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Nuestro propio Muro

Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Imponer desde el aparato gubernamental la orden de apoyar a un candidato, por sobre otros que también expresan la corriente democratizadora y el mismo tronco histórico, puede ser un error garrafal.


Por Osvaldo Torres G.*

El Muro de Berlín cayó hace 20 años y ocurrió sin disparar un tiro. Fue la fuerza de la sociedad civil, que convergía con el desgastado sistema económico y político del socialismo autoritario, la que entre otros factores produjo su caída.

Nuestro sistema duopólico, es decir la concentración del poder político en dos bloques, está sufriendo su propio desgaste, luego de 20 años de implementación. La transición pactada para una democracia limitada y excluyente, está sufriendo los embates del inconformismo de la sociedad civil.

Ambos mundos, con todas sus notables diferencias, aparecían como si fueran imperecederos, normales y buenos para sus países, sobre todo y siempre desde la  óptica de quienes ejercen ese poder político.

Mi tesis es que el sistema duopólico chileno, que se ha repartido el poder político sin consideración por la real representación popular, se está cayendo ante las narices de sus creadores sin que atinen a comprenderlo ni esforzarse por rescatar lo bueno para el futuro.  Es como aquella gerontocracia que impidió la «perestroika», la reforma desde dentro, y con su posición posibilitó la imposición del capitalismo salvaje que azotó a Europa del Este y Rusia.

Desde la perspectiva institucional de la democracia, puede ser que un país con dos grandes bloques sea bueno para la estabilidad, pero si ello es expresión real del electorado y no del sistema que subsidia a las minorías, distorsionando la voluntad mayoritaria como ocurre en Chile. Puede ser positivo, por ejemplo, que las designaciones al Consejo de Televisión Nacional sea visadas por el Senado, pero sin distorsionar la diversidad política y cultural de la nación, suponiéndole sólo dos visiones. También, incluso, puede ser transparente que los miembros de la Corte Suprema se cuoteen según sus inclinaciones ideológicas, siempre y cuando respeten la doctrina de los derechos humanos, sean independientes en su trayectoria y resoluciones.

En fin, puede que el mundo dividido en dos sea cómodo porque se organiza en buenos y malos o, en buenos y no tan buenos, pero sin duda no es el Chile de hoy. Esas categorías funcionaron para vencer a la dictadura y reconstituir ciertas normas democráticas, pero actualmente se han mezclado al interior de los dos grandes bloques políticos y dejan afuera a algunos «no tan malos». Es que el sistema duopólico, dicotómico, tampoco lo ha sido tanto, pues se ha constituido una elite política que controla el Estado y circula entre directorios de grandes empresas y servicios de lobby para éstas.

Desde la perspectiva del discurso y los liderazgos democratizadores que dieron origen a la Concertación y la transición, éstos se han ido erosionando en la misma medida que su accionar cambiaba al país. La «razón de Estado», la «ética de la responsabilidad», la «dura realidad» se levantaron como sólidos argumentos para avanzar al ritmo de la apreciación de esos líderes, que cada vez arriesgaron menos y cada vez se complacieron más con su obra. Al punto que cuando la ciudadanía se hizo más exigente, menos temerosa del pasado, más liberal y democrática, es decir más Concertacionista de origen ésta se hacía más rígida, autoritaria y menos tolerante a dirimir democráticamente sus liderazgos. Fue generando su propio Muro.

Hoy, cuando emergen nuevos liderazgos, también liberales y democratizadores -como lo fue en su momento el de la presidenta Bachelet-  pero para la nueva etapa, una nomenclatura investida de muchas medallas de luchas pasadas, en vez de haber abierto el caudal de las alternativas anidadas en su seno, prefirió mirar al pasado, imponer viejos estilos que ya no son eficientes, reclamar para sí el criterio de la paz y gobernabilidad del país, porque sin su presencia todo huele a peligro. Esta incapacidad de palpar lo que pasa en la sociedad civil, acá abajo, es lo que está aportando en la producción de la crisis de un desgastado sistema económico y político.

Se dice que Enriquez-Ominami no da gobernabilidad porque no tendrá mayoría en el parlamento, porque no tiene partido y porque no tiene dirigentes experimentados. Justamente por eso dará gobernabilidad: tendrá a los dirigentes seleccionados por su capacidad servicio y no experimentados en el cuoteo; no tiene partido pero tendrá el apoyo de los liderazgos renovadores de esos partidos progresistas y formará mayoría parlamentaria como cualquier otro gobierno, a través del diálogo. Es que en Chile se acabaron las mayorías parlamentarias de uno y otro bloque, pues se esta diluyendo el duopolio.

Nuestro Muro, menos dramático que el de Berlín, se está desplomando. Lo que corresponde en este caso es salir a dialogar, tender puentes, apoyar las alternativas más progresistas para modelar un futuro en donde el capitalismo salvaje de Piñera no se haga posible, pero por sobre todo se pueda cumplir con la promesa de siempre: más democracia y más justicia social, que una imperceptible pero cada vez más visible ciudadanía está expresando en una Nueva Mayoría. En este contexto, imponer desde el aparato gubernamental la orden de apoyar a un candidato, por sobre otros que también expresan la corriente democratizadora y el mismo tronco histórico, puede ser un error garrafal.

*Osvaldo Torres G. es antropólogo, Director Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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