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La democracia bipolar

Daniel Brieba
Por : Daniel Brieba Economista, sociólogo y MPA en Políticas Públicas de la London School of Economics (LSE). Alumno de doctorado en Ciencia Política en la Universidad de Oxford. Investigador de Horizontal.
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En clave comparada el dato más interesante de nuestra democracia es su asimetría entre estas dos dimensiones. Por un lado, tenemos (a pesar de algunas deficiencias importantes al respecto) un sistema de libertades políticas y civiles relativamente sólido, junto con un Estado de derecho robusto y una corrupción razonablemente baja; por otro, tenemos un sistema de baja participación, relativamente baja competencia, y donde viejas prácticas elitistas en la forma de hacer política (que Siavelis llamó ‘enclaves de la transición’) han deteriorado fuertemente la calidad de la representación.


Al igual que con nuestra Selección de fútbol, los chilenos tendemos a ser bipolares con nuestra democracia. En los buenos días, nos enorgullecemos de sus instituciones sólidas, donde las leyes se aplican, la oposición política cuenta con plenas garantías, la corrupción es baja, la separación de poderes es real, la vida no se juega en cada elección y donde nos complace vernos (tal cual lo hacían ya nuestros antepasados en los 1850s) como una república ejemplar en un mar de inestabilidad regional.

En los días malos, sin embargo —me atrevo decir que los tenemos más a menudo que antes— parecemos creer que nuestra democracia sirve prioritariamente el interés de una reducida casta de políticos y de grupos económicos antes que al bien común. En esos días, la baja participación electoral, la desconfianza y rabia con la política y los políticos, la sensación de declive ideológico y hasta moral en nuestros partidos, la falta de espacios de participación, las protestas que se multiplican, y un largo etcétera nos parecen síntomas claros de crisis democrática.

[cita]En clave comparada el dato más interesante de nuestra democracia es su asimetría entre estas dos dimensiones. Por un lado, tenemos (a pesar de algunas deficiencias importantes al respecto) un sistema de libertades políticas y civiles relativamente sólido, junto con un Estado de derecho robusto y una corrupción razonablemente baja; por otro, tenemos un sistema de baja participación, relativamente baja competencia, y donde viejas prácticas elitistas en la forma de hacer política (que Siavelis llamó ‘enclaves de la transición’) han deteriorado fuertemente la calidad de la representación.[/cita]

¿Está, pues, en crisis nuestra democracia? Para contestarlo es necesario dar un paso atrás y recordar que una democracia no es ni más ni menos que una forma de gobierno que aspira a ser un autogobierno de personas libres e iguales en derechos y ciudadanía. Ello también implica que es tanto un proceso como un resultado: importa lo que se decida, pero también el cómo. Así, y simplificando un poco, una ‘buena’ democracia es una que logra cumplir con dos grandes objetivos: por una parte, debe asegurar el máximo espectro de libertades y derechos ciudadanos a todos por igual; por otra parte, debe asegurar un proceso plural, participativo y competitivo de representación, que genere resultados en correspondencia con los deseos de la ciudadanía. Podemos llamar protección de derechos al primer objetivo, y calidad de la representación al segundo.

Visto desde este prisma, en clave comparada el dato más interesante de nuestra democracia es su asimetría entre estas dos dimensiones. Por un lado, tenemos (a pesar de algunas deficiencias importantes al respecto) un sistema de libertades políticas y civiles relativamente sólido, junto con un Estado de derecho robusto y una corrupción razonablemente baja; por otro, tenemos un sistema de baja participación, relativamente baja competencia, y donde viejas prácticas elitistas en la forma de hacer política (que Siavelis llamó ‘enclaves de la transición’) han deteriorado fuertemente la calidad de la representación.

Algunas mediciones internacionales tienden a confirmar esta inusual disparidad. Por ejemplo, la revista británica The Economist acaba de ubicar a Chile en un respetable puesto 36 en su ranking de calidad democrática en el mundo (Democracy Index 2012) —lejos, por cierto, de Uruguay (18) y Costa Rica (22), aunque por sobre Brasil (44) y el resto de América Latina. Sin embargo, una mirada a las dimensiones que componen el ranking llama más la atención. En las dimensiones Libertades Civiles y Proceso Electoral y Pluralismo –asociadas a las libertades civiles y políticas básicas y a su cumplimiento efectivo, Chile se ubica nada menos que en los puestos 15 y 9 del ranking, respectivamente, entre 167 países. Evaluaciones parecidas hechas por Freedom House confirman una posición muy buena para Chile en estas dimensiones.

No obstante, en la dimensión Participación (asociada a la calidad de la representación pues mide la participación electoral y no electoral de los chilenos, así como sus niveles de información, compromiso e interés con la política), Chile aparece en el lugar 109, junto a países como Nicaragua, Libia o Argelia. De los 50 primeros países del ranking global, todos reciben un puntaje superior al chileno en esta dimensión. Desde luego, un índice como este es sólo una gruesa aproximación a la realidad local; mas la variabilidad entre la protección de derechos de nuestra democracia y la calidad de su representación aparece como singularmente alta. Desde esta perspectiva, es algo menos sorprendente (si bien no por ello menos preocupante) que apenas un 3 % de los chilenos sepa de cuántos senadores se compone nuestro Senado o que tres de cada cuatro chilenos ignore cuántos diputados se eligen en su distrito, como lo mostró recientemente la encuesta de la Universidad Diego Portales.

Así pues, nuestro ánimo bipolar tiene cierto sustento empírico. Como un todo, la democracia chilena está lejos de estar en crisis. No obstante, y si bien ésta tiene importantes fortalezas a nivel comparado que se deben valorar, también tiene debilidades cada vez más evidentes en el ámbito de la representación. Si bien ninguna reforma institucional puede hacer magia, abordar en serio los problemas de reforma electoral, de reforma a los partidos, de financiamiento de la política y de descentralización (ninguno de los cuales es sencillo) ayudaría desde distintos ángulos a reparar los ya dañados vínculos que unen a representantes y representados.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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