A pesar de que ninguna de las estrategias y acciones de las autoridades la consideró hasta ahora, la libre determinación indígena emerge como un asunto inevitable en la agenda, que parece que nadie en La Moneda previó en todos estos años. En un conflicto en que la violencia obliga a actuar con prontitud y claridad dicha falta de visión es grave.
El anuncio de suma urgencia a la discusión del proyecto de reforma constitucional de reconocimiento de los pueblos indígenas, hecho recientemente por el Presidente de la República, es una muestra indudable de frivolidad. La gravedad —medida, nada menos, que en vidas humanas— y la complejidad del problema que se enfrenta, lo muestran.
Las muertes, a manos agentes del Estado de Alex Lemún, Jaime Mendoza Collío y Matías Catrileo revelaron que las declaradas estrategias para combatir la violencia no estaban funcionando. Cuando el conflicto cobró las primeras víctimas no mapuches, la sociedad chilena pareció tener la confirmación del fracaso.
Los motivos del fracaso radican en un gran error del Estado chileno: con mayor o menor intensidad, la política pública, desde la llamada “pacificación de La Araucanía”, ha considerado a los indígenas como una minoría a la que se debe integrar al desarrollo.
El error es que los y las indígenas, asimismo, constituyen pueblos, es decir, comunidades con un pasado histórico común, una cultura, una identidad nacional diferenciada y asociada al territorio sobre el que el Estado-nación tiene hoy jurisdicción. Pretenden entonces (como todos los pueblos a través de la historia) ser reconocidos como actores legítimos en primer lugar y, además, dirigir por sí mismos sus destinos.
[cita]El anuncio de urgencia parlamentaria a un proyecto de reconocimiento constitucional que no ha sido negociado con los pueblos indígenas no solo incumple obligaciones internaciones de Chile sino que es torpe, pues no enfrenta el verdadero escenario actual, ni prevé los futuros.[/cita]
Honrar esa pretensión es una obligación “dura” para los estados bajo el Convenio 169 de la OIT, así como los demás tratados e instrumentos internacionales que obligan a Chile en estas materias. El error no es entonces solamente de apreciación de la realidad, sino que además, constituye un incumplimiento de las reglas que rigen a los países civilizados.
Esta realidad creciente y global desafía el concepto que tuvimos, por varios siglos, de Estado, nación, política y derecho. Así y todo, personas y comunidades razonables ya han resuelto este tipo de problemas, generado estatutos jurídicos especiales, autonomías nacionales y arreglos institucionales para resolver conflictos históricos; no solo en nuestros días, sino a lo largo de la historia.
Sin embargo, la sociedad chilena se ha resistido a procesar este asunto en su auténtica dimensión y cada vez que se convierte en contingencia, el Estado actúa y anuncia algo, como si sus autoridades creyeran que no habrá nunca más otro golpe violento de realidad.
Así es como, a pesar de que ninguna de las estrategias y acciones de las autoridades la consideró hasta ahora, la libre determinación indígena emerge como un asunto inevitable en la agenda, que parece que nadie en La Moneda previó en todos estos años. En un conflicto en que la violencia obliga a actuar con prontitud y claridad dicha falta de visión es grave.
Entonces, el anuncio de urgencia parlamentaria a un proyecto de reconocimiento constitucional que no ha sido negociado con los pueblos indígenas no solo incumple obligaciones internaciones de Chile sino que es torpe, pues no enfrenta el verdadero escenario actual, ni prevé los futuros.
La medida anunciada es liviana, además, porque no tiene en cuenta el apuro que sí ameritan estos asuntos. Es urgente y obligatorio institucionalizar el diálogo de buena fe con los pueblos indígenas, como forma de enfrentar la violencia (sobre todo de la que sabemos que es capaz el propio Estado).
El reparo que después ha hecho el gobierno (anunciando el retiro de la suma urgencia para mantener la urgencia simple, es decir, la discusión del proyecto en unas semanas más) y los acuerdos que —sin participación indígena— ha promovido con las bancadas parlamentarias de gobierno y oposición para incrementar los subsidios en la región afectada por el conflicto, no hacen más que confirmar su falta de consideración por un asunto grave y complejo.
Que los hechos de la realidad social y política superen la visión de la clase gobernante, que se les vengan encima como tormentas que no alcanzaron a adivinar en el horizonte, es algo que ya hemos sufrido en Chile.
Ello es parte de las más graves tragedias de nuestra historia y por eso, en estos asuntos, la liviandad es inaceptable y la auténtica urgencia imprescindible.