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¿Educación universitaria gratis? De la consigna a las prioridades

José Miguel Salazar
Por : José Miguel Salazar Abogado. Ex secretario ejecutivo del Consejo Superior de Educación. Cursa estudios de doctorado en el Centro para el Estudio de la Educación Superior de la Universidad de Melbourne.
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Las disciplinas del cuidado (incluyendo a la Educación, el Servicio Social, la Enfermería y otras profesiones afines) también son áreas prioritarias. En un país en que la calidad de los servicios del cuidado está altamente estratificada, su nivelación permitiría un avance significativo en equidad. Por eso, lo que nos corresponde como sociedad es cubrir los costos de esos programas en universidades equipadas para entregar actualizaciones disciplinarias e investigación en estos campos.


Sabemos que la educación gratuita y de calidad es una de las prioridades del gobierno entrante. ¿Sabemos, sin embargo, qué significa esto para las universidades? Ellas no esperan que esta promesa de campaña sea distorsionada, como ocurriría si el gobierno es forzado a focalizar su agenda en la educación escolar. Por más de dos décadas, el estado de las escuelas municipales ha sido la excusa recurrente para posponer una mayor inversión en la educación superior. Esta vez, los chilenos no votaron postergar nuevamente a la educación superior.

Al mismo tiempo, una educación universitaria libre de aranceles y de mejor calidad no puede ser alcanzada por decreto. Es de vital importancia que el tránsito a este nuevo estado de cosas esté mediado por una serie de pasos iniciales que fortalezcan el sistema educativo en su conjunto, de manera de ir logrando un progreso incremental.

La antigua generalización de que todas las universidades, estatales y privadas, deben cobrar aranceles a cambio de entregar a sus estudiantes credenciales para el mundo del trabajo, funcionó por un tiempo: permitió que personas con talento pudieran acceder a oportunidades formativas. La multiplicación desenfrenada de vacantes que siguió, causó el progresivo deterioro del nivel de calidad basal de la enseñanza, a la vez que hizo a las universidades más dependientes del financiamiento privado. Aunque siempre fueron escasos, hoy contamos con menos recursos académicos y pedagógicos para atender a los estudiantes con más necesidades de apoyo, quienes muchas veces tampoco pueden pagar los crecientes aranceles que las universidades cobran. El diagnóstico no es muy alentador: la educación superior chilena no está colaborando para expandir uniformemente las posibilidades de movilidad social.

En otros países, determinar quién merece subsidios para asistir a la educación superior es frecuentemente debatido sobre la base de las nociones de bien público, bienes públicos e interés público. Acá la situación no es muy distinta. Pero, evidentemente, en Chile el uso de estas palabras da origen a toda clase de confusiones, incluso para quienes se sienten cómodos con estas etiquetas. Bajo la sombra de la herencia de Jaime Guzmán, muchas alternativas están disponibles para justificar que toda la educación superior chilena contribuye al bien público. Éste entrega un aura de autenticidad incluso a la institución de educación superior más mercantil.

[cita]Las disciplinas del cuidado (incluyendo a la Educación, el Servicio Social, la Enfermería y otras profesiones afines) también son áreas prioritarias. En un país en que la calidad de los servicios del cuidado está altamente estratificada, su nivelación permitiría un avance significativo en equidad. Por eso, lo que nos corresponde como sociedad es cubrir los costos de esos programas en universidades equipadas para entregar actualizaciones disciplinarias e investigación en estos campos.[/cita]

Entre otras cosas, la educación de pregrado aspira a formar mejores ciudadanos que van producir más riqueza –y, por ende, más impuestos– y van a tener una mejor calidad de vida. A través de la investigación, la educación superior aporta al desarrollo del país y a la comprensión de sus problemas y necesidades. En la medida que las universidades contribuyen a lo primero o lo segundo, se dice frecuentemente que entregan bienes públicos. Eso hace que la diferencia entre universidades estatales y privadas sea un problema empírico que se reduce a medir cuántos resultados son efectivamente producidos.

Lo que se omite muchas veces es –como plantea Brian Pusser– que los bienes públicos no sólo son un conjunto de resultados esperados sino también un espacio para el debate profundo y examinación minuciosa de la polis y sus necesidades. En esta perspectiva, la universidad se constituye en algo parecido a la esfera pública de Habermas; esa área de la vida social en que impera la razón pública que nos legara Immanuel Kant. Esa que nos permite trabajar desinteresadamente por el bien de la sociedad. Por supuesto, muchas instituciones de educación superior pueden identificarse con esa visión, pero ¿cuántas de las universidades privadas chilenas son organizadas y dirigidas por subculturas políticas o grupos religiosos?

La idea de bien público no se opone a la posibilidad de que existan bienes privados. Más bien, su contrario sería la idea de despilfarro, algo que no nos beneficia colectivamente. En el escenario en que la educación superior chilena está masificada –financiada principalmente con recursos privados que esperan un retorno de la inversión– el credencialismo (o la pérdida de valor de las credenciales, también conocida como la inflación de los diplomas) es una forma avanzada de despilfarro. También lo son la publicidad y el avisaje, sea porque hacen a la buena educación más cara de lo que deberá ser, sea porque hacen pasar algo malo como algo que vale la pena tener.

Funcional y organizacionalmente, las universidades estatales están especialmente diseñadas para contribuir al bien público. Desde el prisma de su función, la formación universitaria, y especialmente la de pregrado, se concentra en una síntesis que está escasamente presente en otras instituciones de educación superior del país: combina, en similar proporción, rigor y pluralismo preparando a sus egresados para contribuir significativamente al progreso colectivo y al fortalecimiento de la democracia. De esa forma, sostiene uno de los pocos pilares que permiten una movilidad social efectiva en Chile.

¿Es posible imaginar una movilidad social ascendente sin una buena educación? La sociología ha descrito algunos casos –a propósito de revoluciones sociales o cambios drásticos en las estructuras productivas de un país– escasamente aplicables a situaciones más estables. Por otra parte, para que el “elevador” de la movilidad social opere a través de la educación universitaria, se requiere de talento y trabajo duro. Uno de los problemas asociados a concebir la educación superior como un derecho universal consiste en alterar este supuesto: en el escenario actual, es muy probable que produzca un trueque masivo de aranceles por credenciales en vez de facilitar un intercambio de talento y trabajo duro por oportunidades.

Las universidades estatales han sostenido una y otra vez que el recurso más importante que un joven puede traer a la universidad no es el pago de aranceles sino su talento. Por eso, cumplen una función social única: atraen el limitado talento disponible y le entregan una educación que los convierte en mejores ciudadanos y agentes activos para el desarrollo del país. ¿Cómo lo hacen? Como ha sugerido Michael Burawoy, la educación que entregan las universidades estatales articula balanceadamente cuatro dominios esenciales.

Por una parte, la formación de pregrado da acceso a los estudiantes al cuerpo acumulado de conocimientos, conceptos y narrativas que define una disciplina o área de estudio. A su vez, los sitúa respecto de las aplicaciones del conocimiento que hace una disciplina, habilitándolos para incidir en el campo de las políticas públicas y para el ejercicio de algunas ocupaciones, sean éstas reguladas o no. También les entrega herramientas analíticas para examinar críticamente los fundamentos de la disciplina y sus distintos desarrollos, abriendo la posibilidad de que se involucren en la investigación científica. En fin, les da la posibilidad –a través de diálogo pedagógico– de presentar los puntos de vista que tienen como ciudadanos opinantes sobre el impacto de la disciplina (alto/bajo, bueno/malo), su lenguaje y sus postulados en el funcionamiento del orden social y en la explicación y apropiación del contexto natural en que éste se sitúa.

A través de los distintos ámbitos en que se desenvuelve la educación superior, las universidades del Estado trabajan duramente para alcanzar y mantener una combinación efectiva de estos dominios, de manera de cumplir con su promesa de producir las condiciones para una movilidad social efectiva. Es difícil enfatizar suficientemente la importancia de este compromiso. Aunque parezca paradójico, la movilidad es necesaria para la estabilidad de las democracias modernas: sin ella, se desperdicia talento y se resquebraja la legitimidad del orden social.

Quizás deberíamos enfatizar más que las universidades estatales pertenecen a todos los chilenos. ¿Qué significa esto? En principio, ellas tienen un compromiso explícito de entregar información a la comunidad, alimentando el dominio público con su docencia e investigación –sobre lo bueno, lo malo y lo feo que somos capaces de producir– y evitando caer en el derroche de avisaje comercial.

Es bueno insistir en esto: los chilenos son dueños de sus universidades estatales. Esta propiedad es evidentemente difusa, pero impone a las instituciones una misión clara. Ellas se conducen como si estuvieran especialmente dedicadas a servir el interés público y a proteger los bienes públicos que se les han encomendado. Pocas veces se destaca el efecto que esto tiene en su sistema de gobierno, y que se diferencia sustantivamente de la forma en que las universidades privadas conducen sus asuntos.

El gobierno de las universidades estatales –su organización y su sistema para decidir sobre alternativas que enfrentan– es participativo, de manera que ella confía su destino a un coro amplio de voces, en que los estudiantes, los funcionarios y los académicos tienen una amplia influencia en las decisiones que ellas adoptan. No es siempre fácil tratar de liderar una institución de este tipo, pero eso le imprime un carácter propiamente democrático, a través del cual la universidad estatal actualiza constantemente su imperativo de deberse a sus miembros (unos más temporales, otros más permanentes), y a la comunidad nacional toda. Como intuye William Tierney, hay una correlación entre los propósitos y la estructura de una organización, entre la democracia interna de las universidades públicas y el cultivo de los bienes públicos que definen a la educación superior democrática.

El gobierno participativo es uno de los desafíos que enfrenta Chile en el plano más general: lograr instalar procesos para la toma de decisiones colectivas dentro de las comunidades. No es algo en lo que tengamos una larga experiencia. Confiar en la habilidad de los chilenos para tomar decisiones por sí mismos va contra la larga tradición de paternalismo que campea entre las elites locales. En último caso, siempre será mejor preguntarle a un experto que confiar en que la gente puede tener puntos de vista informados.

Las críticas al gobierno participativo en las universidades estatales se concreta en restricciones legales y un permanente estado de sospecha. Un ejemplo peculiar de esto es la tendencia de tomar la idea de gobierno participativo y hacerla sinónimo de algo llamado “el gran gobierno”. Algunos economistas británicos creen que existe una analogía entre la forma de gobierno de las universidades menos gerenciales y el clientelismo e ineficiencia que campea en las grandes burocracias estatales. Sin embargo, intentar absorber y reflejar las opiniones de la comunidad universitaria en la adopción de decisiones institucionales no es ineficiente cuando se trata –a diferencia de las empresas que buscan el beneficio de sus dueños o controladores– de crear valor para la comunidad como un todo.

Visto desde el prisma de la función que cumplen las universidades estatales y la forma de gobierno participativo que ellas adoptan, es posible empezar a imaginar algunas opciones para la instalación de una educación universitaria gratuita. Hemos querido sugerir dos posibilidades en este documento.

Antes, sin embargo, es importante insistir en que el compromiso que nuevo gobierno ha asumido para la introducción progresiva de una educación superior libre de aranceles no ocurrirá de la noche a la mañana. Entre otras causas, eso se debe a que quienes han estado a cargo de la formulación e implementación de las políticas públicas parecen haber estado más preocupados de observar selectivamente tendencias globales sobre el desarrollo de la educación superior, que en articular las bases de un sistema de educación superior funcional que sea capaz de desarrollarse incrementalmente y asegure niveles mínimos de desempeño. Desde el retorno de la democracia, uno de los problemas recurrentes de la educación superior chilena consiste en adoptar orientaciones de política a medio digerir desde otras realidades. Puestas en práctica, ellas interactúan con el contexto local de una manera tal que el resultado se aleja sustantivamente de los modelos imitados. Por una vez, necesitamos reconocer que Chile es Chile.

Ello no significa que no tengamos que poner atención a lo que ocurre más allá de Latinoamérica a la hora de buscar orientaciones de política. Pero a veces los grandes temas globales sólo nos recuerdan cuán diferentes somos. Piense, por ejemplo, en el creciente alarmismo en un grupo de países desarrollados a propósito de la magnitud decreciente de la formación en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas. Estas disciplinas fueron excluidas del aumento (al triple) de los aranceles de pregrado que dispuso el gobierno inglés en 2011. No existe evidencia de que Chile tenga ese problema. Aquí, las carreras en las áreas de Ingeniería y Tecnología concentran una parte importante de la matrícula. En ellas, también, la movilidad social que promete la educación superior adquiere frecuentemente una especial connotación. A diferencia de las economías más avanzadas, no tenemos la necesidad de importar talentos o habilidades para cubrir la demanda en estos campos.

Las áreas que debemos priorizar para la educación de pregrado libre de aranceles son otras. En vez de insistir en la ampliación al subsidio a la demanda –expandiendo incrementalmente la gratuidad del sistema en función de la situación socioeconómica de los estudiantes– es necesario asegurar el financiamiento de lo que es prioritario dentro del sistema, partiendo por las universidades que están más íntimamente comprometidas con el bien público. Una de las áreas que debemos abordar prontamente es la de las disciplinas fundamentales. Dada la orientación profesional de nuestras carreras, esta es una verdadera debilidad. Las ciencias básicas, incluyendo las matemáticas, son cruciales y tenemos aquí un déficit importante. Las humanidades y algunas ciencias sociales también son clave si queremos una sociedad que alcance mayores niveles de densidad y cohesión. La circunstancia de que sólo el uno por ciento de los estudiantes de pregrado se dedique al estudio de las humanidades es un buen indicador de que aún no somos parte del primer mundo.

Todas estas disciplinas fundamentales también contribuyen a mejorar la formación general que experimenta cada estudiante de pregrado. Precisamente ella puede hacerse cargo de las deficiencias que sabemos que existen en la educación secundaria. La gratuidad de este componente –destinado a nivelar las oportunidades para que los estudiantes puedan alcanzar el éxito académico– también está justificada. Las disciplinas del cuidado (incluyendo a la Educación, el Servicio Social, la Enfermería y otras profesiones afines) también son áreas prioritarias. En un país en que la calidad de los servicios del cuidado está altamente estratificada, su nivelación permitiría un avance significativo en equidad. Por eso, lo que nos corresponde como sociedad es cubrir los costos de esos programas en universidades equipadas para entregar actualizaciones disciplinarias e investigación en estos campos.

En síntesis, las áreas de las disciplinas fundamentales y del cuidado deberían ser las prioridades para introducir la gratuidad en educación superior. Especialmente en las universidades estatales que se gobiernan participativamente. Si logramos estructurar programas en estas áreas, o componentes de ellos, que puedan ser gratuitos, estaremos avanzando hacia el bien común y velando que él se mantenga robusto. Si alcanzamos tal progreso, el eslogan de educación superior gratuita y de calidad puede convertirse en una realidad que contribuya a mejorar la legitimidad de nuestro cuestionado sistema de educación superior.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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