Lo que no logran ver los economistas neoliberales: el costo humano de los incentivos
Señor Director:
A continuación un extracto de un e-mail que escribió en 2013 la Directora de un colegio vulnerable que está con problemas psiquiátricos fruto de la evaluación constante de la ley SEP:
“Llevamos ya varios años con esto de la SEP, no puedo más, no logro lo que me piden, mis profesores han dado la vida, la primera vez ganamos la excelencia, pero no lo podemos sostener. Yo no puedo más, pero estoy visitando al psiquiatra, no se preocupe por mí, lo que me duele son los niños”.
Esta situación la observamos en variadas empresas y Vincent de Gaulejac le ha llamado cuantofrenia: la obsesividad por la medición.
La Directora administraba un colegio con una serie de proyectos muy interesantes: círculos de paz, escuela nocturna para los padres y madres de sus estudiantes, talleres para la mejora del aprendizaje, etc. Por supuesto que los profesores y profesoras subieron el SIMCE; sin embargo, en dos años, ya no pueden seguir subiendo. Ninguna empresa lo hace, ni Phillips, ni IBM, ni el Metro, a no ser que haga reestructuraciones en busca de la excelencia. Dentro de su lógica, las empresas echan a las personas que no sirven y siguen buscando a los mejores para continuar con la productividad.
Pero las escuelas no son empresas.
Las investigaciones que analizan las consecuencias desde el contacto con las escuelas muestran que bajo este sistema de gestión las escuelas que van a morir viven este proceso con angustia. Las cifras de los economistas tienen rostros: son niños, niñas, padres, apoderados y directivos que sufren mientras sus escuelas cierran sus puertas. El proceso es lento. Primero se van los compañeros/as y profesores que tienen mejores rendimientos y los que se quedan terminan siendo los más pobres, los hijos e hijas de quienes han caído en la delincuencia, los que tienen necesidades educativas especiales, los que ya están en problemas con la justicia o los niños y niñas extranjeros que vienen recién llegando a Chile llenos de penas por la migración económica. Todos los dolores juntos y toda la necesidad de amor y acompañamiento juntas. No cabe duda que nadie quiere ir a esas escuelas, ni como estudiante, ni como directivo, ni como profesor.
Las investigaciones han evidenciado el sufrimiento de niños y niñas que no pueden arrancar de los colegios “improductivos”. ¿La educación a la que aspiramos es acaso aquella, que en nombre de una supuesta libertad, condena desde los 5 años a un niño o niña a la segregación por su rendimiento?
Nuestras escuelas, en especial aquellas que trabajan con fondos del Estado, tienen una función social y la obligación de educar a los niños y niñas de Chile. El Estado es el llamado a proteger a aquellos que están en dificultad. Al dejarlos a todos juntos a la espera del cierre del colegio, los exponemos a una situación de desamparo y a una condena sin justificación. Estamos obligando a las personas a alcanzar méritos excepcionales que les permitan arrancar y no volver la vista atrás.
Los llamados “especialistas en educación” se refieren a las escuelas como empresas y les aplican la misma nomenclatura: las escuelas son organizaciones; los directores, líderes; los profesores, recursos humanos; los aprendizajes, productos; el SIMCE, un control de calidad. Un fiel reflejo de esto es el ex decano y académico de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, Joseph Ramos, el cual propone en una columna una profundización de las consecuencias asociadas al SIMCE en tanto indicador de calidad, proponiendo que las subvenciones a las escuelas por parte del Estado dependan de los resultados de este test (o de “cualquier otra medida de calidad”).
¡Y eso lo plantea sin problemas éticos, más encima asumiendo que este número, el SIMCE, validará la condena de transformar a una escuela en un campo de concentración o un lugar más humano! Las mediciones estandarizadas podrán iluminar en algunos aspectos la política pública, pero en ningún caso el SIMCE es sinónimo de Calidad y menos de BUENA EDUCACION.
Nosotros asumimos que mientras para Joseph Ramos hay factores, incentivos, resultados y logros, otros escribimos desde el dolor, la frustración, la desesperanza que hemos visto en las establecimientos como resultado del proyecto de escuela que Ramos defiende.
La obsesión de la escuela no puede ser la productividad. Necesitamos escuelas que sean espacios de diversión para los niños y niñas, en que se pueda aprender la solidaridad y el respeto por el otro, donde se aprenda con sentido, donde se entregue un sostén afectivo a los niños y niñas porque los padres trabajan.
Por último, existe mucha evidencia educativa internacional que muestra que los niños y niñas aprenden mucho mejor en aulas diversas. Que es un gran parámetro de BUENA educación. Algunas evidencias dicen que se retrasa un poco el aprendizaje de la matemática o el lenguaje, pero se aprende algo muy importante: a vivir en el mundo, con hombres y mujeres, de distintas clases sociales, con distintas capacidades.
La columna de Joseph Ramos nos plantea una disyuntiva. Debemos mirarla con detención como sociedad. ¿Queremos buscar nuevas formas para acercarnos a una escuela plenamente democrática e igualitaria o queremos avalar que miles de escuelas condenen a los niños y niñas de Chile y funcionen con la eficiencia de un campo de concentración?
Patricia Guerrero
Psicóloga, Doctora en Sociología Universidad París 7
Académica UCSH e investigadora RISC