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Encuestas: la plaga del delirio

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Las encuestas se utilizan hoy para determinar no solamente qué marca de detergente “la gente” prefiere; también, como sabemos, determinan en gran medida el comportamiento de las élites políticas, de modo que, al final del día, el debate político se reduce a los porcentajes de preferencia que uno u otro candidato obtienen, o las preferencias del público por estas u otras prioridades para las políticas públicas.


En su columna de La Tercera del sábado 15 de septiembre, Alfredo Jocelyn-Holt (AJH) observa: “Circula un ‘estudio’ sobre la percepción de los chilenos sobre sí mismos. En una de sus entradas un 76 % de los consultados afirma que es propio de los chilenos ‘no decir las cosas de frente’. La lógica me dice que de ser efectivo todas las respuestas consignadas en dicha muestra son discutibles (incluida esta respuesta) e invalida de paso todas las encuestas”.

La cuestión lógica a la cual AJH alude es, más precisamente, la de la autorreferencialidad: enunciados que se refieren, se incluyen a sí mismos. El prototipo de ellos es la llamada “paradoja del mentiroso”: en ella incurre quien dice “Yo miento” (en su versión más clásica, se trata de un cretense que dice “todos los cretenses mienten”). Lo común de todos los enunciados que comparten esta estructura autorreferencial es que su verdad queda en suspenso: si es verdad que “yo miento”, entonces es falso; si es falso, entonces yo no miento, y entonces el enunciado es verdadero. Etc.

Las paradojas provocan desconcierto. Así sucede también con las paradojas de los filósofos eleáticos (siglos VI y V antes de nuestra era), la más divulgada de las cuales se conoce como la de “Aquiles y la tortuga”. Aquiles y la tortuga se desafían a correr los 100 m. planos. Como la tortuga es lenta, y Aquiles en cambio un hombre veloz —digamos, diez veces más que el animalito— y también justo, le concede a la tortuga una ventaja (supongamos que parte ya en la mitad de la pista). Cuando Aquiles corra esos 50 m., la tortuga habrá avanzado 5m; cuando “el de los pies ligeros” corra esos 5m, la tortuga habrá avanzado 0,5m; cuando Aquiles recorra esos 0,5m, la tortuga… Finalmente, se demuestra que Aquiles jamás alcanzará a la tortuga; más radicalmente, que el movimiento es imposible.

[cita]Si como lo he dicho más arriba, incluso los sujetos más ejercitados en el autoanálisis están impedidos de decir la verdad acerca de sí mismos, el mundo construido por un poder que se apoya en el people-meter y que se encuentra a la vez atrapado por él —por las legiones de especialistas que lo circundan y lo aíslan— no obstante su apariencia de racionalidad, no podrá ser sino un inquietante delirio; una plaga de fantasías bajo una máscara de sensatez.[/cita]

Pero no es que los eleáticos no creyesen en el movimiento en el mundo real; más bien, lo que hacían era poner en evidencia la insuficiencia de nuestros conceptos para pensarlo. Lo mismo sucede con la paradoja del mentiroso: se trata de llevarnos a reflexionar sobre la lógica (en particular, sobre enunciados como el del “tercero excluido”, que prescriben que todos los enunciados han de ser, sea verdaderos, sea falsos).

Algo similar podría decirse con la paradoja que AJH observa en el seno de las encuestas. Pero la reflexión sobre ella podría extenderse más allá. Particularmente, porque las encuestas, el people-meter, determinan crecientemente la forma del mundo en el cual vivimos, por sobre incluso esas variables “duras” que dice manejar la ciencia económica. De hecho, esta misma ciencia aloja el virus en su interior: los sujetos actúan según sus expectativas. Y estas, en medida creciente, son moldeadas por la dupla encuestas-medios de comunicación, que se complementan.

Las encuestas se utilizan hoy para determinar no solamente qué marca de detergente “la gente” prefiere; también, como sabemos, determinan en gran medida el comportamiento de las élites políticas, de modo que, al final del día, el debate político se reduce a los porcentajes de preferencia que uno u otro candidato obtienen, o las preferencias del público por estas u otras prioridades para las políticas públicas.

Todo esto debiera llevar a preguntarnos por los supuestos que subyacen a esta poderosa herramienta de construcción de realidad, durísima realidad. Por ejemplo: ¿responden las personas lo que realmente piensan, o lo que se supone debieran pensar? ¿No podría darse una situación en la cual los entrevistados respondan, deliberadamente o no, falseando sus genuinas opiniones? ¿Es posible que un cuestionario recoja verdaderamente el abanico de opciones frente a cuestiones complejas? ¿No será que el cuestionario reproduce la visión, inevitablemente sesgada, de quienes diseñan la encuesta, por más precauciones científicas que éstos tomen? Por cierto, se dirá, la encuesta se complementa y corrige con estudios “cualitativos” (focus groups, etc.). Pero estos, de nuevo, están preconcebidos, sesgados en una dirección determinada (esa es la diferencia entre un focus y una asamblea; por eso el focus es una herramienta manejable). Y, además, finalmente hay la necesidad de cuantificar, con lo cual lo supuestamente cualitativo se transforma en una ilusión.

Yendo más a fondo: en el tiempo limitado de respuesta a una pregunta, ¿es posible que los encuestados sepan realmente lo que piensan? ¿Y más fondo aún, independientemente de la premura, sabemos realmente los chilenos (¡o los seres humanos en general!) lo que “realmente” pensamos? Este es un problema lógico-filosófico mayor. Sólo un antecedente: el relato con que Edgar Allan Poe dio origen a la llamada “novela detectivesca analítica”, “Los crímenes de la Calle Morgue”, se inicia con la siguiente reflexión: “Las facultades mentales que se dice son analíticas son, en sí mismas, muy poco susceptibles al análisis”.

La dificultad que Poe plantea no es de tipo psicológico, sino más bien lógico: no hay ningún saber que pueda darse alcance a sí mismo; cuando me analizo, automáticamente me desdoblo (“yo soy otro”), y así hasta el infinito. No estaría demás tomarse en serio las palabras de Poe, que anticipan que ni siquiera un “razonador”, como su personaje Dupin, de quien desciende el popular Sherlock Holmes (o el mismísimo Aristóteles, para el caso), sería capaz, en último término, de entenderse a sí mismo. No obstante, tanto administradores como usuarios del people-meter omiten esta reflexión. Más bien, toman las respuestas del ciudadano de a pie como si se tratase de verdades, sin tomar siquiera precauciones empíricas elementales. ¿Qué sucede, por ejemplo, con un progenitor de “clase media” enfrentado a un encuestador que lo interroga, digamos, por sus razones para escoger una determinada universidad para su prole? El interrogado está urgido por darle una salida decorosa a sus hijos hacia la vida laboral; su autoimagen exige además que aparezca ante los demás, encuestador incluido, haciéndolo.

En estas condiciones prescindirá de cualquier análisis cuidadoso de la cuestión (y de autoanálisis, ni hablar): tenderá a suspender cualquier juicio respecto al lucro o no lucro, lo privado y lo público, el laicismo o la religión y se decantará hacia aquellas universidades que parecen —parecen, porque en medio está el profuso marketing, la máquina de venta de ilusiones— asegurar buena empleabilidad e inserción social, en detrimento, por ejemplo, de cualquier cosa que suene a “formación”. De la misma manera, ante la misma pregunta, el estudiante, agobiado por la incertidumbre (y por el agobio de los padres, y su dependencia económica de ellos; tal dependencia, de paso, al bloquear el tránsito a la condición adulta, constituye el efecto más perverso de la educación pagada) tenderá a responder de manera similar.

Estos, por cierto, son sólo “experimentos mentales”; conjeturas que quizás no hacen sino reproducir mi propio sistema de prejuicios y fantasías. Por otra parte, nada hay de malo en preocuparse de asuntos como la empleabilidad. Pero el punto es otro. Por una parte, hay toda una maquinaria que amplifica y cristaliza (en políticas, instituciones, sentido común, etc.) respuestas que pertenecen al dominio de la fantasía. De este modo, un mundo fantástico (y paranoico) invade al mundo; aquél es, a su vez, tomado por real. Tomado por real: es decir, el elemento de decisión que toda política supone queda borrado: lo que el poder hace es, al parecer, nada más que “lo que la gente quiere”.

Pero construir realidad es la tarea por excelencia de la política; por eso, la retórica ha sido, tradicionalmente, la herramienta conceptual que le es más propia. La retórica se ocupaba del discurso persuasivo —la oratoria— que confería verosimilitud (o sea, semejanza a la verdad) a aquello que, en último término, no respondía sino al ejercicio del poder. En otras palabras, se trataba de un discurso que hacía posible que la “mentira noble” que todo poder requiere para operar —la expresión es de Platón, en La República— fuese tomada por los gobernados como verdad.

Las encuestas y el aparato mediático que las acompaña podrían, en esta perspectiva, ser consideradas como la retórica de nuestro tiempo. Pero con una salvedad significativa. La encuesta pretende saber la verdad acerca de las poblaciones: es el órgano de una “voluntad de saber” (el subtítulo de La Historia de la Sexualidad 1, de Michel Foucault) que intenta penetrar cada rincón de la existencia humana, de modo de anclar allí el ejercicio del poder. Ahora bien, si como lo he dicho más arriba, incluso los sujetos más ejercitados en el autoanálisis están impedidos de decir la verdad acerca de sí mismos, el mundo construido por un poder que se apoya en el people-meter y que se encuentra a la vez atrapado por él —por las legiones de especialistas que lo circundan y lo aíslan— no obstante su apariencia de racionalidad, no podrá ser sino un inquietante delirio; una plaga de fantasías bajo una máscara de sensatez.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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