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Deseo de ser punk


El primer disco punk que tuve entre mis manos fue uno de Generation X, la banda de Billy Idol. Era de vinilo y lo compré con mis ahorros; había visto a los amigos de mi hermana mayor bailar ese tipo de música en una fiesta y quería saber de qué iba la cosa. Todo era estridencia, grito, saltar y empujarse. Si eso era bailar, yo, que nunca supe llevar el ritmo, también podía hacerlo. Así que me puse a escuchar Generation X una y otra vez, y a saltar frente al espejo. Una de las magias del punk: ya sabía bailar.

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A fines de los setenta, en Bolivia, el punk era sobre todo un estilo de música. Llegaba descontextualizado, sin los rumores de una rebeldía juvenil ante las fallas del sistema (una idea fuera de lugar, diría el crítico brasileño Roberto Schwarz). Una protesta que hacía del defecto una virtud y enarbolaba para la batalla el grito nihilista de NO FUTURE. El estilo de ropa también era el emblema de una situación: los jeans rasgados, las poleras cortadas, el sujetarse los pantalones con ganchillos, hablaban de la precariedad de una clase social; los chicos de la clase media cochabambina le cortaban las mangas a las poleras para mostrarse al día y convertían el gesto de protesta en un símbolo vacío, apenas una forma de vestir.

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Como todos los movimientos artísticos opuestos a la cultura dominante, el punk fue absorbido y cooptado por el sistema casi desde sus mismos inicios. Pienso en estas cosas al ver la exposición organizada por el Metropolitan Museum de Nueva York en torno al punk («Del caos a la alta cultura»). La exposición puede comenzar en el caos de una réplica del baño del CBCG -el epicentro de la escena punk en New York–, pero muy rápidamente se mueve a lo que en verdad les interesa a los curadores de esta exposición: la forma en que la alta cultura se apropió muy rápidamente del estilo punk. Probablemente Johnny Rotten y Sid Vicious jamás se imaginaran que algún día habría vestidos punk de Burberry que costarían mil dólares.

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La forma en que una revolución triunfa es cuando ésta se vuelve invisible. Cuando todos los adolescentes del mundo se ponen a usar jeans rasgados sin saber qué implicaba el gesto original, la protesta anárquica ante la autoridad. Pero tampoco sirve de mucho tener demasiado éxito. El estilo punk fue demasiado exitoso para su propio bien. Allá por los noventa en Berkeley, tenía un amigo que les gritaba a todos los que hacían algo diferente, desde pintarse el pelo de verde hasta mascar chicle con la boca abierta: you’re a punk! ¡Eres un punk! Le escuchaba esa frase al menos tres veces al día. Todos, de una forma u otra, eran punk, lo cual significaba que nadie era punk.

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Hace poco, en Barcelona, fui a ver a Titus Andronicus, una banda norteamericana que hace lo que un amigo describió como «punk épico». Fui porque me sedujo el concepto; quería ver de qué iba al punk hoy. La banda sonaba bien -era una afinada, intensa estridencia- y el cantante, Patrick Stickles, cada tanto decía «soy un perdedor», aunque también decía, en su chapurreado español, «ser un perdedor es muy bueno». En su disco más importante, «The Monitor», Stickles grita «el enemigo está en todas partes», y eso es cierto: para estos chicos apocalípticos de New Jersey, el mal puede hundirse en el pasado,  en la guerra civil, o referirse al presente, a la desastrosa economía de su estado. El grito de protesta de Titus Andronicus puede ser trascendente o también frívolo («Daniel Johnston ha dejado de ser un ícono porque se ha vendido al sistema»; «los reseñistas de la revista Pitchfork no nos entienden»); lo importante es la furiosa protesta, dirigida a todas partes y a ninguna. Eso, al final, es lo que queda del punk.

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¿NO FUTURE? El punk ha tenido muchísimo futuro, sólo que en vez de evolucionar lo que ha hecho es expandirse hasta hacerse inofensivo. Su trayectoria es un resumen del destino de los movimientos artísticos que cuestionan al sistema capitalista. Lo que fuera un grito de rebeldía es hoy una marca registrada.

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