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Aborto: ¿qué se discute?

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Gonzalo Bustamante
Por : Gonzalo Bustamante Profesor Escuela de Gobierno Universidad Adolfo Ibáñez
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Sobre la eficacia, claramente las estadísticas están a favor de quienes sostienen la legalización: las tasas de abortos y de muerte materna son mayores en los países donde el aborto no es legal. Por cierto, la pobreza y la falta de políticas públicas anti-conceptivas son la base explicativa de los niveles de aborto en estados como los africanos y los asiáticos. Estar alarmado por el aborto y no estarlo por la desigualdad económica, la falta de oportunidades y además ser contrario al desarrollo de políticas anti-conceptivas, es una contradicción intrínseca.


El debate del aborto se caracteriza por la inconmensurabilidad de las posiciones que se confrontan. Por eso, la posibilidad de arribar a acuerdos consensuales se hace virtualmente imposible. Lo anterior no significa que no sea necesario detenerse a analizar los argumentos que subyacen a la discusión.

Primero es sano y necesario abandonar los eslóganes: “somos pro-vida”, como si alguien fuera “pro-muerte”. Acusar de “fundamentalista” descalificando a quien se opone o de “abortista” a quien defiende la posición de la legalización. Todas frases ornamentales que poco o nada dicen sobre el verdadero debate.

¿Cuáles son los argumentos de trasfondo que dan sustento a los alardes verbales y a la retórica?

[cita]No es casual que Pinochet rechazara su prohibición hasta que se acabó su gobierno. Para políticas públicas eficaces, su legalidad es una ventaja.[/cita]

De parte de quienes se declaran  anti-aborto,  parten de  la constatación de que un feto pertenece a una forma de vida X. Ésta última es la humana. Sostienen que la “pertenencia a esa forma de vida” constituye un summum bonum (el mayor bien) y por ende esa condición posee un carácter normativo-rector sobre situaciones donde se confrontan derechos contrapuestos, por ejemplo, el de decidir sobre qué hacer con mi propio cuerpo versus el del no-nacido. La categoría “vida humana” tendría un valor independientemente del grado de desarrollo de ella. Un embrión, un feto y “Juan de 45 años” no serían distinguibles, ya que la dignidad de sujetos provendría de su pertenencia a “vida humana”.

La pregunta es ¿de dónde nace ese especial valor de pertenecer a un tipo de vida, al punto de no contemplar sus estados de desarrollo? La respuesta, necesariamente, de quien se declara contrario al aborto, implica una consideración de tipo religiosa (se posee un alma inmortal) o metafísica de algún tipo (existe una esencia que posee un valor mayor al del estado del cuerpo que la contiene). Cabe señalar que la propia Iglesia Católica abolió recién el año 1869 la distinción entre feto formado y el que no. Obviamente, no bastaba con decir que tenía alma sino que además ésta se debía poseer desde el minuto inicial.

Las consecuencias son evidentes. Nadie niega la ilegitimidad de matar a una persona inocente en cuanto ser autónomo. Necesariamente deben igualar desde el minuto uno al embrión y luego al feto, con una “persona autónoma sujeto de derechos” y para eso se requiere recurrir a esa base religioso-metafísica. Si no lo hace cae en el absurdo de “asignar a un sujeto indeterminado X derechos propios de una condición que aun no posee”. Vale decir, tendría que defender la razonabilidad de «anticipar derechos en vista a una condición futura» mermando derechos de otro sujeto (la madre) que ya se encuentra en esa condición.

Por eso, es una posición que considera que los juicios normativos sobre el tema son un asunto de “verdad” o “falsedad”. Hay una realidad que se describe (posesión alma o esencia) que los avala.

Por el contrario, quienes favorecen la legalización del aborto parten de negar que de una descripción arbitraria se pueda seguir un juicio normativo, sin más. Éstos últimos no serían materia de “verdad”, sino de validación y de eficacia para resolver casos sobre un problema X. El criterio de “validación” es doble: capacidad de universalizarse respetando la libertad de los individuos y razonabilidad de los argumentos. Consideran que si bien las creencias religiosas y metafísicas son muy legítimas, no pueden ser extendidas hacia quienes no las poseen, por eso creen ilegítimo y no razonable recurrir a ese tipo de argumentos.

Quien defiende la legitimidad de la legalidad del aborto lo hará considerando arbitrario el paso de “ente concebido” a uno de “sujeto cuya vida debe ser defendida y protegida  al igual que la de un nacido”. El problema para éste surge de que necesariamente  el ejercicio de ese derecho del “concebido” implicará la corporalidad de la madre, transformándolo en el lugar natural del ejercicio de ese derecho, lo que lleva a subordinar la “libre posesión de esa corporalidad” al derecho superior del “concebido”. Esa subordinación es “natural” para quien se opone a su legalización, mientras para quien la favorece  implica una lesión de un derecho básico de la madre, ser dueña de su cuerpo. Esto último no es menor, es la base de la libertad individual.

La fortaleza de la pro-legalización es que el criterio de validación que la sustenta es compatible con marcos institucionales que respetan la autonomía de individuos diversos y no fuerza a ninguno a vivir una posición determinada. Por ejemplo, no es contradictoria la legalización del aborto con que clínicas privadas sustentadas por distintas instituciones religiosas puedan abstenerse de su práctica.

Sobre la eficacia, claramente las estadísticas están  a favor de quienes sostienen la legalización: las tasas de abortos y  de muerte materna son mayores en los países donde el aborto no es legal. Por cierto, la pobreza y la falta de políticas públicas anti-conceptivas son la base explicativa de los niveles de aborto en estados como los africanos y los asiáticos. Estar alarmado por el aborto y no estarlo por la desigualdad económica, la falta de oportunidades y además ser contrario al desarrollo de políticas anti-conceptivas, es una contradicción intrínseca.

Las altas tasa de muerte materna por éste factor ocurren porque las condiciones de su realización en situaciones de ilegalidad obligan a su ejecución clandestina.

No es casual que Pinochet rechazara su prohibición hasta que se acabó su gobierno. Para políticas públicas eficaces, su legalidad es una ventaja.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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