Las nuevas generaciones estamos redescubriendo que existen otras formas basadas en otros principios. Pensar una orgánica en que la sociedad en su conjunto se comprometa a garantizar derechos básicos a sus ciudadanos es algo plausible: distintas civilizaciones a lo largo de la historia y hasta nuestros días han puesto en práctica este principio.
«No vamos a usar dineros de todos los chilenos para financiar la educación de los más ricos». Esta idea, frase célebre de los devotos de la tecnocracia, ha predominado el último tiempo el debate en torno a las estructuras de nuestro modelo de organización social en general, y respecto a la gratuidad en la provisión de educación superior en particular.
Es la voz de la tecnocracia, la misma que ha dominado la agenda pública en las últimas décadas.
Quienes levantan la voz cuando recitan esta frase, nos la presentan como un principio ético frente al cual posiblemente una gran mayoría estaría de acuerdo: la inmoralidad que resulta de utilizar dineros de todos —incluidos de los más pobres— para financiar la vida de los más ricos. Cuando la enuncian, toma el tono de un mensaje supremo, casi divino. Incuestionable.
Con tanta fuerza es defendida esta idea, que lo razonable es exigir consistencia y por ende el mismo ímpetu en su defensa ante cualquier propuesta de política o criterio bajo el cual definir el uso del gasto público y la manera en que éste se recauda.
Ante la evidencia, surge la pregunta: ¿Es este mismo principio defendido con el mismo vigor cuando se discuten otras reformas?
Tomemos como ejemplo el sistema tributario chileno. Ya es sabido que el problema del sistema no es que recaude pocos ingresos, sino que quienes tienen más no están contribuyendo como deberían. Un hecho ilustrador de esta situación ocurrió unos meses atrás: la venta más cara de un terreno en la historia de Chile no pagó impuesto a la renta por la ganancia de capital producto de esa venta. En este sistema, quienes realmente se llevan la mayor carga (en términos relativos) del impuesto a la renta son los empleados asalariados sujetos a contrato de trabajo. Y además, son los asalariados de menores ingresos quienes destinan la mayor parte de sus ingresos a pagar el IVA cada vez que consumen.
Este ejemplo deja en evidencia como la defensa del bolsillo de los más pobres es relativizada. ¿Por qué “la tecnocracia” no se escandaliza ante esta situación? ¿No es —por el contrario— el bolsillo de los más aventajados el que está siendo defendido? ¿No es igualmente indignante que los más pobres aporten de sus ingresos relativamente más que los ricos al presupuesto público?
[cita]Las nuevas generaciones estamos redescubriendo que existen otras formas basadas en otros principios. Pensar una orgánica en que la sociedad en su conjunto se comprometa a garantizar derechos básicos a sus ciudadanos es algo plausible: distintas civilizaciones a lo largo de la historia y hasta nuestros días han puesto en práctica este principio.[/cita]
Llama entonces la atención que un mismo argumento sea levantado con especial fuerza en un debate —por ejemplo oponiéndose a la gratuidad en la educación superior— y relativizado bajo argumentos técnicos en otro —como en la reforma al sistema tributario—. En definitiva, atendiendo a la notoria ambigüedad con que se aplica el principio, uno podría concluir que la verdadera razón por la que quienes se oponen a políticas de gratuidad no es la regresividad de las propuestas, sino otra que tiene que ver con un principio distinto.
Trataremos de dilucidarlo respondiendo la siguiente pregunta. ¿Qué diferencia valórica hay entre un peso asignado a impuestos versus un peso asignado a educación superior, que justifique esta diferencia de criterios? Nada, desde un punto de vista financiero. Mucho, desde un punto de vista de economía política. Veamos.
Un peso gastado en educación superior es un peso invertido por el estudiante-consumidor de educación por el cual él espera recibir una retribución económica en el futuro. Es decir, en el fondo, es una inversión que hace un individuo con el fin de aumentar sus ingresos esperados en el futuro. Es una inversión que otorga una retribución individual. ¿Qué significa individual?: “que no se pueden dividir”.
Un peso gastado en el pago de impuestos no trae consigo un beneficio individual para quien realiza el gasto. Es un peso que va al fondo común con que cuenta nuestra sociedad: el presupuesto fiscal. Su uso lo decide el Presidente de la República y lo aprueba el Parlamento. En términos bien sencillos, es una inversión que otorga beneficios sociales. ¿Qué significa sociales? “algo relacionado con el conjunto de individuos”.
Por tanto, dada esta distinción: ¿Cuál es el verdadero principio que se defiende?
Consideremos el modelo orgánico socioeconómico impuesto —a fuego— en Chile, normado en la Constitución de 1980. Los más fieles exponentes de este modelo son nuestros particulares:
-Sistema de Pensiones: Basado en el principio de la capitalización individual.
-Modelo de Salud: Basado en cotizaciones individuales que determinan la calidad de la cobertura que se recibe.
-Modelo Educativo: En el cual la calidad de la educación que se recibe está relacionada directamente con el dinero que destina la familia a un arancel.
Lo cierto es que ejemplos como estos hay muchos otros en nuestro modelo.
Esa es nuestra sociedad. La que se organiza en base a un modelo en que cada individuo es responsable de hacer valer derechos básicos fundamentales a través de su capacidad de pago. La sociedad del sálvese quien pueda.
Por mucho tiempo, amantes de la ortodoxia económica liberal (de todos los colores políticos) nos hicieron creer —a través de argumentos técnicos— que ésta era la única vía posible. Frases como la del inicio de esta columna fueron repetidas como mantras una y otra vez.
Pues bien, vayamos al trasfondo y exijamos sincerarse a aquellos que esconden principios valóricos de “bajo rating” (la competencia) tras un velo de argumentos de “alto rating” (la defensa del bolsillo de los más desfavorecidos).
Por su parte, las nuevas generaciones estamos redescubriendo que existen otras formas basadas en otros principios. Pensar una orgánica en que la sociedad en su conjunto se comprometa a garantizar derechos básicos a sus ciudadanos es algo plausible: distintas civilizaciones a lo largo de la historia y hasta nuestros días han puesto en práctica este principio.
Piense en nuestra sociedad —Chile hoy— como el resultante de construir en base a los valores de la competencia y el individualismo. Si colocamos otros valores como pilares, el resultado será distinto.
Se respiran nuevos aires. Abramos las ventanas y dejemos entrar aire fresco.