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El cierre de la Universidad del Mar, el proyecto evangélico y la estatización

Manfred Svensson
Por : Manfred Svensson Profesor de Filosofía
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A lo largo y ancho del mundo hay una amplia variedad de universidades evangélicas; algunas de ellas son malas, por supuesto, pero las hay también muy destacadas. El problema no es, pues, en modo alguno la idea misma de una universidad evangélica, como si sólo pudiese haber universidades marxistas, católicas, liberales o pretendidamente neutrales. El problema, muy por el contrario, era precisamente que en este caso había razonables indicios de que sería una universidad mala.


La posibilidad de que el 66 % de la Universidad del Mar pasara a manos de alguna organización evangélica fue ocasión para todo tipo de pequeñeces: para luchas intestinas entre distintos pastores evangélicos, para que los ciudadanos mostraran su usual ingenio en las redes sociales (ya el porcentaje de la participación daba para algunas humoradas), y también para que nuestros medios de comunicación nos recordaran su incapacidad para cubrir este tipo de noticias de un modo que efectivamente informe: en casi todos los medios podía leerse referencias a la universidad como cedida a “la iglesia evangélica” o “el mundo evangélico”, como si tales abstracciones existiesen. ¿Y cómo no esbozar una sonrisa cuando un medio escribió que la universidad sería asumida por una “orden evangélica”? Pero al margen de todo esto cabe preguntarse si acaso el cierre es una medida justa, si había otro modo de salvar la institución, y si acaso la idea de una universidad evangélica es tan descabellada.

La mayoría no nos enteraremos de los detalles con los que se tejió la solución propuesta, que habría dejado dividendos a todas las partes: la universidad habría seguido existiendo, lo que habría favorecido tanto a sus alumnos como al personal de la misma; los actuales controladores habrían lavado su imagen y mantenido las ganancias (pues habrían mantenido la propiedad de las inmobiliarias relacionadas); alguna iglesia evangélica habría pasado de no tener nada en el mundo de la educación a tener una universidad con sedes repartidas por todo el país, y el gobierno podría haber cerrado su periodo diciendo que logró cumplir con una de las grandes aspiraciones del “mundo evangélico”. Era, sin embargo, un proyecto sin rumbo, y conviene tener claro por qué para no repetirlo ni quejarse por razones equivocadas.

[cita]A lo largo y ancho del mundo hay una amplia variedad de universidades evangélicas; algunas de ellas son malas, por supuesto, pero las hay también muy destacadas. El problema no es, pues, en modo alguno la idea misma de una universidad evangélica, como si sólo pudiese haber universidades marxistas, católicas, liberales o pretendidamente neutrales. El problema, muy por el contrario, era precisamente que en este caso había razonables indicios de que sería una universidad mala.[/cita]

En la institución cuyo cierre el CNED ha decretado desde luego no todo era malo, y ciertamente hay que velar por quienes sin culpa se encuentran involucrados en este complejo escenario. Ahí no sólo hay alumnos que entraron a una institución creyendo que el sello de calidad otorgado por el Estado era una señal valiosa, sino que también hay profesores que han trabajado de modo digno. No es inusual, por ejemplo, que personas que inician su carrera docente lo hagan en una institución no consolidada, y la situación actual naturalmente los perjudicará. No es menos cierto que las diferencias entre una sede y otra pueden ser muy grandes, de modo que haya algunas regiones donde la continuidad del proyecto podría haber sido viable. Pero aunque uno considere estos y otros matices, el accionar del Mineduc y el CNED parecen responder a la realidad: una institución cuyo anterior rector se encuentra detenido, en la que las irregularidades de todo tipo sobreabundan y en la que incluso ha habido ejercicio ilegal de la profesión médica, había tocado fondo en casi todo sentido. ¿Tenía sentido intentar una operación de salvataje, y para colmo conducida por personas sin experiencia en la dirección de universidades?

Tal decisión no sólo habría sido de poca utilidad para la universidad en cuestión y para el sistema universitario nacional, sino que habría sido también desastrosa para las iglesias evangélicas. A lo largo y ancho del mundo hay una amplia variedad de universidades evangélicas; algunas de ellas son malas, por supuesto, pero las hay también muy destacadas. El problema no es, pues, en modo alguno la idea misma de una universidad evangélica, como si sólo pudiese haber universidades marxistas, católicas, liberales o pretendidamente neutrales. El problema, muy por el contrario, era precisamente que en este caso había razonables indicios de que sería una universidad mala —ya lo era, y habrían asumido su conducción quienes nada podían hacer al respecto—, lo que además de dañar al sistema universitario nacional habría dañado a las iglesias evangélicas. En contraste con generaciones anteriores, un número importante de evangélicos accede hoy a las variadas instituciones que componen la educación superior chilena. Parece indudable que eso es positivo tanto para el país como para los mismos evangélicos. ¿Cómo no ver que la adquisición de la Universidad del Mar habría en ese escenario sido un retroceso? Puede que en el futuro haya lugar a una razonable universidad evangélica en Chile, pero precisamente gracias a que no se ha concretado el mencionado proyecto, gracias a que los evangélicos seguiremos sometidos a las exigencias de uso público de la razón que el resto del sistema, en diversos grados y modos, nos exige.

Pero la alternativa que habría preferido una parte de los estudiantes, la estatización de la Universidad del Mar, no parece en modo alguno una mejor propuesta. El Estado de Chile tiene algunas universidades muy destacadas, pero también una importante cantidad de universidades en situación precaria, particularmente en regiones. Bajo tales condiciones debe priorizar en lugar de asumir una carga más. La falta de una universidad de excelencia en el norte, zona que provee al país de su mayor riqueza, es un indicio elocuente de dónde el Estado tiene mayores deudas pendientes. Que el Estado debe asumir una carga por haber acreditado a la Universidad del Mar no es cuestionado por nadie, y debe hacerlo no sólo respondiendo, sino haciendo responder a quienes se enriquecieron de modo ilícito. Pero las responsabilidades son —aunque grandes— limitadas, y la responsabilidad no implica de modo alguno un deber de mantener para siempre la mencionada universidad. Un gradual proceso de cierre, mientras se gradúan los actuales alumnos, permitirá que entretanto los mejores de sus funcionarios, profesores y administrativos se reubiquen en el resto de nuestra educación superior. Que eso no vale para todos es algo evidente y lamentable. ¿Pero quién podía imaginar que la situación actual tendría una salida indolora?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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