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Los 80

Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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El gobierno, convencido de la importancia de transmitir autoridad, no escatimó recursos represivos. Aquello fue suficiente para evocar en algunos el recuerdo de la dictadura. En la vereda opuesta, los marchantes reeditaron con su intransigencia el tristemente célebre “avanzar sin transar”. Salvo para lamentarse, las mentes serenas ayer desaparecieron de las redes sociales. Su silencio fue ocupado por una marea de cabezas calientes.


Ayer retrocedimos veinte años. Aunque la irritación se viene arrastrando desde hace meses, la postal del jueves 4 de agosto de 2011 retrató un país penosamente atormentado. Mientras Piñera obtenía en la encuesta CEP el índice de aprobación más bajo que ha tenido un Presidente desde el retorno a la democracia (26%), las calles de Santiago y otras ciudades eran escenario de violentas escaramuzas entre estudiantes y carabineros. El gobierno, convencido de la importancia de transmitir autoridad, no escatimó recursos represivos. Aquello fue suficiente para evocar en algunos el recuerdo de la dictadura. En la vereda opuesta, los marchantes reeditaron con su intransigencia el tristemente célebre “avanzar sin transar”. Salvo para lamentarse, las mentes serenas ayer desaparecieron de las redes sociales. Su silencio fue ocupado por una marea de cabezas calientes. El lenguaje volvió a emporcarse de intolerancia y la tradicional odiosidad retro de izquierda y derecha. Los adversarios políticos, aquellos que piensan distinto, volvieron a ser enemigos.

No puede esperarse demasiado de aquellos que fueron marcados a fuego por la división ideológica del pasado. A lo imposible nadie está obligado. La generación que dirige Chile desde 1990 está pringada. Por eso fue tan llamativa en el mundo entero su reconversión a la política de los acuerdos en la década de los 90. Aquellos que se querían matar tuvieron que colaborar. Lo hicieron por diversas razones: amor a Chile, pragmatismo, miedo. Pero fallaron donde no tenían que hacerlo: transmitieron a sus hijos la visión de un país en blanco y negro, de los buenos y malos, de los míos y los tuyos. No resulta extraño entonces leer a jóvenes de 18 años tanto o más prejuiciosos que sus padres respecto de bando del frente. “Fachos” y “comunachos” están de vuelta.

[cita]Llegó la hora de cambiar a los protagonistas en la esperanza de que los nuevos actores demuestren que existe una política distinta más allá del eslogan. De lo contrario Chile seguirá viviendo en los ochenta, dividido, amargado y cruzado de resentimientos.[/cita]

Lo anterior es grave. Si la permanencia de los políticos en sus cargos dependiera de la evaluación ciudadana, los líderes de todos los partidos habrían recibido el sobre azul hace rato. En Chile se necesita llegar al 17% de aceptación –como le ocurrió ayer a la Concertación- para que recién se deslice una tímida autocrítica. Imposibilitados políticamente e inhabilitados socialmente para llevar a cabo las transformaciones que nuestro sistema necesita, la actual clase dirigente debe retirarse progresivamente de la vida pública. Salvo honrosas excepciones, como conjunto en el imaginario colectivo carecen de la legitimidad para pensar el Chile del futuro. Se trata de una pega cuyos ejecutores deben ser justamente los chilenos del siglo XXI. Lo preocupante es que se trate de una generación que haya heredado los vicios familiares. Si los líderes que se incuban en las juventudes políticas son clones del equipo adulto, no vamos a llegar muy lejos en la superación de los conflictos en base al diálogo respetuoso, la aceptación de los errores propios, la concesión de puntos al contrario, la capacidad de escuchar distintos puntos de vista, el continuo aprendizaje, la mirada país, el espíritu generoso y la empatía cívica.

Nadie discute que los países que logran metas ambiciosas lo hacen a partir de grandes acuerdos de Estado que trascienden al gobierno de turno. Las metas del nuevo Chile ya están tomando forma: ya no se trata de cobertura, sino de calidad; ya no se trata de acceso, sino de igualdad; ya no se trata de tolerancia, sino de diversidad; ya no se trata de números, sino de sustentabilidad. El debate sobre éstas y otras metas –plasmadas en una nueva Constitución, en una carta de derechos, en un pacto social, etc.- no puede ser conducido por una elite políticamente agotada. Se trata de determinaciones demasiado esenciales como para ser amarradas por un duopolio moribundo o dibujadas por un bientencionado octogenario ex presidente. Llegó la hora de cambiar a los protagonistas en la esperanza de que los nuevos actores demuestren que existe una política distinta más allá del eslogan. De lo contrario Chile seguirá viviendo en los ochenta, dividido, amargado y cruzado de resentimientos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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