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Democracia real y fraternidad

Alvaro Pina Stranger
Por : Alvaro Pina Stranger Ph.D en Sociología en la Universidad Paris-Dauphine e Investigador asociado al ICSO, Universidad Diego Portales.
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Por desgracia, la clase política, en lugar de hacer un intento por estar a la altura, responde a palos. En Chile, el proyecto de ley llamado “antidíscolos” es la prueba de que la última elección presidencial no trajo enseñanzas.


El mundo conoce nuevos movimientos sociales. Este año comenzó con las revoluciones árabes y, en estos momentos, asistimos a la primavera española del 15 de mayo y a las multitudinarias manifestaciones contra el proyecto HidroAysén en Chile. Pese al tenaz intento de los medios por acallar el fenómeno, a la sordera de los gobiernos y a las bombas de humo que lanzan algunos intelectuales, estos movimientos no se extinguen.

En España, los “indignados”, que reivindican la necesidad de una democracia real, protestan en contra de las precarias condiciones económicas en las que viven, y contra las proyecciones de austeridad que el gobierno quiere imponer. En Chile, las manifestaciones contra el proyecto HidroAysén han convocado a decenas de miles de personas. Gracias al trabajo de asociaciones ecologistas, los detalles de este proyecto llegaron a la ciudadanía, generando una controversia en la que, como lo indican las consignas escuchadas el domingo 29 de mayo, también se expresa el malestar frente a otros temas como la reforma universitaria o la represión de los mapuches y de las minorías sexuales.

Aunque en contextos distintos, estos movimientos tienen varias similitudes: 1) en ambos casos, los manifestantes cuestionan la legitimidad de las instituciones que los gobiernan. Por ejemplo, en España se critica la sumisión del gobierno frente a los dictámenes de austeridad de la banca internacional, mientras que en Chile se reprocha un sistema de regulación ambiental dependiente y la ausencia de una política energética de Estado; 2) ambos movimientos critican la partidocracia, es decir, el hecho de que los partidos políticos no traduzcan en su acción las ambiciones de la población, sino más bien los intereses de la clase política; 3) por último, en ambos movimientos se acusa a las instituciones de gobierno, y al sistema partidocrático, de servir los intereses de los grandes grupos económicos.

[cita]Por desgracia, la clase política, en lugar de hacer un intento por estar a la altura, responde a palos. En Chile, el proyecto de ley llamado “antidíscolos” es la prueba de que la última elección presidencial no trajo enseñanzas.[/cita]

Estos movimientos tienen un carácter excepcional pues, si bien se identifican objetivos concretos (detener HidroAysén o detener al FMI), ellos ponen en tela de juicio la manera en que se ejerce y organiza la democracia. Lo que estas manifestaciones denuncian no es tanto la parte de igualdad o de libertad que la ley prescribe, sino más bien el rol de las instituciones y el orden social que éstas generan.

El interés por la organización y el orden generado por las instituciones puede asimilarse al valor republicano de fraternidad. La fraternidad prolonga la descripción de los derechos individuales al ámbito colectivo pues ella define la relación entre ciudadanos, el modo – colegial, horizontal, dialogal – en que éstos deben organizarse. El valor de fraternidad tiene que ver con lo que el sociólogo y economista Max Weber llamaba la legitimidad procedimental, es decir, la correspondencia entre, por una parte, el funcionamiento de las instituciones y, por otra parte, los conocimientos y las técnicas organizacionales disponibles y válidos en un momento dado. En ese sentido, abogar por una democracia real equivale a exigir que las instituciones integren formas fraternales de organización.

La llamada crisis de la representación política es una crisis de la legitimidad procedimental pues, como mostraron las revoluciones árabes, el creciente nivel de educación y el acceso a las nuevas tecnologías de la información crean las condiciones para que sea cada vez más fácil concebir un sistema que promueva la democracia ascendente, en la que se articule el gobierno local y el gobierno global, y en donde los grupos económicos y políticos de poder sean controlados eficazmente para que sus acciones respeten el interés general.

El filósofo Jürgen Habermas mostró que la legitimidad necesaria para la elaboración de normas democráticas solo puede construirse sobre la base de un proceso de discusión inclusivo, que no tome prestadas de otras esferas, por ejemplo de la economía o de la ciencia, las justificaciones que se requieren en la esfera política. Y esto es, justamente, lo que estos movimientos reivindican: la necesidad de espacios de discusión abiertos, horizontales y colegiales en los que se construya una nueva legitimidad para la acción política. Una legitimidad que, antes que nada, acabe con la economización de todas las dimensiones de la vida. Si estos movimientos pueden describirse en términos postmaterialistas, no es porque estén ausentes las demandas redistributivas, o porque se integren en la balanza factores más o menos inmateriales como el modelo de vida o el valor de la naturaleza, sino porque cuestionan la legitimidad del engranaje institucional político y económico.

Por desgracia, la clase política, en lugar de hacer un intento por estar a la altura, responde a palos. En Chile, el proyecto de ley llamado “antidíscolos” es la prueba de que la última elección presidencial no trajo enseñanzas. En España, la violenta represión de un movimiento pacífico terminó de desacreditar al PSOE. Y es que las autoridades políticas saben que las manifestaciones rara vez se traducen en cambio. En Francia, tres millones de personas manifestaron contra la reforma de la jubilación en 2010. Nada cambió. En Grecia, la población ha organizado con éxito nueve huelgas generales. Nada ha cambiado. Para que el movimiento se imponga, la ciudadanía debe, como está ocurriendo en España, mostrar concretamente que las formas fraternales de organización son posibles y eficaces, a condición de que se facilite el acceso a la información y que se diseñen las herramientas de cooperación y decisión adecuadas. La principal prioridad de los políticos debería ser la de innovar en esta materia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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