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La democracia muda

En Chile, guiada más bien por una cultura política de carácter tutelar, la democracia ha devenido muda en debates libres. La institución del consenso político, tan útil para estabilizar gobiernos y la vida ciudadana en momentos de incertidumbre o cambio institucional como ocurrió en los primeros…


Entre las características más notables del desarrollo institucional de Chile está su renuencia a incorporar los debates políticos públicos como un componente sustancial del ejercicio democrático para elegir representantes.

Tal hecho refuerza el nivel críticamente bajo de competencia que tiene el sistema político chileno, y el férreo control burocrático que exhiben sus elites y sus partidos a la hora de decidir acerca de la reproducción del poder político, el que ha permanecido intacto desde los inicios de la transición democrática en 1990.

Ello va a contrasentido del funcionamiento de la sociedad moderna. Esta tiene un carácter informacional extremo, con todos sus procesos políticos y sociales acelerados por el impacto de nuevas tecnologías, con formas de articulación social a base de mensajes e imágenes prácticamente instantáneas, que la presionan hacia la transparencia, y que le otorgan un grado importante de espontaneidad e imprevisibilidad.

De esto no está exenta la política, por lo que cualquier intento por blindar a quienes la ejercen como profesión de los embates de transparencia o las presiones de la espontaneidad, a la larga resulta infructuoso.  En esta sociedad es inevitable que el poder político deba aprender que los sistemas decisorios de gobierno, las capacidades personales de los liderazgos, e incluso una parte importante de su vida privada, ha quedado sujeta al escrutinio cotidiano de la información.

Por ello es tan anómalo no tener debates políticos realmente libres, sobre todo cuando está en juego la Presidencia de la República. En una democracia, parte sustancial de su andamiaje funcional, si no la totalidad,  se desenvuelve en torno a debates sobre conceptos como libertad, igualdad, representación, individuo, comunidad, solidaridad, interés, conflicto o consenso; generalmente desde posiciones divergentes o antagónicas, y en relación a contenidos cotidianos como salud, educación, trabajo o propiedad, que son ejes del bienestar de las personas.

Tal carácter  dialógico se hace  más pronunciado todavía en aquellos sistemas políticos que como el nuestro se declaran democráticos y republicanos. Porque en ellos el debate se orienta a generar una ciudadanía activa en el proceso político, y que actúa discriminando entre las ofertas políticas, pues entiende que los gobiernos son distribuidores de oportunidades de igualdad y bienestar.

De ello deriva que la información sea un elemento crítico de los procesos ciudadanos, especialmente los electorales, pues es su disponibilidad y calidad la que permite el conocimiento necesario para una decisión libre, informada y orientada.

Los debates forman parte de ella, no solo como conocimiento técnico que de los temas de gobierno tiene los candidatos, sino también de su capacidad de actuar bajo condiciones de extrema presión mediática y adoptar decisiones frente a imprevistos.

En Chile, guiada más bien por una cultura política de carácter tutelar, la democracia ha devenido muda en debates libres. La institución del consenso político, tan útil para estabilizar gobiernos y la vida ciudadana en momentos de incertidumbre o cambio institucional, como ocurrió en los primeros años de la transición, imperceptiblemente se transformó en un fetiche que, bajo el argumento de la gobernabilidad, generó una visión negativa de toda controversia o conflicto. Y la práctica política quedó atrapada en un binominalismo estructural, no ya solo de carácter electoral, sino también político.

De ahí que no es extraño que el país nunca haya tenido un debate presidencial que enfrente de manera republicana a los diferentes candidatos, y que sin perjuicio del marco de respeto mutuo, genere efectivamente confrontación de ideas y programas. Ello no obstante que en las presentes elecciones presidenciales habrá un formado más distendido que el de procesos electorales anteriores.

La política quedó prisionera de visiones estereotipadas y de un marketing político que ve a los candidatos como una marca comercial y no como representantes cívicos. Y  cuida que si van a debatir, se debe  afeitar  el debate con reglas para que se vean lozanos, ágiles, despiertos, brillantes en la palabra y los modos no verbales, aunque el  acto en sí sea un no-debate y una negación de diálogo democrático.

La imagen amenazante sobre ellos que siempre han usado los expertos es la de un Richard Nixon sudoroso y desencajado frente a un lozano John Kennedy, a principios de la década de los sesenta en Estados Unidos.

Ha transcurrido demasiado tiempo desde entonces. Hoy, la era digital es atemporal en muchos aspectos y puede ser más homogénea que la real, lo que ya marca una enorme diferencia sobre qué es lo auténtico.  La TV es apenas una extensión de la multimedia total, y tal vez ya ni siquiera la más importante, aunque un solo cuadro de imagen sea todo el mensaje.

La sociedad de masas ha devenido en redes e interacciones instantáneas donde el ‘dígalo en ciento cuarenta caracteres’ ha superado la mudez democrática con mensajes escuetos, que circulan por millones en la red, cortos, claros y rápidos. Todo muy libre y on-line. En pocas horas se puede desatar un evento de red digital como el ocurrido en España hace algunos años que implicó la derrota de José María Aznar en las elecciones.

La conclusión entonces es inevitable. Un debate arreglado y falto de libertad democrática, moderado por el temor de asesores y consejeros, puede devenir en un fiasco importante aún antes de concluir, y es un riesgo a considerar desde el punto de vista electoral. Lo que sí es seguro es que no contribuye en absoluto al desarrollo democrático pues sigue la lógica de la mudez.

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