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Los no-suicidados

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Honrando las mejores tradiciones militares, la de los oficiales prusianos que vinieron a modernizar el Ejército de Chile, el Capitán General debiera haberse llevado la Luger (no podría ser de otra marca) a su ya nevada sien. Habría entonces descendido a los infiernos como un héroe; ahora él y sus colaboradores más cercanos han descendido igual, pero dando el espectáculo de mafiosos decrépitos.


El General Manuel Contreras, desde su confortable retiro en Punta Peuco, habla por la TV y, sin arrugarse, desconoce la realidad de la tortura, que él y sus secuaces practicaron con tanta dedicación y entusiasmo (“General”: el Mamo conserva su grado militar, a diferencia de lo que sucede con cualquier soldado o clase que comete una falta). Niega también la existencia de detenidos desaparecidos y, a la vez –¿pero quién podría exigir coherencia a un héroe de la gesta antimarxista como él?– nos hace saber que el Cementerio General estaría sembrado de cadáveres ocultos. Y que, además, no tiene nada de qué arrepentirse.

La performance televisiva de Contreras trae a la memoria sucesos de hace algunos años atrás (2005). Por una parte, el suicidio del agente de la DINA Germán Barriga Muñoz; por otra, los gestos del General Contreras, blandiendo una pistola en el momento de su detención. Gestos que en ese momento se pudieron interpretar como una amenaza de darse muerte. Y que, aunque después haya resultado que lo que este valiente soldado en verdad quería no era más que un departamento con TV cable, llevan a pensar, una vez más, en el tema del suicidio y la dignidad del ser humano: tanto del suicidio que fue –Salvador Allende– como de los que no fueron (Pinochet, Contreras, y una larga lista).

En principio, el suicidio está relacionado con la dignidad, con la libertad del sujeto, del ser humano moderno. Porque para el mundo moderno la posición del ser humano en el universo se ha vuelto ambigua. Por una parte, se ha decretado su libertad, su diferencia esencial respecto a una Naturaleza, regida ahora exclusivamente por la causalidad. Por otra parte, el ser humano está sumergido en ella, a la manera de un nadador que, por más que saque la cabeza del océano para respirar, sigue inmerso en él. En este contexto, es difícil evitar que las ciencias, echando de lado la idea de libertad como una vana ilusión, se lancen masivamente a explicar el comportamiento humano mediante argumentos causales. De ahí las oleadas sucesivas de intentos de explicación causal del fenómeno humano que se suceden a lo largo de la Modernidad, desde las más rudimentarias y mecanicistas, hasta las más sofisticadas que ofrecen la economía y las ciencias sociales, la biología, las “ciencias cognitivas y la genética. Para todas ellas, finalmente el ser humano no es más que una marioneta de la causalidad, a la cual nada quedaría sustraído.

[cita] Honrando las mejores tradiciones militares, la de los oficiales prusianos que vinieron a modernizar el Ejército de Chile, el Capitán General debiera haberse llevado la Luger (no podría ser de otra marca) a su ya nevada sien. Habría entonces descendido a los infiernos como un héroe; ahora él y sus colaboradores más cercanos han descendido igual, pero dando el espectáculo de mafiosos decrépitos. [/cita]

Ante este formidable aparataje de explicación causal, ¿qué le queda a quienes quisieran rescatar la dignidad específica de lo humano ? Ante situaciones extremas, medidas extremas. Así, por ejemplo, es posible pensar que lo que distingue al ser humano de un pedazo de carne (o de neuronas, de ADN, da lo mismo) consiste en que el animal humano sería capaz de suicidarse. Desprenderse de la vida meramente biológica y así, aunque sea por un instante (como el nadador, que logra levantar la cabeza por sobre el agua para respirar), demostrar la dignidad, o la diferencia irrebasable entre el ser humano y la mera naturaleza, que por su parte sólo querría sobre-vivir, perdurar. Esta estrategia intelectual es buena, pero tiene el inconveniente de que los motivos para el suicidio pueden ser poco dignos: el deseo de venganza (de causarle dolor a los deudos), de eludir la responsabilidad y el castigo, el dolor, el simple miedo a la vida. Por ello Martín Heidegger, cuyo Ser y Tiempo puede ser leído como el intento de rescatar un humanismo (aunque no sea ya el tradicional) de la succión implacable de las ciencias, elabora una concepción estilizada, intelectualmente sublimada, del suicidio: no otra cosa es el famoso “ser-para-la-muerte”, Sein-zum-Tod, de Ser y Tiempo.

Banal desde este punto de vista fue el suicidio del mentado Barriga Muñoz, agobiado al parecer por su inminente encarcelamiento y por la mala situación económica que sus antiguos camaradas de armas (por armas entiéndase aquí parrillas eléctricas y demases) no fueron capaces de solucionar. Pero Muñoz Barriga era un subalterno. Distinta es la situación de quienes han optado en vida por actuar en el gran escenario histórico del poder.

El ejemplo por excelencia aquí es el suicidio de Salvador Allende. Este acto no puede ser interpretado sino como el de un individuo que rehusa que su vida biológica se prolongue más allá de su existencia moral. En el instante supremo, conjeturo, Salvador Allende pudo haberse imaginado como Presidente de uno más entre los patéticos gobiernos en el exilio. Prefirió conservar su estatura, su dignidad, y morir junto a su proyecto. Con él murió también el viejo orden de la República de Chile.

Distinto es el caso de los no-suicidados. Dos ejemplos paradigmáticos. Erich Honnecker, postrer gobernante de la República Democrática Alemana. Honneker no era cualquier persona: había sido un luchador antifascista, había estado prisionero en un campo de concentración. Es sabido que los comunistas no-judíos, así como los delincuentes comunes, recibían un trato relativamente preferencial en los campos. El nazismo, incapaz de administrar por sí solo su enorme universo concentracionario, desarrolló, al interior de los campos de exterminio, un peculiar sistema de autogestión: la institución de los “kapos”. Estos kapos, más allá de su filiación política o delictual, eran “arios”: su destino, por tanto, no era la cámara de gases ni el crematorio. Esto hizo posible que muchos comunistas, transformados en kapos, sobrevivieran, manteniendo incluso su organización al interior de los campos, a la espera de que la hora de su cita con la historia llegara. Y llegó: de ahí, y arrastrando esta ambigua carga ética, surgieron muchos de los cuadros políticos que se harían cargo del poder en la RDA.

Honnecker fue uno de estos sobrevivientes. Su trayectoria lo condujo a la primera magistratura de un país que, aunque, en el momento de su caída, nadie haya disparado un tiro en su defensa, era considerado modélico en la constelación de los “socialismos reales”. Derrumbado su proyecto histórico, Honnecker, hasta entonces un puro y duro atleta del poder, optó por asilarse en la Embajada de Chile. En nuestro país, recordemos, residía entonces su hija, su yerno y nietos. La escena siguiente, de la cual parte de la izquierda chilena de ese tiempo fue cómplice, es grotesca. Honnecker, quien había optado por vivir peligrosamente, en pleno escenario del poder y la historia, aceptó ser presentado como un tierno abuelo que lo único que quería era venir a Chile a cuidar de sus nietos.

Otros caminos se le abrían sin embargo a Honneker. El primero, enfrentar un juicio en la Alemania reunificada. Un juicio conducido según las reglas de un estado liberal, con plena libertad de información y de defensa, en el cual Honnecker (como alguna vez, y en mucho peores condiciones, lo hizo el legendario dirigente comunista Jorge Dimitrov, acusado por los nazis de complicidad en el incendio del Reichstag) podría haber enfrentado a sus acusadores, defendiendo la dignidad histórica de la fenecida RDA y del proyecto histórico del cual fue parte. El otro camino era el de Salvador Allende. La decadencia moral de los socialismos reales se puede medir por este hecho: Honnecker prefirió el rol de abuelito y eludió el juicio (el cual nunca se realizó: la escrupulosa Corte germana terminó por declararse incompetente, dado que los supuestos delitos se habían cometido al interior de otro estado, ya inexistente). Se asiló en Chile, donde murió la miserable muerte del ser humano ordinario que él, sin embargo, había optado alguna vez por no ser.

El segundo es el caso de Daniel López, antiguamente conocido como el Capitán General Augusto José Ramón Pinochet Ugarte, y de sus secuaces. Lo que impide a la derecha reivindicar la memoria de estos perros (perros guardianes son los militares, según Platón en su República: en Chile nos soltaron a los perros) es que se hayan aferrado a su existencia biológica —a sus achaques seniles, a su insaciable familia, a sus “desvíos de fondos” fiscales o privados— más allá de la duración del significado político de sus vida: más allá de “The Clinic”, en el caso específico de Pinochet. Pues en ese preciso lugar, honrando las mejores tradiciones militares, la de los oficiales prusianos que vinieron a modernizar el Ejército de Chile, el Capitán General debiera haberse llevado la Luger (no podría ser de otra marca) a su ya nevada sien.

Habría entonces descendido a los infiernos como un héroe; ahora él y sus colaboradores más cercanos han descendido igual, pero dando el espectáculo de mafiosos decrépitos. La derecha en algún momento dejó de asistir a los cumpleaños de Pinochet porque habría querido celebrar, no esos salivosos eventos, sino sus gloriosas exequias y efemérides: lo habrían honrado —pero ya es demasiado tarde— cada año en su monumento ecuestre, un perro (sigo con Platón) montado sobre un caballo.

En síntesis: hay que saber terminar lo que se empieza.

PD: Michel Nash tenía 20 años al momento del Golpe. Militaba en las JJ.CC. y hacía el servicio militar en Iquique. Pagó con su vida su negativa a disparar contra civiles indefensos. En un mundo en el que los héroes no abundan, no estaría mal que el Ejército de Chile le rindiera honra, a él y a otros que pusieron su dignidad por encima de su supervivencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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