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Pinochet ante el tribunal de la historia


Dicen que no hay muerto malo, salvo Augusto Pinochet Ugarte. Sin duda, una exageración, pero a los chilenos que hemos vivido los últimos 33 años bajo la sombra, a veces omnipotente, otras veces débil aunque igualmente intolerable del General, nos parece que por fin Dios se acordó de nosotros y se lo llevó a un lugar del que no puede volver. En todo caso, sería interesante reflexionar sobre su verdadero rol en la historia de Chile y las condiciones que hicieron posible que un militar gris y mediocre se convirtiera en el dictador más sanguinario y, a la vez, exitoso que haya gobernado nuestro país. La moraleja es que la misma derecha que lo creó terminó por enterrarlo en vida, pagando ese precio para legitimarse como opción política en democracia.



El historial del ex dictador es elocuente: carrera militar perfecta aunque nada de brillante, suegro político que lo protegió cuando era imprescindible, anticomunismo pedestre sin mayores ideologismos, astucia, silencio cuando convenía y subordinación completa a los jefes de turno, hasta que llegara la hora de mandar.



Cuando la prédica derechista derivó en subversión abierta hacia las Fuerzas Armadas y los cuarteles se llenaron del trigo arrojado por los opositores a la Unidad Popular, quienes acusaban a los militares de «gallinas» por no derrocar al gobierno, Pinochet se destacó por su apego a la Constitución. Luego, ante el apoyo masivo al golpe por parte de sus camaradas, el recientemente nombrado Comandante en Jefe se unió a la conspiración, convirtiéndose en el más implacable perseguidor de aquellos a los que juraba lealtad hasta unos minutos antes de traicionarlos, quizás para borrar con sangre el pecado original de haber sido el último.



Muy pronto supo imponerse gracias al peso del Ejército, el arma más antigua y poderosa, y al volumen de autoridad que emanaba de su fuerza, capaz de ocupar rápidamente el vacío de poder que tanto temor le causaba a la clase dirigente, aunque fuera ella misma la que acelerara el derrumbe de las bases de la antigua república.



Y ya que el esfuerzo de demolición estaba hecho, había que aprovechar el impulso y construir el modelo que no había sido posible imponer mediante el voto, reivindicando ideas que sin el 11 de septiembre de 1973 la derecha tendría que haber esperado mucho tiempo para llevarlas a la práctica y que, lo más probable, finalmente habrían sido otros los padres de las reformas.



El «huaso ladino», el «estratega cazurro» una vez más le dio vuelta a las circunstancias alejando a los «Chicago boys» de la Marina, para transformarse él en el apoyo fundamental de los neoliberales que pudieron así cambiar la economía del país y permitir que tanto los viejos como los nuevos ricos fueran tan ricos como jamás lo imaginaron.



Paralelamente, promovió a Jaime Guzmán para que le construyera un régimen a su imagen y semejanza, pero coincidente con los intereses que lo sustentaban, elevando a categoría constitucional el autoritarismo, la economía de mercado y el conservadurismo que el segmento más influyente de sus partidarios estimaban debía prevalecer en Chile. Es cierto que su proyecto político fracasó en lo sustancial, pero ha sido muy difícil librarse de sus efectos.



Asimismo, cumplió íntegramente con el programa de reivindicaciones históricas de las Fuerzas Armadas, pues no sólo aumentó los sueldos y aseguró los recursos suficientes para comprar armamentos, de manera que siempre se estuviera tecnológicamente al día y con el poder de fuego necesario, sino que fortaleció a las instituciones, extendió su rol como grupo de presión en el Estado y, especialmente, incrementó la importancia del sector en la sociedad chilena, transformando a Pinochet en el líder indiscutido del gremialismo militar.



Al final de su vida padeció una muerte lenta. Pragmático y respetuoso de la fuerza propia antes de dar cualquier paso, se equivocó en sus cálculos cuando aceptó realizar un plebiscito ratificatorio de su mandato en 1988 y en el viaje a Londres, convirtiéndose en una molestia para la derecha, la cual decretó su fallecimiento político años antes de su deceso físico.



Así desapareció el símbolo de una época, aunque no las cicatrices del drama y las heridas del sufrimiento de sus opositores, junto al miedo que hasta hoy persigue a los chilenos.



Ha terminado uno de los actos de esta obra que para algunos significa el conjunto de su existencia. Habrá que acercar la doncella a la fuente y responder ciertas preguntas para entender mejor un futuro que, para bien o para peor, seguirá marcado por los trágicos acontecimientos que tuvieron como uno de sus protagonistas a quien hace poco despedimos y cuyo lugar en la historia pretende ser definido por el mismo sector que primero lo levantó y después lo dejó caer.



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Cristián Fuentes V., cientista político

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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