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La palabra ha muerto

Felipe Ruiz
Por : Felipe Ruiz Periodista. Candidato a Doctor en Filosofía.
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El discurso ha perdido consistencia, se ha adelgazado el espesor de los dialectos, todo discurso es visto como “mentiroso” o “vacío”. El periodismo televisivo, en su tecnolecto y su balbuceo, suman a la causa mostrando lo peor de la argumentación, como si ciertos énfasis o cambios de tono agregaran algún tipo de interés especial a los conceptos.


Fue el poeta Raúl Zurita, en su ensayo “Los poemas muertos”, quien sentenció que vivimos la época de “la agonía” de las lenguas, lo que nos lleva a pensar con seriedad en la muerte del lenguaje. En un tono más teórico, Pablo Oyarzún y Willy Thayer han hablado, a propósito del pensador chileno Patricio Marchant, de la “pérdida de la palabra”: y esto es el corolario de una proscripción a tabula rasa de la palabra “compañero”.

Lo cierto es que no hace falta ser un experto para notar que las palabras han perdido su peso específico. Que el lenguaje de la publicidad, sobre todo, pero también años de opinología televisiva y demagogia, han pasado la cuenta a nuestro lenguaje. De un modo indirecto, esto también ha ocurrido debido a la inmigración y sus cambios de “tono” o “acento”, en suma, habitamos en Babel: las ruinas del habla.

El discurso ha perdido consistencia, se ha adelgazado el espesor de los dialectos, todo discurso es visto como “mentiroso” o “vacío”. El periodismo televisivo, en su tecnolecto y su balbuceo, suman a la causa mostrando lo peor de la argumentación, como si ciertos énfasis o cambios de tono agregaran algún tipo de interés especial a los conceptos.

Basta recordar el eslogan de la Feria Internacional del Libro de Santiago 2013 (“FILSA pal que lea”, a saber) para notar que el lenguaje de la publicidad ha vencido al lenguaje literario. Así como se lee pero nadie entiende lo que lee, se ha abierto una brecha en aquella vieja consigna emisor-mensaje-receptor. Esta brecha, me temo, es infranqueable e irreversible, es la sentencia de que la comunicación y su credibilidad están en crisis definitiva y que, por tanto, está en crisis la confianza de la implícita palabra empeñada.

[cita]El discurso ha perdido consistencia, se ha adelgazado el espesor de los dialectos, todo discurso es visto como “mentiroso” o “vacío”. El periodismo televisivo, en su tecnolecto y su balbuceo, suman a la causa mostrando lo peor de la argumentación, como si ciertos énfasis o cambios de tono agregaran algún tipo de interés especial a los conceptos.[/cita]

En efecto, toda comunicación es originaria de un contrato implícito de verdad (así lo es desde tiempos tan inmemoriales como los de Aristóteles). Roto ese contrato, el lenguaje es un sofisma, un instrumento para el timo y el engaño. La política es vista como la primera en caer. Se instaura la idea de que los políticos “mienten”. Pero el hecho no es producto de un análisis, sino de la mera intuición, del acto reflejo que provocan los media en la ciudadanía.

Esto implica así un colapso del espacio público (como decía Jürgen Habermas), del ágora y del debate. Hablar de lo público no es otra cosa que radicalizar el mundo privado, llevarlo al tapete y, así, poner en la mesa los problemas de comunicación en medio de la res publica

El lenguaje, así, se ha jibarizado: se ha vuelto un asunto de problemas pedestres, donde cada uno tiene su verdad y desea imponerla al resto. El lenguaje resiente de tal modo los efectos de estos “embates” que se convierte en eufemismo o un artefacto instrumental.

La comunicación humana es un tema delicado. Compete, más que a expertos, a la misma sociedad. Implica la correspondencia de los unos con los otros, su reconocimiento mutuo. Recuperar el antiguo lenguaje no es la estrategia adecuada. En cambio, asomarse a un nuevo tipo de discurso, limpio y clarificado de las añosas fórmulas de antaño, parece una tarea más que necesaria en esta nueva realidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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