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Las estrellas al desnudo

Jaime Retamal
Por : Jaime Retamal Facultad de Humanidades de la Usach
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Caín desbordado. No le bastaron una trilogía de Lexus y parecer Tony Soprano conduciendo opulento, lujurioso, descapotado o quizás aspirando –lleno de sí– un habano Montecristo, por las autopistas de Santiago.

Quiso más, porque para él es normal querer más si se tiene como apellido el de una de las mujeres políticas más poderosas de la historia de Chile.

También, por qué no decirlo, si se conoce cómo hacer dinero fácilmente desde los entresijos secretos del poder. La ética de vivir «para» la política hace rato que se transformó para él y para toda una generación de políticos en una pura patraña ética e irrisoria. ¿Por qué no vivir «de» la política cuando lo que hacen todos es justamente eso?

[cita] Bachelet, entre mujer y madre, entre asumirse Medea o no, tuvo que demostrar una vez más, ante su propio mito, lo mujer que es, lo mujer antes que madre o esposa: ella es una mujer política, una “verdadera mujer” como diría Lacan, que está dispuesta a sucumbir ante los “hechos funestos” que hicieron de su hijo el chivo expiatorio perfecto de esa meritocracia tan totalitaria, voraz y autocomplaciente. Si en la llegada de Dávalos a La Moneda ella se vio débil y madre ante la opinión pública, en su caída se mostró fuerte y dispuesta a ser la mujer que ante la historia y su propio mito es, la verdadera mujer: Medea. [/cita]

No se trata de un pensamiento tan delirante, sino perfectamente posible, estratégico y racional: Caín representa el modo más extremo de lo «nuevo rico» que se puede ser o llegar a ser (es una pulsión inhibida, culposa, qué duda cabe), si de vivir «de» la política se trata.

No obstante, Caín es el hijo pródigo, el hijo secretamente más amado, el hijo al cual –más por madre que por mujer– se le lleva al poder y al glamour de La Moneda, para tenerlo cerca y al cuidado del descarrilamiento.

Abel, en cambio, se cree mejor, se cree el hijo bueno. Como antítesis del hijo pródigo, se presenta en sociedad como su contracara: como el hijo próvido perfecto, bien peinado, cuidadoso, trabajador y diligente en la labor cotidiana. El hijo que toda madre quisiera tener, al que se le alaba porque representa –en apariencia– el éxito que se puede llegar a tener cuando hablamos de mérito.

No obstante, este Abel que representa a toda una generación de nuevos y altos funcionarios estatales, esconde en sí las ansias naturales de quien ha convivido –y que en rigor fue concebido– a la sombra del poder de los viejos estandartes de la Concertación; se trata de una generación que vivió desde muy joven –desde las federaciones universitarias– de las migajas que caían de la sobremesa del poder, reemplazando una eternidad de veces su propio raciocinio por el de su jefe de cuadro pertinente.

En consecuencia, es una generación que ha sido domesticada así: desde la pobre política que aprendieron a hacer en las universidades (donde las más de las veces el ejemplo cívico es reemplazado por una crápula politiquera) hasta el roce estatal que tuvieron que asimilar en las funciones públicas que les tocó hacer para escalar, hoy, hasta los más altos lugares de la administración pública.

Nadie –nunca será majadero el recalcarlo–, nadie puede decir seriamente que Abel representa a un hijo «meritocrático» por antonomasia, pues de meritocracia es justamente de lo que no estamos hablando. Además nunca ha sido así, como bien lo demuestra Alfredo Joignant en un texto imprescindible de leer tanto por su metodología como por sus conclusiones, titulado Political Capital and the Unequal Career Origins of the Political Elite in Chile, publicado como capítulo en el libro Political Inequality in an Age of Democracy: Cross-national Perspectives (Routledge, 2014).

Ninguno. Ni el supuesto Caín o el muy y mediático supuesto Abel, ninguno está ahí por las santas razones que se autoatribuyen, por casta o por mérito. Están ahí por las razones que siempre han tenido quienes hacen del poder una fuente de ingresos y ascenso social.

De ahí en más, lo que realmente sucedió estos últimos días es la clásica rivalidad entre hermanos: tanto por la bendición o maná que de la madre poderosa se espera, o cuanto como consumación de una venganza jamás dicha, pero siempre pensada: desde los albores inconscientes que se sintieron al escuchar, como una daga clavada en el orgullo reprimido de años de sumisión a los patrones de la política, el extraordinario mote de “galán rural”, que la sangre llegó al río o al ojo. Una escena más de la dulce hoguera de las vanidades.

Todo esto explica a la perfección este inusual manejo comunicacional que la crisis del “nueragate” significó. ¿Cómo explicar tan mal manejo y por tan poco? ¿Sólo por la cercanía a la “madre Bachelet”? Digo “poco” en verdad, porque basta que nos hagamos seria e institucionalmente la pregunta por las nueras, las esposas, los hermanos y un largo etcétera de los grandes varones de la política chilena, para advertir que el uso y manejo de redes no empieza y términa con Dávalos, él es sólo una exposición grosera de algo, tal vez, ya naturalizado. O es en verdad el perfecto hijo sacrificial.

En fin… Peñailillo tendrá que vivir inexorablemente con la inhibición culpable que significa ese tan extraño y deficiente manejo comunicacional.

El modesto haikú “es un problema entre privados” fue demoledor para Dávalos, así como cada uno de esos haikús pronunciados por Peñailillo o quien fuera a continuación, al pasar los días, que resultaron cada vez más demoledores para lo que de capital, en la opinión pública, quedaba aún en la caja de ahorros de Dávalos.

Esos haikús comunicacionales lo que hicieron en verdad fue poner de manifiesto la ideología –o contraideología– de clase inferior que tanto irrita a esa supuesta clase meritocrática popular, esa que de tanto orgullo y mala conciencia acepta sin remilgos castigar de vez en cuando, en la plaza pública, los errores del hijo pródigo de turno: el alma poblacional dolida, victimizada, despeinada por las trompadas a un pobre y lindo “galán rural”.

El “nueragate” ha sido el perfecto escenario para que las estrellas queden completamente desnudas en sus pulsiones.

¿Quién no, si se es un hijo de esta naturaleza, presentándose como un Abel ante el mundo, quién no va albergar en sí ese deseo parricida necesario para llegar al poder? Aunque sea simbólicamente o elípticamente a través del hijo, ¿quién no? Así, el rito de venganza tuvo al discurso de la meritocracia como el mejor relato de articulación. Fue un gustito, pero sublime.

Como decía Roland Barthes, la política es el momento en que lo político se vuelve discurso, discurso de repetición. En este sentido y sin paradoja, el plano discursivo de la igualdad –mantra de la Nueva Mayoría– terminó por desnudar la pobre, paupérrima, estrategia comunicacional elaborada por Peñailillo y los suyos en La Moneda para dejar caer a Dávalos.

Finalmente, si para acrecentar el “mito Bachelet” sirvió esta caída de Dávalos, podríamos decir que efectivamente ella resulta fortalecida.

Bachelet, entre mujer y madre, entre asumirse Medea o no, tuvo que demostrar una vez más, ante su propio mito, lo mujer que es, lo mujer antes que madre o esposa: ella es una mujer política, una “verdadera mujer” como diría Lacan, que está dispuesta a sucumbir ante los “hechos funestos” que hicieron de su hijo el chivo expiatorio perfecto de esa meritocracia tan totalitaria, voraz y autocomplaciente. Si en la llegada de Dávalos a La Moneda ella se vio débil y madre ante la opinión pública, en su caída se mostró fuerte y dispuesta a ser la mujer que ante la historia y su propio mito es, la verdadera mujer: Medea.

No obstante, esos meritocráticos de turno tendrán que saber que la historia siempre termina a favor del hijo pródigo, la estrella más desnuda, la estrella que sobrepasa, con creces y en los hechos, a sus propios deseos de conducir algún día un Lexus propio y sin culpa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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