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Michelle, ¿cómo podemos combatir la desigualdad?

Sergio Fernández Figueroa
Por : Sergio Fernández Figueroa Ingeniero comercial de la Universidad de Chile. Ha ocupado cargos gerenciales en el área de Administración, Contabilidad y Finanzas, y se ha desempeñado como consultor tributario y contable en el ámbito de la Pyme.
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En su primer discurso como presidenta, Michelle Bachelet planteó, entre varios tópicos de mucho interés, una declaración y un llamado. “¡Chile tiene un solo gran adversario, y eso se llama desigualdad!”, advirtió hacia el final de su alocución, y agregó “Y sólo juntos podremos enfrentarla”.

Contundente mensaje, ¿no le parece? Y más que pertinente, considerando el escandaloso, humillante y vejatorio panorama que, en esa materia, nos arrojó a la cara el reciente informe de la OCDE, donde Chile muestra, por lejos, el peor desempeño en materia de desigualdad dentro de tan selecto grupo, a sideral distancia de los líderes en la materia. Es una declaración que marca lo que pareciera ser la impronta que quiere darle a su gobierno (lo que para Piñera fue, aunque con no muy buenos resultados, la eficiencia): combatir,  de una vez por todas, la extrema e inaceptable desigualdad que nos afecta; y la forma en que piensa abordarla: con la colaboración y el apoyo de todos quienes habitamos en esta larga y angosta faja.

El punto a dilucidar es, desde luego, ¿cómo lo hará? Porque, estimado lector, el lastimero e indignante resultado que nos muestra la OCDE no es un accidente. Tampoco un problema coyuntural. Es ni más ni menos que el resultado obtenido por este obcecado país con la aplicación, durante 40 años, de un modelo de desarrollo aberrante, inmoral e indigno, que favorece, fomenta más bien, la concentración de la riqueza en manos de unos pocos.

Porque eso es lo que nos muestra el informe de la OCDE: el desempeño del modelo de desarrollo vigente, ¿verdad? Es un informe de evaluación, el resultado de un examen donde, como uno lo mire, dicho sistema sale reprobado (no sólo eso; es el peor de todos los modelos evaluados). ¿O a usted le parece que nuestro “eximio” y “paradigmático” neoliberalismo es una blanca e inocente paloma en esta abyecta historia?

Como nuestra presidenta tuvo la gentileza de llamarme a colaborarle (así interpreto yo, al menos, esa última parte de su discurso), me permito responder de manera inmediata a su convocatoria, planteándole los aspectos que hay que dilucidar para enfrentar con éxito tan morrocotudo desafío.

Permítame, estimado lector, recurrir para ello a una inmortal cita planteada en el siglo XIX por William Thomson, eximio matemático y físico conocido universalmente como Lord Kelvin: “Lo que no se define, no se puede medir; lo que no se mide, no se puede mejorar; lo que no se mejora, se degrada siempre”. Ella condensa, de manera brillante, lo que el nuevo gobierno, si desea tener éxito en la magna tarea que se ha planteado, debe necesariamente efectuar: definir lo que entiende por desigualdad —en qué consiste y cuál es, exactamente, su origen—, determinar la forma de medirla —a cuánto asciende, cuál es su dimensión—, y la de combatirla —el cómo hacerlo, la estrategia más apropiada; cuál es la forma más efectiva de enfrentarla y, por supuesto, de doblegarla.

Son preguntas incómodas, lo sé. ¿Qué es, para usted señora presidenta, la desigualdad? ¿Podría definirla, por favor? Y, ¿cómo piensa medirla? ¿Cuáles son sus causas? ¿Qué hará para reducirla? ¿Hasta dónde pretende disminuirla en su período? Sin embargo, plantearlas y responderlas es la única —lo reitero, la única— forma lógica y racional de abordar el problema. Si Michelle Bachelet cruza ese puente, ese sólo hecho la hará pasar a la historia con letras de oro. Sería el único presidente, hombre o mujer, que habría tenido la valentía de hacerlo hasta la fecha, y sentaría las bases, primero, del combate sistemático contra tan abominable flagelo y, segundo, de un sistema de evaluación —¡por fin!, ¡si no existe ninguno!— de la gestión presidencial.

Vamos, pues, al aporte.

LO PRIMERO: ¿QUÉ ES LA DESIGUALDAD Y CUÁLES SON SUS CAUSAS?

Lo que no se define, no se puede medir. Lancémonos a la piscina, entonces. ¿Qué es la desigualdad?
Aunque ciertas instituciones tienen la suya propia —la del Banco Mundial, por ejemplo, señala que desigualdad es “la dispersión de una distribución, sea del ingreso, del consumo o de algún otro indicador de bienestar o atributo de una población”— no hay una definición unánimemente aceptada al respecto. Me permitiré, pues, usar la mía: la desigualdad es un desequilibrio en el acceso al bienestar que genera una sociedad. Este bienestar, dependiendo del caso, puede corresponder a ingresos, a bienes, a servicios, a oportunidades o a recursos productivos, y que exista desequilibrio significa que algunos acceden, en desmedro del resto, a un bienestar mayor que el que, en justicia, les corresponde.

¿Cuáles son las causas de ese desequilibrio? Siempre desde mi perspectiva, pueden dividirse en tres grupos: las causas insoslayables, las capacidades y  la inequidad.

Las causas insoslayables son aquéllas que, por muchas medidas que uno tome, siempre estarán presentes en una sociedad. Son tres: las diferencias genéticas —haga usted o que haga, jamás podrá correr como Usain Bolt, cantar como Juan Diego Flórez o usar el cerebro como Stephen Hawking—, las conductuales —una persona optimista tendrá más opciones en la vida que una pesimista, y una responsable que una irresponsable—, y las generadas por el azar —son muy pocos los que logran ganarse el loto, por ejemplo, pero si es ése su caso, usted será desigual a partir de ese momento.

Las competencias son aquellos conocimientos, aptitudes, habilidades o destrezas que uno adquiere en su vida por medio de la educación, la capacitación y la experiencia, y que le permiten desenvolverse de mejor manera en el complicado devenir diario. Es casi inevitable, por ejemplo, que un médico acceda a mayores niveles de bienestar que un recogedor de basura, o un ingeniero en minas que un albañil.

La inequidad es aquella parte de la desigualdad generada por la asimetría del poder, vale decir, causada por el uso de posiciones de privilegio en beneficio propio. Como bien sabemos, cuando uno tiene poder tiende, inevitablemente, a favorecerse a sí mismo o a su gente cercana. Ha sido así desde la prehistoria, y seguirá siéndolo por los siglos de los siglos. Ejemplos de este tipo de desigualdad son las colusiones de precios, el manejo de información privilegiada, el desigual acceso a las oportunidades que genera la sociedad, la usura, el nepotismo y la obtención de bienes públicos en forma gratuita (pudiendo pagar por ellos) o a precios irrisorios, entre otros muchos.

Tenemos la definición y las causas. Vamos, pues, al segundo paso.

LO SEGUNDO: ¿CÓMO SE MIDE LA DESIGUALDAD?

Lo que no se mide, no se puede mejorar. Necesitamos, pues, herramientas de medición que nos permitan determinar no sólo la magnitud de la desigualdad, sino, en lo posible, qué parte de ella corresponde a cada una de las causales mencionadas en el punto anterior. Dos son las más utilizadas: el coeficiente de Gini (revise detenidamente el informe de la OCDE, para tener claro dónde estamos ubicados al día de hoy con respecto a dicho indicador) y el coeficiente de desigualdad 10/10 (o relación interdecil). Este último mide la relación entre el promedio de los ingresos del décimo decil (el más rico) y el de los del primero (el más pobre), y ya que resulta más fácil de usar y entender, nos centraremos en él. Observe, para ello, el gráfico siguiente, que muestra dicho indicador para los países de la OCDE (Fuente: elaboración propia a partir de datos obtenidos del Banco Mundial y de la minuta comparativa publicada por el gobierno anterior):

Tabla N° 1: Coeficientes de desigualdad 10/10 para países de la OCDE (1)

coeficiente de desigualdad

(1)    No está considerado Islandia, por no disponer de sus datos, y está agregado Uruguay, para efectos comparativos.

Como puede apreciar, en todos los países que han alcanzado el desarrollo, este indicador es de sólo un dígito (menor que 10). Por ejemplo, en Suecia y Noruega alcanza a  6; en Alemania y Austria, a 7; en Suiza y Francia, a 9. En algunos que se hallan más o menos cercanos a alcanzar el desarrollo, se ubica entre 10 y 15 (España, 10; Australia y Nueva Zelandia, 13). En Uruguay, el más avanzado en este ámbito en Sudamérica, es 18. En Chile, según una minuta comparativa de reciente aparición elaborada por el gobierno saliente (a reconocimiento de partes, relevo de pruebas) es de 35,6. ¡Casi el doble que la de Uruguay! ¡Más del triple que la de un país desarrollado! Vergonzoso, ¿verdad? E inaceptable, habría que decir.

El punto clave aquí, es que este indicador no tiene un solo origen. En él confluyen los efectos de todas las causales mencionadas más arriba. En otras palabras, del coeficiente total, una parte está explicada por las causales insoslayables, otra por las competencias, y una tercera, por la inequidad. La pregunta del millón aquí es, ¿cuánto mide cada parte? Puesto de otra manera, de los 35,6 que es el coeficiente de Chile, ¿cuánto corresponde a cada una de dichas causales?

Para responderla, analicemos la situación de los países desarrollados. En ellos, al igual que en Chile, los recogedores de basura y los estafetas (porque también los hay) forman parte del primer decil de ingresos. Eso significa que los coeficientes de dichos países —de un dígito, como ya dijimos— incorporan, aparte del efecto de las causales insoslayables, también el de las competencias (la relación médico vs recogedor de basura está implícita en ellos). Y, dado que son mucho más avanzados socialmente que nosotros, hay bases sólidas para suponer que el componente generado por la inequidad está reducido a su mínima expresión, y que la desigualdad que presentan, obedece casi exclusivamente a ellas.

Se puede inferir, en consecuencia, que un coeficiente de desigualdad 10/10 que sólo refleje los efectos de las causales insoslayables y de las competencias, debería situarse en torno a 10 (e incluso menos), por lo que toda la diferencia hasta alcanzar los 35,6 de nuestro país, debería corresponder a inequidad. Denominaremos, entonces, al guarismo 10, como el coeficiente de desigualdad 10/10 libre de inequidad, y a la diferencia entre éste y el coeficiente total, como el coeficiente de inequidad. Así, el coeficiente de inequidad de Chile es 35,6 – 10 = 25,6. Éste es, estimado lector y estimada Michelle, el que hay que reducir a cero.

Tenemos, por consiguiente, nuestras herramientas de medición: el coeficiente de desigualdad 10/10 y el coeficiente de inequidad, y sabemos cuáles son las metas que, en relación a ellos, debemos alcanzar. Tenemos que reducir el primero a 10 (o menos) y el segundo, a cero.

LO TERCERO: ¿CÓMO SE COMBATE LA DESIGUALDAD?

Lo que no se mejora, se degrada siempre. Hay que actuar, sí o sí, contra la desigualdad, pues de lo contrario ésta tiende, inevitablemente, a acrecentarse.

Pretender enfrentar las causas insoslayables, es tiempo perdido. ¿Cómo reduce usted las diferencias genéticas? ¿Cómo maneja el azar? Algo más puede hacerse en lo que respecta a las conductas, pero a muy largo plazo y a un costo muy elevado. No va por ahí, entonces, la manera más efectiva de enfrentar al mencionado flagelo.

Actuar sobre las competencias es el camino que han pretendido usar (por lo menos de la boca hacia afuera) todos los últimos gobiernos, y también es, hasta el momento al menos, el que pretende utilizar Michelle Bachelet. Por ello está planteando una profunda reforma educacional como uno de los pilares en que sustentará el desempeño de su gobierno. El detalle específico de lo que tiene considerado hacer aún no es conocido, por lo que no es dable opinar todavía al respecto. Lo dejaremos, pues, como materia pendiente, aunque sin dejar de mencionar que pretender acabar con la desigualdad sólo por medio de mejorar las competencias, es absolutamente inviable. ¿Por qué? Pues, porque todas los oficios y profesiones que la sociedad ha desarrollado para su adecuado funcionamiento, deben estar siempre cubiertos para que tal propósito se cumpla. En toda nación, deben existir tanto médicos como recogedores de basura; tanto ingenieros como albañiles; tanto empresarios como estafetas. No puede usted prescindir de nadie. Tampoco pretender que existan sólo profesionales. De manera que, si usted quiere reducir en serio la desigualdad, tiene que buscar otra ruta. Actuar sobre las competencias, no es la mejor. Más aún, pretender abordar el flagelo exclusivamente por esta vía es, lisa y llanamente, no entender el asunto.

El tercer camino, es el que menos ha sido utilizado hasta la fecha en nuestro país, pero es el más fructífero: combatir la inequidad. Es el que han utilizado, con enorme éxito, todos los países desarrollados. ¿Cómo puede hacerse? Atacando en profundidad las prácticas y las estructuras que originan y permiten mantener la asimetría de poder en nuestra sociedad; todo aquello que huela a concentración de riqueza, de poder, de información, de privilegios o de recursos naturales. Por cierto, ello requiere modificar algunas de las bases del actual modelo, tales como el Estado “subsidiario” o los impuestos bajos, pero si de verdad se quiere combatir el fenómeno, habrá que hacerlo, ¿no le parece? Sólo a manera de ejemplo, y para no extenderme en demasía, mencionaré algunas posibles formas de avanzar por esta ruta (usted, amigo lector, seguramente conoce, y puede agregar, muchas más).

Eliminar el “sistema integrado de impuesto a la renta”, reemplazándolo por uno donde los tributos de las empresas sean de beneficio fiscal y donde quienes obtienen mayores ingresos paguen, efectivamente, los tributos que les corresponden. Con ello se consigue limitar en gran parte la acumulación indebida de riqueza.

Establecer un límite no superior al 20% para la concentración máxima que puede llegar a registrarse en una industria, como la bancaria, la de los seguros, AFPs, farmacias y retail. En aquellos casos donde existan posiciones monopólicas imposibles de resolver (servicios básicos, por ejemplo), procurar devolverlos a poder del Estado, con condiciones de máxima transparencia para su gestión.

En el ámbito de los recursos naturales, modificar la ley de pesca, eliminando de raíz la vergonzosa norma que entregó gratuitamente un elevado porcentaje de nuestros recursos pesqueros a perpetuidad a unas pocas empresas pesqueras (el recurso debería, como muchas voces lo han planteado, licitarse anualmente).

En lo que respecta a la minería, establecer un royalty sustancialmente superior al actual para la explotación de recursos mineros, y tomar las medidas pertinentes para que las futuras explotaciones de la gran minería, sean desarrolladas por el Estado. Hoy, con el desarrollo actual de las técnicas administrativas y del mercado financiero, no existen razones de peso para oponerse a que los recursos naturales más valiosos que poseemos, sean entregados a precio vil a empresas privadas con la excusa de que necesitamos inversión extranjera.

En el ámbito laboral, por una parte, fortalecer los sindicatos, asimilando las normativas que los rigen a las que existen en los países líderes en la materia; y por otra, legislar para hacer obligatorio que las empresas repartan entre sus trabajadores, como gratificación legal, el 30% de las utilidades del período (para ello, sólo se requiere eliminar la figura de la “gratificación legal garantizada” del Código Laboral). Ni le cuento el impacto que tendría en la distribución del ingreso esta medida específica.

En la administración pública, redefinir y fortalecer la carrera funcionaria, eliminando todos los cargos “a contrata” y a honorarios (estos últimos sólo deberían permitirse, como casos excepcionales, para situaciones muy restringidas); suprimir la mayor parte de los “cargos de confianza” (en dicha calidad deberían estar los ministros, los subsecretarios, los gabinetes de éstos (lo más reducidos posible), unos pocos asesores y pare de contar); suprimir las reelecciones indefinidas de los parlamentarios (no deberían permitirse más de una vez); establecer que todos los cargos, sin excepción, de jefes de servicios, directores de organismos, jueces de cualquier instancia, embajadores y agregados ce cualquier tipo, sean ocupados por funcionarios de carrera.

Maximizar la transparencia en todos los ámbitos del servicio público. A este respecto, aquella información que se debería mantener en secreto, tendría que ser la excepción. A modo de ejemplo, las Fiscalías deberían poner de manera permanente a disposición de sus usuarios una lista detallada de todas las actividades que han efectuado en relación con sus casos, de manera que ellos pudieran controlar que éstos no han sido abandonados por los fiscales (como se rumorea que ocurre en la mayoría de los casos que éstos tramitan).

Desde luego, hay muchas otras medidas que pueden estudiarse e implementarse para desconcentrar el poder y la riqueza. Usted, estimado lector, puede entretenerse haciendo largas listas de ellas. En un país con tanta inequidad como el nuestro, usted levanta una piedra y saltan tres o cuatro situaciones que deben ser abordadas a este respecto. No es, sin embargo, la intención de este artículo entregar una lista exhaustiva de ellas.

El verdadero propósito es responder a la petición de la presidenta, y aportar con un grano de arena a la que debiera ser la gran gesta de todos por los próximos años: la lucha contra la desigualdad. Aquí está mi aporte, presidenta. Espero que le sirva.

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