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En este momento se jodió el Perú


En la historia de cada nación, en su proceso histórico, hay momentos críticos que pueden señalar el inicio de un auge o marcar un súbito deterioro. Hay momentos de crisis que señalan el futuro de generaciones enteras. Eso lo intuimos todos. Solemos pensar que se trata de grandes eventos: proezas, tragedias, victorias heroicas, derrotas multitudinarias, hecatombes, guerras civiles, golpes de estado, dictaduras.

La relativa atención que ponemos en detectar esos pasajes críticos nos impide verificar el acontecimiento, cuando se trata de algo mucho más sutil, menos monumental. Por ejemplo, la aceptación pública y masiva de una idea que jamás debió ser aceptada, y que luego conduce a alguno, o a muchos, de esos instantes insoportablemente inmanejables.

Pienso en el momento en que los alemanes aceptaron su superioridad sobre todos los pueblos del mundo y eligieron creerle a un demagogo. Pienso en el instante en que los iraníes sucumbieron a la promesa de una revolución que no era más que una involución. Pienso en el periodo en que muchos cubanos aceptaron que la rebeldía popular se convirtiera en reinado y después se redujera a dinastía monárquica.

(Pero también pienso, por otro lado, en los años en que la idea de los derechos universales se fue transformando, en occidente, en un saber común indiscutible. Pienso en cómo se impuso en los países nórdicos la noción de que el estado podía transformarse en administrador de la solidariadad social; en cuándo la mayoría de los países de europa del Oeste concluyeron que, en verdad, todos los ciudadanos tenían derecho a un número de beneficios y seguridades elementales).

En las últimas décadas, los peruanos han librado batallas sonoras y batallas silenciosas. Han puesto una en frente de la otra concepciones autoritarias y concepciones democráticas del mundo. Han rechazado al terrorismo, han rechazado una dictadura y han protestado contra la corrupción, pero también, otros muchos, han defendido a la dictadura y se han afiliado a la corrupción.

Y estas elecciones los han colocado nuevamente, casi sintéticamente, dramáticamente, en la situación de volver a escenificar ese duelo.Quienes defienden abiertamente el orden democrático, los derechos humanos, el estado de derecho en general, la legalidad, el orden y el progreso en libertad, tienen razones para pensar que nadie los representa cabalmente en esta segunda vuelta.

Pero también tienen motivos para suponer que sólo uno de los participantes, Ollanta Humala, representa siquiera una puerta abierta para la defensa de todo lo anterior. Keiko Fujimori –como Alberto Fujimori, como Vladimiro Montesinos– representa inequívocamente la corrupción, la dictadura, la burla del estado de derecho, el desprecio por los derechos humanos.

Humala, con todas sus pequeñeces, con sus imperdonables fluctuaciones y sus muchos errores, es la única salida posible para quienes creen que nuestra democracia debe ser una negociación abierta y que el crimen no tiene derecho a sentarse en esa mesa. No se trata de elegir entre el mal mayor y el mal menor: se trata de dibujar una línea palpable y concreta entre la posibilidad de un futuro depositado en nuestras manos y el regreso de la inmoralidad, el regreso de la dictadura de la inmoralidad; no hay medias tintas.

Cada generación contesta como puede y como quiere la vieja pregunta de Zavalita: «¿en qué momento se había jodido el Perú?».

Este 5 de junio, las generaciones presentes pueden hallar una respuesta terrible: el Perú se jodió el día en que abrió las puertas de una prisión para liberar a sus peores criminales y darles el poder; el Perú se jodió el día en que dispuso que el poder se mudara a una cárcel y lo tomara en sus manos un delincuente.

Ese es el tipo de decisión que un país puede lamentar por décadas, un momento que nos fracturaría por muchos, muchos años. No permitamos que ocurra.

Así como un individuo pierde toda dignidad y teme mirarse al espejo después de cometer una acto innoble, aborrecible, así también un país pone en juego la fibra crucial de su autoestima cuando decide alquilarse al diablo por un pequeño beneficio temporal, dudoso y objetable, o por puro miedo o por pura comodidad, o por creer que las faltas morales tienen justificaciones pragmáticas, que a veces la moral es un lujo innecesario, accesorio o trivial.

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