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Ad Augusta per Angusta: el arte y su relación con el conflicto social

Carolina Olmedo Carrasco
Por : Carolina Olmedo Carrasco Historiadora del Arte y estudiante de Doctorado en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile.
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El cierre el pasado domingo 18 de mayo de la exhibición de Ad Augusta per Angusta, muestra y obradel artista chileno Francisco Papas Fritas (Francisco Tapia Salinas, Santiago, 1983), pone sobre la mesa una serie de elementos que movilizan la discusión en torno a las operaciones llevadas a cabo por el artista de su estado actual, centrado principalmente en el debate legal en torno a la quema de pagarés correspondientes a la deuda de un sinnúmero de estudiantes de la Universidad del Mar. En medio de una nueva acción de arte realizada en el marco de la muestra, una visita colectiva al Palacio de La Moneda convocada tanto por el artista como por los dirigentes estudiantiles (y deudores) de la Universidad del Mar para arrojar en su frontis las cenizas resultantes de la quema de la deuda, resulta ineludible preguntarse el por qué es relevante el posicionamiento desde el arte como soporte de una acción de esta naturaleza: una manifestación pública en rechazo al lucro en la educación superior. Pues, pese a ubicarse Francisco Papas Fritas porfiadamente en la tribuna de las artes visuales, en los comentarios generados por la muestra en los medios parece hacerse caso omiso de dicho posicionamiento, o abordarlo más bien como una anécdota que explicaría la excentricidad del acto. Esto deja en un segundo plano dos preguntas que resultan fundamentales para la observación panorámica de su gesto: cuál es la posibilidad que tiene una obra de arte de interpelar a la estructura de dominación que la contiene y cuál es la contribución del arte dentro del conflicto social de las mayorías en Chile, que persigue el mismo fin.

Por ello, y tratando de ir más allá del pormenor leguleyo levantado por la obra entre distintos comentaristas —que además tiende a posicional equívocamente “lo legal” y lo “justo” como sinónimos, obviando el heterogéneo rol de la hegemonía en la construcción misma de leyes—, el objetivo será ahondar tanto el sentido concreto propuesto por la obra, así como la instalación del debate en la esfera pública acerca del lucro en la educación utilizando al espacio del arte como soporte de comunicación social. Una línea que asomó tímidamente en algunas columnas, y que sin embargo fue desplazada rápidamente por un discurso que disfrazado de “lo oficial en el arte” que busco capitalizar para sí parte de la amplia cobertura mediática de la obra.

Tratando de ver más allá de la especulación en torno a la relevancia efectiva de la quema de la deuda en términos legales (la desaparición misma de la deuda a través de la incineración de los documentos), la tónica constante en los textos que abordan el debate en torno a Ad Augusta per Angusta es más o menos similar: la legitimidad de la acción del artista en términos sociopolíticos, sus posibles consecuencias legales y una cierta incomodidad respecto a la categoría de “obra de arte” que se le confiere tanto por su espacio de exhibición (el GAM, un espacio establecido de producción cultural) como el propio gesto de su autor al presentarse como un artista en todo momento.

Esta incomodidad respecto a la categoría de “obra de arte” parece instalarse en dos direcciones: por una parte, en la reacción de la escena artística frente a la sobre-exposición mediática que la muestra tuvo; pero también en la aparente transparencia con que la obra se presenta a sus espectadores, un público general acostumbrado a que el arte sea difícil, críptico y —parafraseando a una canción de Los Prisioneros— “cualquier cosa rara menos lo que hagas tú”. Tanto la muestra como las operaciones contenidas en ella parecen configurarse como un espacio crítico raso y público sobre el lucro en la educación superior, al que cualquier sujeto puede acceder sin necesidad de mediación alguna en temas de artes visuales. Una temática que —para variar dentro del repertorio artístico local— interesa a un número amplio de posibles observadores, desbordando el reducido circuito de espectadores con que el arte chileno cuenta habitualmente. Ambos aspectos, tanto la mediatización de la obra como su transparencia argumental, no sólo pondrían en crisis su pertenencia al “mundo del arte” ante los ojos de los autodenominados especialistas del arte, sino que además filtrarían hacia la prensa la ya tradicional lectura que separa las producciones de conocimiento entre sí: en este caso, la diferencia insondable entre el arte y la política.

Como una toma de posición, la apuesta es la conciliación de dos mundos que ante el discurso intelectual tradicional parecen irreconciliables: ahondar en una posible definición de arte político y la inscripción que Ad Augusta per Angusta tiene en dicha categoría. Citada por el teórico y artista germano-uruguayo Luis Camnitzer en un texto de 2012, una definición acertada históricamente de un arte político es la que la artista estadounidense Andrea Fraser realiza en un artículo del mismo año[1]:

“[…] Todo arte es político, el problema es que la mayoría [del arte] es reaccionaria, es decir, pasivamente afirmativa de las relaciones del poder bajo las cuales fue producida. […] Yo definiría al arte político como el arte que conscientemente se propone intervenir en las relaciones de poder [en lugar de solamente reflexionar sobre ellas], y esto significa necesariamente las relaciones de poder dentro de las cuales el arte existe. Y hay una condición más: Esta intervención tiene que ser el principio organizativo de la obra de arte en todos sus aspectos, no solamente en su ‘forma’ y su ‘contenido’, sino también en su forma de producción y de circulación.”

Instalado en el rol de la circulación de ideas al servicio de un entorno inmediato (un soporte de la comunicación social) más que en su calidad de medio de producción específico, el arte político es el soporte a través del cual un sector de la intelectualidad participa de manera directa y activa de un proyecto de modificación crítica de lo real. No tiene que ver únicamente con cualidades productivas, cuya cercanía o lejanía está signada primeramente por su capacidad de dialogar con una realidad social particular. En ese sentido, más que la lectura liberal de una figura mesiánica y salvadora que se ha hecho de la acción de Francisco Papas Fritas, el artista opera en un rol intelectual muy cercano al descrito por Gramsci para la producción de saberes desde los sectores populares: un intelectual articulado como tal en sus relaciones sociales, que despliega su quehacer en la realidad próxima y se posiciona en el rol de la conciencia del sector social al que representa con el fin de ampliar el horizonte emancipatorio de su colectividad.

La posibilidad de producir intelectuales estaría dada, en ese sentido, por la obtención de conducción en ciertas franjas de la producción de sentidos generales a toda la sociedad. En ese contexto, Francisco Papas Fritas —que no es literalmente un “endeudado” de la educación superior, pues no fue a universidad o instituto alguno—-, se posiciona como un sujeto de extracción popular, nacido en una población, educado en una escuela pública y autodidacta en el arte que tiene el tiempo de observar los fenómenos que convocan a los distintos actores de su propio sector social: una voz autorizada para hablar de los oprimidos no por ser un “iluminado mesías”, sino que por vivenciar la misma experiencia de aquellos a quienes busca representar.

Sobre esto último, es necesario revisar las intenciones manifiestas por el propio Francisco Papas Fritas, que han sido expuestas audiovisual y textualmente como material constitutivo de la obra; y, por tanto, elementos inseparables de la “materialidad” de la instalación, puestas al mismo nivel que las cenizas y el acto mismo de quemar los pagarés. Si bien la tendencia ha sido opacar los testimonios del artista en una suerte de búsqueda de neutralidad a la hora de mirar sus actos, cuando éstos han sido considerados se los aborda como elementos accesorios respecto de la acción misma de incinerar las deudas, incluso asumiendo al texto confesional dentro de dicha categoría (pese a ser una pieza fundamental en la medida que activa la movilización de la opinión pública en torno a la quema de documentos).

En ese sentido, los relatos al interior de la obra (ya sean escritos o audiovisuales) tienden a ser abordados por la opinión de ciertos sujetos vinculados al arte chileno como un acto de narcisismo por parte de su autor, estigmatizados por la trayectoria previa del artista y leídos como la auto-construcción de un mesías que utiliza al arte como soporte de su épica. Sin embargo, es necesario otorgar cierto beneficio de la duda a esta lectura en la medida que aplana ciertos aspectos y destaca otros que, en algunos casos, incluso son opuestos a la valoración de la muestra por amplias franjas de la opinión pública. Esta última parece aceptar sin miramientos la explicación dada por Francisco Papas Fritas acerca del fin último tanto de las acciones involucradas en la muestra como de su propia producción artística: la representación de un cuerpo social unificado en el que distintos individuos se reconozcan como semejantes bajo una misma problemática colectiva. Así, el fin manifiesto de la obra según se enuncia en sus propios comunicados (el convertirse en “el museo de la memoria de la vergüenza de sistema educacional que tenemos”) llega al espectador de manera expedita, configurando una comunidad dialogante en torno al problema propuesto. Cuestión que se reafirma con el rechazo de Francisco Papas Fritas a dar entrevistas a medios de prensa local (que se proveen de información a través de redes sociales), así como el apoyo y aparición en el cuarto comunicado viralizado por el artista de Raúl Soto y Camille Beaumont, ex dirigentes estudiantiles de la Universidad del Mar, convocando al público general al cierre de la muestra: “no es la obra de Papas Fritas, sino que la de todos los endeudados” (Camille Beaumont).

El hecho de que se traduzca a priori la acción de Francisco Papas Fritas a través del deseo de protagonismo y no como parte de un movimiento generacional mayor a él responde a que los debates actuales sobre producción cultural parecen haberse volcado por completo a una perspectiva individual tanto de la creación como de la experiencia estética, asumiendo como un hecho indesmentible la superación histórica de los intereses colectivos o gestos solidarios como relato (por ejemplo, un amplio debate sobre ello se despliega en los recientes libros de Carlos Saavedra y Carolina Urrutia sobre el cine chileno de los últimos 15 años). Así, en este escenario que se ha denominado de post-transición, la única posibilidad de referir a un sujeto colectivo es a través de la recurrencia a un corpus problemático tan internacionalizado como abstracto para el observador local: piezas que abordan ciertas problemáticas sociopolíticas globalizadas como las que Alfredo Jaar realiza acerca del genocidio en Rwanda o el paso fronterizo entre San Diego y Tijuana son perdonadas en su excesivo panfletismo, principalmente por poseer el indiscutible privilegio de dialogar con el mundo. Dichas producciones sí tienen la posibilidad de ser presentadas y criticadas como arte político sin ningún tipo de apostilla, en cuanto a que sus problemas permanecen en el campo de lo universal y sus conflictos suelen ser traducidos desde la visión del altruismo intelectual más que desde el compromiso político o la identidad de clase.

Como contracara, una obra como Ad Augusta per Angusta, que no sólo se opone a las lecturas contemporáneas del rol de la cultura sino que además se las salta por completo —pues la comprensión integral de la obra está muy lejos de necesitar cualquier debate sobre arte contemporáneo mundial como soporte—, en el mejor de los casos corre la suerte de ser valorada desde el arte como una manifestación a destiempo (“sesentera”, dirían algunos) y en el peor, quedar vetada su condición de obra de arte ante la elección maniquea (y artificial) entre el sobrio mundo de la “alta cultura” y el “espectáculo mediático” de la cultura de masas.

Asumiendo a priori que la relevancia mediática que la obra ha tenido ha nebulizado la categoría de obra de arte, o cuando menos, abre la posibilidad de ponerla en cuestión, la reacción de algunos medios especializados en artes visuales resulta quizás la más decepcionante de todas: un abanico de reacciones que va desde la exigencia de una solución mesiánica y la imposición de una utilidad específica en lo real (que como sociedad completa no hemos podido proveernos, por cierto) a la clausura de la lectura desde el arte de la obra en exhibición. Y pese a “probarse” en el propio campo disciplinar la pertenencia de la muestra de Francisco Papas Fritas a una tradición y categoría específicas (algo que parece insólito tras la sucesión de discursos de vanguardia a lo largo del siglo XX), aún hay textos que hacen uso de las comillas al hablar de su categoría de obra de arte. Siguiendo a Maurizio Ferraris, dicho gesto de condicionalidad —la puesta en examen de aspectos que antes constituían certezas— no sería otra cosa que la abierta ridiculización e ironización de lo diferente como la clausura total del debate por medio del escepticismo (2012, 6-8). Instalando esta incredulidad como soporte, incluso a pesar de asumir su calidad de arte, se califica a su actuar como más panfletario y menos poético que las revueltas del Di Tella durante el “68 argentino”, por ejemplo: acciones político-artísticas alabadas casi de facto de este lado de la cordillera por su condición mítica, como si para el análisis de arte contemporáneo chileno resultara más aceptable intelectualmente hablando quemar lienzos que documentos de deudas. Pareciera ser que es de mejor gusto en el arte chileno que los artistas persistan en hablar sobre ellos mismos o peor aún, que asuman inocentemente que su producción es parte de un proceso progresivo y perfectible.

En ese sentido, una certeza que emerge en el campo local a partir de este debate es que a pesar de la desmaterialización de los procesos artísticos desde una perspectiva disciplinar, así como los sucesivos procesos contra-institucionales —tanto productivos como exhibitivos— desplegados en el campo artístico local a lo largo del siglo XX, el arte parece seguir siendo un método de distinción y un lenguaje reservado para los problemas y sujetos de siempre: una categoría condicional a la integración de las producciones a una forma de hacer arte contemporáneo que de cuenta de “la forma más actualizada de su despliegue”, que asume pasivamente una historia lineal, progresiva y distinta a otro tipo de producciones intelectuales, donde la globalización de sus lenguajes está por sobre el interés que generen en un público local amplio o las exploraciones de otros campos del conocimiento. Desde esa retórica vaciada de capacidad de debate real en cuanto a problemáticas constitutivas de la obra, a cierto sector de la crítica le parece contradictorio e incluso burdo el reclamo de Francisco Papas Fritas contra la PDI por “profanar” su obra tras requisar parte de las cenizas el 15 de mayo pasado, desde la perspectiva que cierto arte político debiera abandonar la categoría de obra que otras piezas y procesos ostentan indiscutidamente. También le parece un exceso que la obra “prometa sin cumplir” la extinción de la deuda, como si la única posibilidad de acceso a lo real desde el arte sea su uso estratégico con usos concretos y no la apertura de un espacio de debate que trascienda los límites habituales. En fin, parece reivindicarse en esta pasada, por contraste, la celebración de un arte marginado de cualquier posibilidad de debate social y su reproducción continua.

Se manifiesta en este punto, por otro lado, un denuesto crítico acerca de las obras que gustan a las mayorías, asumiendo irrestrictamente por comodidad que este gusto es un error nacido de la ya famosa “falta de cultura” de amplias franjas de la sociedad, a la que tantos críticos acuden en su insuficiencia por establecer un diálogo efectivo con la realidad social inmediata. Incluso hay posturas peores, que asumen que tanto la mediatización de la muestra como el sentimiento de justicia popular despertado por la obra enlodan el “sentido original” que debe tener una obra de arte, volviéndola básica, transparente y naif. Se asume en esta perspectiva el error del artista en acceder a formas más elaboradas de proponer un debate, como si la sofisticación fuera un valor neutral y no un parámetro al servicio del espectador al que se busca hablar. En este caso, el “pecado original” de Papas Fritas parece ser, para algunos críticos, el público al que selecciona como interlocutor (los sectores populares, endeudados y precarizados) y el acceso a sus espacios de lectura y debate (la prensa no especializada). Por otro lado, el “defecto de fábrica” de la obra sería el acudir de manera “básica” a la interpelación de una dimensión política capaz de establecer ciertos aspectos emotivos e identitarios en la población, como si el arte fuera una práctica completamente ajena a estas tareas, unificada en torno a normas establecidas de complejidad mínima para ostentar tal título.

Desde esa perspectiva, la pregunta abierta al circuito artístico nacional hoy sería de qué le sirve el arte a un público general amplio si este no busca, desde la perspectiva individual del artista, cuando menos dialogar con los grandes problemas de su interés. Cuánto de honestidad hay en una producción artística que se enuncia desde una “vocación de masas” globalizada, pero que en su despliegue habitual no es capaz de crecer hacia nuevos sectores sociales inmediatos, dedicándose su crítica a excluir cualquier medio que pudiera sacarlo de su inmovilidad local en pos de hablar un lenguaje mundializado. En ese sentido, la invitación de Francisco Papas Fritas a “a empaparse de la realidad y a hacer cosas con lo real” debe ser tomada como el ingreso de amplios sectores sociales a la experimentación de cierta producción visual que, aunque no guste, se posiciona cada vez más como la cara más amable y democrática del arte contemporáneo en la esfera pública.

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[1] El artículo citado por Camnitzer es: Bordowitz, Gregg. “Tactics Inside and Out”. En Artforum, número 9, año 2004. p. 215. Otras ideas de la autora frente a esta materia son consultables en: Fraser, Andrea. “There’s No Place Like Home / L’1% C’est Moi”. En Continent, número 2.3, año 2012. pp. 186-201.

(*) Texto publicado en Red Seca.cl

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