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Pinochet y la democracia «protegida»

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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La exteriorización oral o escrita de posiciones y visiones del mundo, cualquiera ellas sean, no debieran considerarse un peligro. Y si de un justificado temor a que se pase “de las palabras a los hechos” se trata, todas las “conductas” (acciones) de quienes buscan destruir la democracia por vías violentas, ya están debidamente tipificadas en nuestra legislación.


El eliminado Artículo 8º de la Constitución de 1980 señalaba que “todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad, del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República. Las organizaciones y los movimientos o partidos políticos que por sus fines o por la actividad de sus adherentes tiendan a esos objetivos, son inconstitucionales”.

El especialista alemán en Estado de Derecho, Hermann Jahrreiss, en su libro “Democracia, autoconciencia, autopeligro, autoprotección”, plantea que “para que una democracia sea tal, el Estado debe movilizar fuerzas que un día puedan dirigirse contra su forma o contra el Estado mismo”, una lógica que avala los recientes movimientos reformistas estudiantiles y arremete contra la intangibilidad de las leyes cuando ellas ya no responden al bien común, por extemporáneas, dando vitalidad y perspectivas a las sociedades. Y añade “¿Pero acaso el Estado no debe, para que se mantenga la democracia, atar o eliminar a aquellas fuerzas, cuando éstas tienden a fines antidemocráticos o anárquicos? Respondiendo a la pregunta indica que “quien opina que sí, piensa en la idea de una democracia “protegida”, concepción que considera “una idea masoquista”. Y explica que esto es así debido a su enorme complejidad. Porque “¿cuándo se transforma la libertad política de la discusión y alianzas en un abuso antidemocrático e incluso anárquico? ¿Y cuáles instituciones son imprescindibles para la democracia, que no están a disposición de la mayoría, quizá de una imponente mayoría? ¿Y quién decide si es que nosotros, él o aquel, o la democracia, ha actuado en forma inconsecuente en su propia defensa?».

[cita]Una legislación que impida apologías al odio, la violencia o las violaciones de derechos humanos, vengan de donde vengan, es loable socialmente por razones obvias, pero su materialización legislativa importa una serie de modificaciones sistémicas, cuya complejidad la hace de muy difícil proceso, pues su puesta en marcha implica a una serie de instituciones, cuyas normas y estatutos deben ser ajustados para dar coherencia y consistencia —además de justo proceso— a una legislación que no se preste para abusos políticos, como los que, en su oportunidad, se criticaron respecto del artículo 8º de la Constitución del 80.[/cita]

Las preguntas de Jahrreiss exponen los límites hermenéuticos y políticos de la idea de “democracia protegida” en contra de quienes pretenden su destrucción, debido a la enorme dificultad que implica discernir cuándo realmente ciertos movimientos ciudadanos y sociales quieren demolerla, en vez de estar buscando sinceramente viabilizarla y expandirla. De allí que las sociedades libres busquen siempre ampliar los espacios de expresión, opinión, información, más que restringirlos, operando jurídicamente sobre los actos y no respecto del pensamiento y su manifestación, el lenguaje.

Tras la eliminación del artículo Nº 8, pareciera, sin embargo, que el fantasma de este tipo de coerciones ideológicas estuviera reviviendo y su sombra volviera a penar sobre las libertades, tras el reciente reimpulso al debate en el Congreso de un proyecto de ley que “prohíba actos o apologías en materias que generen odio, violencia y divisiones en la sociedad” y que ha vuelto a la agenda tras el brutal asesinato de Daniel Zamudio y/o el acto de homenaje a Pinochet en el Teatro Caupolicán.

Es cierto que en el mundo democrático desarrollado hay más de un ejemplo de este tipo de legislación coercitiva. Tal como informó El Mostrador, en Alemania está penalizada la negación del Holocausto; en Francia, su “Ley Gayssot” castiga a quienes nieguen la existencia de crímenes contra la humanidad; y la propia Unión Europea desde el 2007 pena con cárcel a quienes públicamente “condonen, nieguen o trivialicen genocidios, crímenes contra la humanidad y de guerra definidos por la justicia internacional”, obligando a todos sus países miembros a adecuar sus marcos jurídicos en tal sentido.

En Chile, por razones históricas y culturales, leyes de esta naturaleza resultan controvertidas y diversos especialistas han rechazado la propuesta por constituir “una limitación política, contraria al derecho constitucional y a la democracia” y ser “una norma de exclusión por ideas”. Por cierto hay también quienes la apoyan. Pero el sustento de posiciones depende de la jerarquización de valores y derechos que esté en el sustrato de las interpretaciones, en la medida que no existe prelación abstracta, general y universalmente aceptada de los derechos —un dilema liberal que se ha resuelto mediante la tolerancia—, lo que obliga, en múltiples ocasiones, a ponderar la relevancia de cada valor en juego, cuando un conjunto de ellos entra en colisión.

Una legislación que impida apologías al odio, la violencia o las violaciones de derechos humanos, vengan de donde vengan, es loable socialmente por razones obvias, pero su materialización legislativa importa una serie de modificaciones sistémicas, cuya complejidad la hace de muy difícil proceso, pues su puesta en marcha implica a una serie de instituciones, cuyas normas y estatutos deben ser ajustados para dar coherencia y consistencia —además de justo proceso— a una legislación que no se preste para abusos políticos, como los que, en su oportunidad, se criticaron respecto del artículo 8º de la Constitución del 80.

Si una ley de protección de la democracia en estas materias es el debate que viene, como dijo El Mostrador, la ciudadanía habrá de estar muy atenta a sus discusiones, dadas sus eventuales implicancias y efectos sobre la libertad de prensa, de expresión, opinión e información.

En el Congreso hay dos mociones en tramitación, una del 2010 en el Senado, y otra, de noviembre del 2011, en la Cámara. La que tendría mayor interés en La Moneda sería la presentada por la senadora de RN, Lily Pérez, en cuya propuesta se sanciona “a quien por cualquier medio exteriorice una opinión discriminatoria, fomentando el odio, la hostilidad y la violencia contra personas o colectividades por razones de raza, sexo, religión o nacionalidad”; y tipifica como delito los “motivos racistas, antisemitas, u otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nación a la pertenezca, su orientación sexual o la enfermedad o minusvalía que padezca”. Como se ve, dicha redacción hace muy difícil definir los límites entre un pretendido delito, respecto de una crítica, opinión y/o simple disenso, en temas que envuelven conceptos tan amplios como “ideología”, “religión o creencias de la víctima”, “etnia”, “raza”, “nación” u “orientación sexual”.

El segundo proyecto, más acotado, sanciona con cárcel a quienes nieguen, justifiquen o minimicen delitos de lesa humanidad cometidos en Chile, una moción de los diputados Tucapel Jiménez (PPD), Hugo Gutiérrez (PC), Sergio Aguiló y el timonel del PS, Osvaldo Andrade, entre otros, y que está en primer trámite en la Comisión de Derechos Humanos. Pero la propia Universidad de Talca, en su informe en derecho solicitado por la Cámara sobre este proyecto, advierte la necesidad de especificar bien sus “ámbitos y circunstancias”.

La libertad de expresión, opinión e información, si se la quiere como pilar de una democracia progresiva y en perfeccionamiento constante, no ocupa lugar secundario —como se ha afirmado—, sino muy privilegiado en la jerarquía de derechos humanos y ciudadanos, porque “para que una democracia sea tal, el Estado debe movilizar fuerzas que un día puedan dirigirse contra su forma o del Estado mismo”. El aserto se funda en la esperanza que en una democracia sana, vital, plural, tolerante, diversa y progresista, quienes hacen apología del terrorismo o de la violación a los derechos humanos, nunca podrán ser mayoría democráticamente. La exteriorización oral o escrita de posiciones y visiones del mundo, cualquiera ellas sean, no debieran considerarse un peligro. Y si de un justificado temor a que se pase “de las palabras a los hechos” se trata, todas las “conductas” (acciones) de quienes buscan destruir la democracia por vías violentas, ya están debidamente tipificadas en nuestra legislación.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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