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Sobre el conflicto palestino-israelí y la parcialidad de las condenas


Cuando uno lee muchos de los artículos y columnas de opinión escritos en referencia a la intervención de las fuerzas armadas israelíes contra un barco turco la semana pasada, la primera pregunta que le viene a la mente es: ¿por qué casi todos los que opinan, opinan exactamente lo que su posición política hace esperable, en vez de evaluar el caso particular dentro del marco social, político e histórico dentro del cual se produce?

La gente de la izquierda culpa a Israel de abusar de su fuerza. Desde allí, da una serie de saltos cualitativos y, según los va emprendiendo, empieza a acumular los adjetivos in crescendo: los israelíes son imperialistas, autoritarios, fascistas, genocidas, etc.; luego, los judíos son imperialistas, autoritarios, fascistas, genocidas, etc. Es fácil darse cuenta de que, en cierto momento de esa cadena, ya no es necesario que el adjetivo tenga conexión alguna con la realidad: no hace falta que exista un discurso o una ejecutoria fascista para usar el término; no hace falta un genocidio para llamarlos genocidas.

La gente de la derecha neoliberal y neoconservadora va por el otro camino: afirman que los israelíes tienen pleno derecho a defenderse de toda agresión y de cualquiera que ayude directa o indirectamente a sus agresores, y por lo tanto, nada de lo que hagan los israelíes puede ser excesivo: para ellos, todo aquel que esté en contra de las políticas del Estado de Israel en el tema palestino es necesariamente un terrorista o un amigo de terroristas.

La derecha más patética, la que se cubre 364 días al año bajo las máscaras del neoliberalismo o el neoconservadurismo o el libertarianismo, usa la oportunidad del día número 365 para correrse el antifaz y acusar al «sionismo» de ser una nueva versión de la conspiración judía mundial: para estos, antisemitas disfrazados y neonazis de opereta, la existencia misma del Estado de Israel es una aberración que debe ser solucionada tarde o temprano.

Entre la gente de izquierda es, curiosamente, muy fácil encontrar a quienes piensan exactamente lo mismo que estos neonazis endeblemente enmascarados. Será que la huella de aquello que condujo a los progroms soviéticos y al genocidio estalinista no se ha extinguido completamente en las venas de cierta gente de izquierda. Será simplemente que hay algo en el imaginario de los extremistas, a un lado y a otro, que les hace fácil desfogar toda su agresividad contenida sobre la figura del Estado israelí: vaya uno a saber.

Cada parte, a su vez, plantea la discusión sobre el conflicto palestino-israelí con un puñado de reglas preferidas. Los que describen a Israel como un Estado genocida, por ejemplo, prefieren no discutir lo que entienden por genocidio; esto es entendible: es difícil justificar la idea de que un Estado es genocida a pesar de que ese Estado no haya emprendido ningún tipo de campaña de eliminación de ningún pueblo en ningún momento de su historia desde su fundación.

No estoy diciendo, obviamente, que Israel nunca haya sido culpable de masacres. Lo ha sido; han sido acciones criminales que no fueron suficientemente castigadas y que algunas veces no fueron castigadas en absoluto. Los israelíes también han sido víctimas de masacres y de atentados terroristas, llevados a cabo por organizaciones que hoy ostentan el poder en Palestina. De alguna manera, sin embargo, cuando los anti-israelíes juzgan los crímenes palestinos, establecen una meticulosa distinción: Hamas quizás sea una organización criminal, pero no la autoridad palestina. El hecho de que la autoridad palestina esté hoy en manos de Hamas no parece afectar ese juicio.

Puestas así las cosas, los anti-israelíes construyen un conflicto curioso: por un lado, dicen, está el Estado de Israel, por otro, el pueblo palestino. Y ya está; suficiente. Con esa fórmula es imposible fallar en la crítica, porque cualquiera que tenga como enemigo a todo un pueblo tiene que ser una entidad maligna. El Estado de Israel no necesita cometer un genocidio para ser tildado de genocida: el Estado de Israel es visto como genocida a priori, porque, en los términos en que se le describe, el sentido mismo de su existencia es la eliminación del pueblo palestino de la faz de la tierra.

Obviamente, esa operación sólo funciona si uno borra dos factores de la ecuación: el pueblo de Israel y el gobierno palestino. Por eso los 6500 cohetes lanzados desde la franja de Gaza sobre la población civil de Israel en los últimos tres años no son mencionados por quienes acusan a Israel de toda la violencia: porque la población civil de Israel ha sido voluntariamente borrada de la mente de quienes prefieren la fórmula fácil anti-israelí.

Y también por eso el hecho de que el gobierno palestino esté en manos de terroristas es también dejado en el silencio por los críticos de Israel: la cosa es reducirlo todo a una lucha dispareja y abusiva en la que el todopoderoso ejército de Israel hace lo posible por asesinar a una población palestina civil enteramente inocente.

¿No sería lógica, moral y racionalmente preferible juzgarlo todo? Es decir, evaluar el asunto considerando que también existe un pueblo israelí víctima de un promedio de siete atentados terroristas cada día en los últimos tres años; y que existe, del mismo modo, una autoridad política palestina, que está en manos de un grupo terrorista?

Sería, sí, lógica, moral y racionalmente preferible. Pero sería sin duda complicado: es complicado acusar de fascismo a un Estado de estructura socialista y extensísimas libertades civiles, como es el Estado de Israel, y sería complicado defender a una autoridad política como la palestina, que no reconoce a las mujeres como seres humanos iguales a los hombres, que encubre femicidios, que condona atentados terroristas y que tiene en la nauseabunda dictadura iraní a su mayor aliado.

Sería complicado argumentar por qué la muerte de los nueve activistas acribillados en el barco turco es un escándalo de proporciones mundiales y las varias decenas de israelíes muertos en sus casas o en las calles de sus ciudades, o viajando en un bus o sentados en un restaurant, en atentados llevados a cargo por Hamas, no les suelen mover una pestaña a prácticamente nadie. ¿No existe un pueblo israelí; sólo existe el pueblo palestino?

También la geografía es escenario de otros recortes: quienes acusan exclusivamente a Israel tienen en la mente un mapa muy pequeño, en el que sólo aparecen Israel y la Franja de Gaza. No aparece en ese mapa Egipto, y su frontera también cerrada para los palestinos (acaba de ser reabierta; eso no durará mucho); no aparecen en ese mapa los nueve países árabes que en 1967 llevaron a cabo una guerra en alianza contra Israel con el no oculto propósito de desaparecerlo.

Y esa es otra cosa: el tiempo, la historia, también se suelen recortar. El día en que Israel comete un acto violento, es el día en que todo empieza nuevamente desde cero, en la práctica, para sus críticos: nada de lo anterior cuenta; es como si Israel hubiera decidido agredir por pura e infinita maldad, sin una historia previa.

No es así: es una historia muy larga, que ahora se aproxima a uno de sus puntos más atroces, porque tanto los palestinos como los israelíes han optado por llevar al poder en sus territorios a las alas radicales de su espectro político. La elección de Netanyahu no le hace ningún bien al conflicto, obviamente; la elección de Hamas le hace un daño atroz. Y la ostentación de poder de cada uno perpetúa o al menos prolonga el poder del otro. Sin embargo, la opinión más frecuente se dirige a criticar la elección de la derecha israelí, pasando por alto la aberración de que, en medio de un conflicto, un gobierno democrático tenga que negociar con un gobierno terrorista.

Yo también tengo un prejuicio ideológico, es obvio. Yo preferiría que todos los Estados del mundo se parecieran un poco más al Estado de Israel, a su intenso y extenso sistema de seguridad social, a su sistema educativo, a su estructura horizontal, a su acceso abierto para los ciudadanos a los beneficios del Estado, a sus modales igualitarios, a su creciente abolición de las diferencias de género, de origen social, etc.

No quisiera imaginar (y ciertamente no quisiera vivir en) un mundo guiado por los principios que la autoridad palestina ha impuesto en su pueblo, ni con los que Hamas usa para regir a los palestinos, incluyendo el criminal trato a las mujeres, la utilización de niños en acciones bélicas y terroristas, o la noción de que cada ciudadano deba ser juzgado no de la misma manera, sino de maneras distintas de acuerdo con su religión.

Obviamente, eso no quiere decir que el gobierno israelí esté justificado en desmedir su fuerza en la lucha contra sus enemigos; tampoco hay nada que justifique hacer estallar una bomba en una pizzería israelí, a mediodía, matar a quince civiles inocentes, incluyendo niños, y herir a otros ciento treinta. Pero sobre todo, no hay nada que justifique denunciar lo primero y silenciar lo segundo. Los derechos humanos no los tienen sólo aquellos cuya muerte me sirve para vigorizar mi discurso político o mi pose humanista. Los derechos humanos no son un señuelo que yo pueda acomodar a la medida del tipo de propaganda que prefiero.

Si uno es capaz de darse cuenta de que lo peor que le puede pasar a Israel es seguir depositando su mandato político en la derecha y en personajes como Netanyahu, uno también debe darse cuenta de que lo peor que le puede pasar a Palestina es dejar su futuro en manos de Hamas. Si esto es así, hay que denunciar ambas cosas y los crímenes de cada cual. No hay lugar a selección, no hay lugar a preferencias. Y poner el acento en uno de los lados es una maniobra que no cabe.

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