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Bachelet, soberbia Opinión

Bachelet, soberbia

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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El estilo inédito de su candidatura respecto de los usos y costumbres de la vieja socialdemocracia, ponen de manifiesto un quiebre profundo del bacheletismo con la cultura política tradicional de ese mundo.


Antes de 1973, era moneda corriente –se dice– cierta franqueza de la socialdemocracia chilena en su diálogo con el mundo social. No había secretos, las palabras se decían a flor de piel y sin demasiado disfraz. Existía una familiaridad entre la élite y sus dirigentes que permitía que las cosas se debatieran sin rodeos. El diálogo era fraterno y evidenciaba la complicidad entre dirigentes políticos y gremiales, cuya mayor manifestación fue el compromiso de estudiantes y trabajadores con el gobierno de Allende. Es más, ni siquiera la dictadura pudo romper ese vínculo y ambos actores mantuvieron en esos años altos niveles de fidelización y empatía que también contribuyeron al retorno democrático y donde ambos desempeñaron papeles significativos. Pero no sólo eso, incluso ya en plena transición se pudo seguir observando un diálogo fluido entre el gobierno de Aylwin y Manuel Bustos, a través del mismo René Cortázar. Era una época en que se los consultaba e invitaba permanentemente. Y si bien los líderes sindicales no siempre compartían las propuestas del gobierno, sí saludaban y agradecían la conversación sincera con ellos. Fue en la época de Frei donde esa vieja costumbre empezó a decaer y varios aún recuerdan el carácter duro y opaco del ministro de Hacienda, Eduardo Aninat, para con las multisindicales. Lagos y miembros de su gabinete retomaron parte de esa antigua práctica: el ministro del Trabajo se reunía periódicamente con Arturo Martínez; el propio  mandatario, más de una vez, tomó desayuno con Juan Luis Castro, por entonces presidente del Colegio Médico, cuando la relación con el gremio se ponía álgida. Incluso el díscolo Esteban Maturana tenía la costumbre de avisar a Palacio sobre sus actos de movilización y protesta. Y si bien, durante la administración Bachelet, Osvaldo Andrade mantuvo parte de esa costumbre, lo hizo más bien como componente de una tradición personal que por una política institucional de gobierno. Por el contrario, no es difícil recordar la fuerte oposición que ese Ejecutivo tuvo del movimiento estudiantil en 2006 y de los subcontratistas de Codelco en 2007. Es más, la propia conducta del entonces ministro de Hacienda, Andrés Velasco, de llamar personalmente a los máximos empresarios cuando enfrentaba problemas para pedirles “calmar las aguas”, marcó un precedente, y es un buen ejemplo de la óptica de aquella administración de gobierno sobre este punto. Así fue como el diálogo quedó monopolizado por los empresarios; en tanto, el movimiento social se vio restringido a la protesta, cuando no a comisiones e informes.

A partir del precedente que sentó esa administración, resulta explicable por qué en la centroizquierda actual no sean un escándalo las declaraciones de la presidenta de la CUT, Bárbara Figueroa, quien, en el contexto de la visita de ME-O a la CUT, le envió el siguiente recado a Michelle: “Aquí hemos visto un programa concreto donde el tema laboral está siendo abordado, no sólo en la intención de las buenas ideas”. Por la misma razón, parece que tampoco sorprendieron, unos días después, las palabras del vicepresidente de la CUT, Nolberto Díaz, cuando señaló que “no se nos ha dicho nada que nos indique que se están considerando nuestras propuestas. Lo que hemos tenido es silencio y mucho secretismo”. O la evidente falta de sintonía con el movimiento estudiantil, pues no dejaban de hacerse públicas las 50 propuestas del comando, cuando inmediatamente los presidentes de la FECH y la FEUC decían a coro que “nunca hemos sido convocados para discutir  medidas educacionales. Vemos que todavía hay muchas líneas en gris, y no sabemos las bajadas concretas de esta reforma educacional”. Así como tampoco fueron positivas las reacciones de otros líderes como el mismo Esteban Maturana, o los colectivos de la diversidad sexual: “Es el peor escenario que podríamos tener”, indicaron luego de conocer la propuesta en esa materia.

[cita]A partir del precedente que sentó esa administración resulta explicable por qué en la centroizquierda actual no sean un escándalo las declaraciones de la presidenta de la CUT, Bárbara Figueroa, quien, en el contexto de la visita de ME-O a la CUT, le envió el siguiente recado a Michelle: “Aquí hemos visto un programa concreto donde el tema laboral está siendo abordado, no sólo en la intención de las buenas ideas”.[/cita]

La actitud de la candidata puede resultar entendible por el precedente que sentó anteriormente, y por el tono que adquirió su campaña una vez finalizadas las Primarias, donde el entusiasmo del cambio, que representó muy bien ella misma, fue reemplazado por el discurso del orden y el distanciamiento con los actores sociales y estudiantiles. Sin embargo, que el propio presidente del partido de Bachelet haya declarado que “el detalle programático no es un tema en que los partidos estén presentes” (hecho político que fue aprovechado por Andrés Zaldívar, para pedir no implementar medidas que no se conocen) y que, más aún, ello diera pábulo para que Alejandro Navarro afirmara que “hemos tenido que salir a defender unas medidas que no conocíamos, pero que compartimos”, dan cuenta de un nivel de deterioro aún mayor en el diálogo democrático siempre necesario, tanto con aquellos que se pretende representar, como con quienes son el sustento de su campaña. Lo anterior es un síntoma evidente respecto de la ausencia de canales de comunicación fluidos entre la candidata y su comando, no sólo con los actores con los cuales tendrán que verse las caras en el 2014, sino con los propios colectivos políticos que, pese a su crisis, dan sustento a su campaña.

Además de las razones anteriores, es posible que la explicación esté también en su abismal distancia con el resto de los aspirantes, así como en un estilo de liderazgo que cree firmemente (y puede tener razón en ello) que a la gente común y corriente le importa un comino el tema programático, con excepción de aquellas cosas básicas que si interesan a todos: la garantía de que la economía funcione bien, haya trabajo y prosperidad. Ello explica que la candidata no se reúna aún con la CUT ni con los principales dirigentes estudiantiles (a excepción de aquellos que son adherentes), pero sí lo haga, y muy publicitadamente, con los empresarios, entregándoles una señal de “prioridad” que ellos supieron asimilar y procesar. Síntoma de que en calle Tegualda continúa imperando una visión muy ortodoxa del modelo, donde todavía no se toma nota de la responsabilidad de ese modelo en la crisis actual de la política. Y si a todo ello sumamos una candidata que piensa que los empresarios tienen poder de veto, más grupos ortodoxos de apoyo con trayectorias disímiles (un círculo íntimo de radicales hasta bien entrado los ’90, y una mayoría de tecnócratas),  podemos encontrar –emulando a Althusser– la explicación a la otra ruptura epistemológica que el bacheletismo ha provocado en el corazón de la vieja socialdemocracia chilena: el rompimiento de su capacidad de diálogo con los actores que siempre fueron, si no su principal apoyo, por lo menos sus adherentes o cómplices.

El estilo inédito de su candidatura respecto de los usos y costumbres de la vieja socialdemocracia, ponen de manifiesto un quiebre profundo del bacheletismo con la cultura política tradicional de ese mundo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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