareció. No lo alcanzó a conocer, parece que ni siquiera supo de su gestación y cómo si fuera un sino del destino, Felipe murió a los 18 años en un trágico accidente. Una noche de lluvia cayó al Canal San Carlos. Pasaban las horas, los días, y no aparecía. Una nueva angustia nos recorría. La historia se repetía. Al final, secado el canal, fue encontrado y pudo ser sepultado.



El año 1976 fue muy brutal. La represión fue muy intensa, muy masiva y muy osada. Es el mismo año del asesinato de Carmelo Soria y del atentado a Orlando Letelier en Washington. La DINA y el Comando Conjunto estaban empeñados en aniquilar a todos los partidos de izquierda.



Sólo en ese año lograron detener a las direcciones del Partido Comunista. En Marzo del ’76 cayó José Weibel. En Mayo del ’76 cayeron Jorge Muñoz, Mario Zamorano, Uldarico Donaire y poco después Víctor Díaz. Entre Julio y Agosto hubo una horrorosa sucesión de detenciones, entre ellos la de Carlos e Iván. Pocos días después cayó Miguel Nazal, sacaron de su casa a Vicente Atencio y encontraron brutalmente asesinada en una playa de Los Molles a Marta Ugarte. Después, en Diciembre, fueron detenidos Fernando Ortiz, Waldo Pizarro y varios otros.



Ese recuento me impacta personalmente, porque mi padre, Jorge Insunza, era parte de esa primera dirección del PC y hoy está aquí, conmigo en este homenaje a su amigo y a su primo, porque ellos -sus compañeros- lo conminaron a salir de Chile unos meses antes. Mi papá se salvó de ser un detenido-desaparecido.



Y no dejo de pensar, ¿qué habría sido para mí vivir con ese dolor? No logro dimensionarlo, pero sé que todo habría sido muy distinto.



A Iván le gustaba ayudar y era demasiado orgulloso como para dejarse vencer por el miedo. A él nunca le interesaron mucho los cargos, pero asumía las responsabilidades que le daban. Durante el gobierno del Presidente Allende fue Director del Sermena y, luego, en los primeros años de la dictadura, organizaba a los profesionales comunistas. Además, era uno de los médicos que atendía a dirigentes que vivían en la clandestinidad. Pocos días antes de su detención había recibido en su consulta a Marta Ugarte y, tal vez, a través de él querían llegar a mi padre. Incluso, entre las mentiras con que Manuel Contreras respondió a los recursos de amparo fue que Iván había salido a Argentina a encontrarse con Jorge Insunza, porque él era su enlace-correo. Esa mentira desnuda la responsabilidad de Contreras, porque la DINA sabía que mi padre había salido de Chile: el «guatón Romo» lo había reconocido en Argentina cuando él salió clandestinamente a fines del ’75.



Lo único parecido a ese papel de enlace fue que nuestro tío Iván nos ayudó en varias ocasiones, a mí, a mis hermanas y a mi abuelita Raquel, a ver a mi papá en sus años de clandestinidad. Lo recuerdo bien, yo tenía 7 u 8 años.



La valentía de Carlos fue enorme. El aceptó integrar la dirección del Partido Comunista luego de que cayera el equipo que encabezaba Víctor Díaz. Pasó a ser parte del Comité Central que en esos meses dirigían Víctor Cantero y Fernando Ortiz. No era una decisión fácil, porque él era un personaje conocido. Carlos fue candidato a diputado por Melipilla el año ’69 y, al inicio de la dictadura, fue investigado porque era propietario, junto al arquitecto Miguel Lawner, del terreno donde estaba la antena de la radio Magallanes.



Eran meses angustiosos. Sabían el riesgo que tomaban. Sabían perfectamente que los rodeaba una ola de detenciones, algunas muy cercanas. El 27 de Julio había sido detenido Alejandro Rodríguez, un arquitecto que trabajaba con ellos en el mismo equipo de profesionales comunistas. Dolores, la esposa de Carlos, me cuenta que en esos días él estaba nervioso y más irascible. Un día los escuchó conversar con Iván, muy tensos, sobre todo lo que ocurría, pero no querían que ella se alarmara. Sabían que estaban en peligro.



Pero, ¿qué pasaba por sus mentes?, ¿por qué no reaccionaron?, ¿por qué no se escondieron o salieron del país? Mirado desde la distancia de los años, sólo puedo reconstruir y aventurar algunas reflexiones.



Iván tenía una especie de juramento: él no se iba a ir de Chile; no iba a dejar su país. El vivía ese espíritu estoico de su generación y creía en la trascendencia de lo que hacía. Era parte de una causa. Estaba luchando por lo que creía y amaba. Ese mismo sentimiento, en el caso de Carlos, estaba acompañado por cómo él sintió el exilio de los republicanos españoles. El quería mucho a su suegro; lo admiraba, eran muy amigos. Carlos se resistía a repetir esa historia. Su suegro llevaba más de 30 años fuera de España. En Chile la dictadura llevaba casi 3 años y Pinochet se quería parecer en todo a Franco. Irse era imaginar otro drama, era someterse a otro desgarro.



En parte por el sentido del deber que tenían y en parte por esa famosa disciplina comunista en la que se habían formado, ellos sólo iban a dejar sus responsabilidades si el partido se lo pedía o se los exigía. Ambos sentían que no podían abandonar sus tareas. Hacerlo era herir su propia dignidad, su sentido del honor personal. De alguna manera, era traicionarse a si mismos.



También creo que, a pesar de la represión y de tantos asesinatos a su alrededor, parece que ellos no tenían plena conciencia del riesgo. Tal vez, pensaban que si eran detenidos se enfrentarían a la tortura y otros horrores, pero no a la muerte. Estaban anímicamente preparados para enfrentar esa brutalidad, pero no sopesaban la posibilidad de morir.



Era un tiempo extraño. Ese año ’76 nadie concebía todavía lo que ahora conocemos como los detenidos-desaparecidos. No se imaginaban esa miserable cobardía. Sabían perfectamente de las ejecuciones iniciales, de los operativos en que habían matado a líderes del PS y del MIR, de las torturas en lugares secretos. Todavía había campos de concentración. En esos mismos meses algunos de los prisioneros que antes habían estado en Dawson, Ritoque u otros lugares, los expulsaban al exilio. A Fernando Flores, que está aquí con nosotros, lo expulsaron del país el 9 de Agosto del ’76. Don Luis Corvalán fue canjeado el 16 de Diciembre del ’76, un día después de que secuestraron a Fernando Ortiz.



Ese 4 de Agosto no llegaron a sus casas. No había rastro de ellos. A Carlos lo tomaron como a las 4 de la tarde, a Iván como a las 9 o 10 de la noche.



En esos primeros días sus familiares pensaban que sólo era una detención. Presentaron recursos de amparo, que como casi todos en esa época, eran formalmente tramitados por los Tribunales y los desestimaban con la sola negativa del Ministerio del Interior o de la DINA. Tenían versiones parciales y, después, algunos relatos de personas que salieron con vida de esas detenciones: que podían estar en Villa Grimaldi o en Cuatro Alamos; que los iban a canjear por otras personas o que después los soltarían. Decían que se habían fugado del país o también trataban de instalar la despreciable versión de que se habían ido con otras mujeres.



Nadie pensaba que los harían desaparecer.



A mi tío Alfonso, el papá de Iván, lo llamaron en varias ocasiones para pedirle plata a cambio de información e incluso le ofrecieron un rescate pagado. Como cualquier padre, hizo lo que le pedían para salvar a su hijo.



Su hermano, Alfonso, fue quien encabezó las presentaciones judiciales y las investigaciones. Hasta el día de hoy. Ha vivido cada detalle de todo esto. Y, piensen Ustedes, siempre fue el primero en saber lo que tuvo que enfrentar Iván en Villa Grimaldi.



Déjenme contarles algo. Cuando reconstruía toda esta historia con Iván, con Claudia, con Dolores, con mi papá y con mi mamá, la expresión de ellos era la de una vista puesta en el horizonte, que va reconstruyendo los pasajes de un dolor. El tono es sombrío, de una pena contenida.



Pero cuando les decía, «cuéntame, cómo era él», en todos ellos aparecía de inmediato una luz en sus miradas, una sonrisa y la mirada se volvía directa a los ojos, como diciendo «hay tantas cosas que contar».



Los dos tenían un carácter parecido. Eran muy alegres, risueños, con mucho sentido del humor. No eran del prototipo de los comunistas solemnes.



Iván era sencillo, no tenía pretensiones. Se apasionaba con sus cosas y más de una vez defendió a puñetes a sus amigos. Tartamudeaba un poco y era entrador, no se hacía problemas para empezar una conversación. También era tenaz, exigente y con explosiones de mal carácter. Mi abuelita Raquel, una vez, se ofendió con él porque gritó desde la escalera que las visitas bajaran la voz, porque no lo dejaban estudiar tranquilo. Ella, que era severa y tradicional en esas materias, encontró que había que retarlo. En cambio, mi abuelo Jorge no le daba importancia. Ese era un sello de familia.



Como hermano mayor era bien catete. Era mandón, le gustaba ejercer su autoridad. A sus hermanas las reprendía por usar faldas cortas o un escote pronunciado; aunque él se preciaba de ser galán y seductor.



Carlos era muy cálido, un libro abierto. Contaba todo lo que le pasaba, no era bueno para los secretos. Fue por mucho tiempo un médico rural y cultivó esa cercanía del campo. Era muy espontáneo. Incluso, a veces, cuando invitaba amigos a su casa y ya se sentía cansado, le decía a todos: «bueno, yo me voy a acostar, ustedes si quieren se quedan un rato, pero yo me voy». Y partía. Jugaba mucho con sus hijos, los contagiaba con sus entusiasmos.



Yo tengo un vago recuerdo de él, una imagen, porque después del 11 de Septiembre estuvimos escondidos en su casa.



Todos nosotros, que nos quedamos sin ellos, vivimos sus ausencias.



Mi abuelita Raquel tenía una foto de Iván en la cómoda de su pieza. Así supe yo de él, preguntando por esa foto.



La conciencia sobre su muerte la tuve recién el año ’86, cuando conversando con Alfonso, en su departamento en la Villa Frei, me dice: «yo creo que Iván no duró mucho, porque con el carácter que tenía, lo más probable es que se haya enfrentado con los agentes de la DINA». Y hay testigos que relatan que ambos, Carlos e Iván, encararon a los agentes que estaban en Villa Grimaldi.



El tío Alfonso, su padre, murió el año ’87, con una pena infinita. Siempre sentí ese dolor en sus ojos. A veces lo veía sonreír, pero sus ojos seguían con pena. La tía Violeta, su madre, vivió todo esto en reserva, con pudor, con ella misma.



Con Claudia y Carlitos nos veníamos juntos del Liceo Manuel de Salas, caminando por Brown Sur. Un día, mi hermana, Roxana, me cuenta toda nuestra relación. Desde ahí, pasamos a ser como hermanos.



Dolores me cuenta que poco tiempo después de la detención de Carlos, Pedro y Claudia asumen sus papeles dentro de la casa. Pedro va a comprar la parafina para la estufa, Claudia apaga las luces en la noche y entre todos le cuentan cuentos a Carlitos sobre su papá.



Iván almorzaba todos los días con él, en la casa de sus abuelos. Al día siguiente de su detención, llega y ve a toda la familia reunida, que lo queda mirando apenas él entra a la casa. Esa imagen no la olvida, porque altiro supo que algo le había pasado a su papá.



Hace pocos años, Iván me contaba que para él fue terrible enfrentar las versiones de que podía haber detenidos-desaparecidos vivos en Colonia Dignidad. No podía dejar de tener una esperanza y luego sufrir la decepción de una noticia que, al final, se diluye y nadie la confirma o la desmiente.



El mismo sentimiento de rabia e impotencia los embarga cuando se informa en la Mesa de Diálogo que los lanzaron al mar, en las costas de San Antonio, y luego ver cómo los restos de otros desaparecidos, que se decía que estaban en el mar, terminan apareciendo en tierra firme.



Lo que ninguno de nosotros puede imaginar, sin embargo, es lo difícil que es sentir la rabia, el enojo, hacia estos padres ya ausentes. ¿Por qué no se cuidaron?, ¿por qué siguieron?, ¿por qué no pararon?, ¿por qué no nos prefirieron? Ese reclamo de amor, que no duda del amor de ellos, pero que pide un privilegio, no es fácil enfrentarlo; no es fácil permitirse ese sentimiento. Pero no hay nada más normal que esa queja y, al final, no queda más alternativa que la comprensión. Sólo hay que quererlos.



Nos queda una tarea: encontrarlos.



Permítanme una última reflexión.



El reconocimiento a las violaciones a los derechos humanos todavía carece de una verdad consistente, sobre todo respecto del destino de los detenidos-desaparecidos. No sabemos dónde están.



Los criminales no han tenido el coraje de asumir su responsabilidad. No sólo la eluden, sino que también -en un acto que agrava las cosas- han intentado sistemáticamente entorpecer las investigaciones. Entregan información falsa o verdades a medias, que afectan o retrasan las investigaciones.



Estos criminales siguen siendo unos personajillos miserables, unos cobardes, que no tienen ningún sentido del honor.



Y, entonces, yo me pregunto, ¿cómo vamos a enfrentar esta necesidad de saber dónde están?, ¿qué más tenemos que hacer? Claudia Godoy me decía algo muy cierto: ya hemos tenido reparaciones simbólicas, pero nos falta saber donde están. Ninguno de nosotros va renunciar a eso, jamás.



El Informe Rettig y la Mesa de Diálogo no lograron ese objetivo. Sólo a través de la Justicia, de la lucha que se ha dado en largos procesos judiciales, hemos logrado saber el destino final de algunos de ellos. Lo que falta es que los responsables hablen y que no se sigan escudando en la Ley de Amnistía para callar. La alternativa que nos queda, frente a su cobardía, es eliminar esa ley.



El juicio histórico Chile ya lo hizo. Tenemos esa tranquilidad de espíritu. Al final, Pinochet está terminando como terminan todos los dictadores, bajo un manto de vergüenza. El juicio histórico es siempre, al final, un juicio moral. La dictadura deshonra nuestra historia moral, como país, y Pinochet deshonra al Ejército. Estoy seguro que las nuevas generaciones de oficiales ya no verán en él a un líder militar respetable, sino todo lo contrario. En el futuro se lo verá como un dictador, que usó con perversidad el poder, que participó del asesinato de su antecesor, el general Prats; que no tuvo el sentido del honor militar ante la Justicia, que era más proclive a la pillería que a la entereza; y que se demostró que era un gobernante corrupto, que se enriqueció personalmente e involucró a su familia en esos robos y negociados.



Esa conciencia crea la posibilidad de un futuro distinto. Y ese futuro es posible gracias a la tenacidad y entereza de la lucha por los derechos humanos.



Después de todo, ¿qué valor tiene que nuestra Cámara de Diputados les rinda un homenaje y, con ellos, a tantos otros? Quizás sólo dos cosas.



El valor de la memoria, para que su recuerdo sustente nuestros valores como sociedad hacia el futuro.



Y para decirles, queridos Carlos e Iván, que están en nuestros corazones.





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Jorge Insunza G./Diputado del Partido por la Democracia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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