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¿A quién le asiste velar por la paz social en Arauco?

Augusto Quintana
Por : Augusto Quintana Profesor de Derecho Constitucional, Universidad de Chile.
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Atentar contra la vida de las personas es un delito y merece ser sancionado, pero se equivocan nuestras autoridades, no sólo las judiciales, si casos de violencia contra agentes públicos o particulares y atentados contra bienes, merecen el calificativo de terroristas. Se equivocan nuestras autoridades al pretender aplicar una legislación aprobada en tiempos de la dictadura militar y concebida contra movimientos políticos opositores a ésta.


En forma reciente a la Corte Suprema le correspondió pronunciarse acerca de la participación de un grupo de comuneros mapuches en una emboscada -con armas de fuego- contra un fiscal del Ministerio Público y funcionarios de la PDI y Carabineros. En definitiva, la Corte Suprema acogió parcialmente los recursos de nulidad interpuestos por la defensa de los condenados y, en lo que nos interesa comentar, validó la institución de los denominados testigos anónimos o “sin rostro” que, con algunas diferencias, regulan la Ley 18.314 (“Ley Antiterrorista”) y el Código Procesal Penal.

El propósito de estas líneas es, en un ejercicio que va de lo particular a lo más general, preguntarnos acerca de a quién le asiste velar por la paz social en una parte del actual territorio nacional que hasta la denominada “Pacificación de la Araucanía” (1862-1871) constituía una región que no se comprendía bajo la jurisdicción de la República de Chile.

1.- Testigos anónimos,  “verdad” judicial y “error” judicial.

La sentencia de la Corte Suprema valida el testimonio de testigos cuya identidad a la fecha permanece en secreto y que resultaron relevantes para determinar la participación de los condenados en los hechos investigados, aunque al decir del Excelentísimo Tribunal existen otros medios probatorios que concurren a la formación de esa convicción.

[cita]Atentar contra la vida de las personas es un delito y merece ser sancionado, pero se equivocan nuestras autoridades, no sólo las judiciales, si casos de violencia contra agentes públicos o particulares y atentados contra bienes, merecen el calificativo de terroristas. Se equivocan nuestras autoridades al pretender aplicar una legislación aprobada en tiempos de la dictadura militar y concebida contra movimientos políticos opositores a ésta.[/cita]

El razonamiento de la Corte Suprema mira a que, en situaciones excepcionales, debe ponderarse una disminución proporcional de dos bienes jurídicos en aparente colisión, esto es, la necesidad de proteger la vida y seguridad de los testigos y su entorno para, a su vez, satisfacer las exigencias de la justicia en un caso determinado, por un lado y, por el otro, las garantías constitucionales, convencionales y legales de los imputados y el derecho a la debida defensa. En este sentido, la existencia de testigos anónimos sería un menoscabo menor o, en todo caso, no esencial a las garantías procesales y que la Sala Penal de la Corte Suprema considera compatible con nuestro ordenamiento jurídico.

Discrepo completamente del razonamiento judicial. En efecto, la lectura de la sentencia confirma que sin la deposición de testigos anónimos no se habría alcanzado la “verdad” judicial que autoriza a los tribunales para dictar sentencia condenatoria; empero, no toda verdad satisface el ideal de la justicia. Sólo la verdad que respeta las máximas del debido proceso merece llamarse verdad judicial y, en lo que nos ocupa, si la identidad de los testigos es desconocida para la defensa de los acusados, no es posible verificar su credibilidad, imparcialidad o idoneidad y hacer efectiva su responsabilidad en caso de perjurio o falso testimonio. La circunstancia que la identidad de los testigos sea conocida por los fiscales del Ministerio Público y por los jueces no es garantía suficiente, puesto que unos son “parte” en el proceso y los otros no poseen un conocimiento cabal de los testigos para cuestionar de oficio su imparcialidad. Por definición, la verdad así obtenida es un “error” judicial, más aún si el principal testigo anónimo fue partícipe de los hechos delictuales, por lo que el ocultamiento de su identidad es más concordante con la institución de la “delación compensada”, impropia tratándose de ilícitos comunes.

2.- En Chile no existe una amenaza terrorista cierta y nada avala la arbitrariedad.

En forma subliminal, buena parte del razonamiento judicial pareciera estar contaminado por la necesidad de tutelar a las personas y a la convivencia nacional de una amenaza terrorista actual, grave y extendida. Esta preocupación es válida pero, ¿se ajusta a la realidad? ¿Es efectivo que en la zona de Arauco funcionan grupos guerrilleros que impiden o socavan la convivencia pacífica entre sus habitantes? Aquí, nuevamente discrepamos de la Corte Suprema.

No es desconocida la existencia de una profunda disconformidad al interior de las comunidades mapuches contra el Estado de Chile y sus agentes. Es un sentimiento que se ha traspasado de generación en generación por 150 años. Sin embargo, no es de desconocer tampoco la injusticia originaria provocada por el Estado de Chile que es la causa de este malestar.

Atentar contra la vida de las personas es un delito y merece ser sancionado, pero se equivocan nuestras autoridades, no sólo las judiciales, si casos de violencia contra agentes públicos o particulares y atentados contra bienes, merecen el calificativo de terroristas. Se equivocan nuestras autoridades al pretender aplicar una legislación aprobada en tiempos de la dictadura militar y concebida contra movimientos políticos opositores a ésta. Sin embargo, aquí la responsabilidad no recae en la Corte Suprema ni en los demás tribunales del país. Es la clase política la que, en forma inexplicable, ha validado una legislación que regula materias que van más allá de lo dispuesto en la Constitución, la que sólo exige que exista una regulación de las conductas terroristas y su penalidad. La Constitución no autoriza al legislador el establecimiento de aberraciones, tales como los testigos anónimos.

Es cierto que, al final, los comuneros mapuches no fueron condenados por la comisión de una conducta terrorista sino por delitos comunes; empero el juicio se prosiguió en el contexto de una lucha antiterrorista y de una inexistente violencia generalizada que hacía aconsejable la protección de testigos. De ahí que, a juicio de los comuneros, lo juzgado responde únicamente al afán persecutorio contra un pueblo mapuche que reivindica su libertad y autonomía.

3.- ¿Y la paz social? ¿No es ese uno de los fines de la justicia?

A la Corte Suprema le correspondió dirimir un conflicto que las autoridades políticas han sido incapaces de resolver. Bien o mal, la Corte Suprema expidió su sentencia y, ahora, atendido, primero, la pretensión de aplicar la legislación antiterrorista y, aun cuando se haya depuesto la huelga de hambre de los propios comuneros condenados, es de advertir que en Arauco persiste un hondo malestar.  ¿Acaso la paz social no es uno de los fines de la justicia y un elemento del bien común?

Esta pregunta nos lleva al tema de fondo y que, hasta este momento parece ser el drama del Gobierno del Presidente Piñera.  Me refiero al clima de ira contenida y de agitación social que va desde Magallanes a El Teniente, de Aysén a las universidades estatales y escuelas públicas, de los productores agrícolas a los usuarios del Transantiago, de los deudores de la banca y el retail a los damnificados por hechos de la naturaleza. Me refiero a la displicencia para hacer frente un sentimiento profundo de desafección que está envenenando nuestra convivencia nacional. El desacierto de la clase política para hacer frente al descontento de nuestro pueblo mapuche es un ejemplo más de esta frivolidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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