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El sentido del sinsentido

María Isabel Peña Aguado
Por : María Isabel Peña Aguado Profesora titular del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales
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No hay palabras para expresar el dolor de quienes han perdido a sus seres queridos en este terrible accidente provocado conscientemente. El lenguaje es lo primero que se agrieta en estos casos. También sufre el nuestro, el de quienes somos espectadores y fracasa buscando razones que expliquen lo sucedido y argumentos que ayuden a comprender. ¿Cómo afianzar de nuevo el suelo compartido de la realidad? ¿Por dónde caminar?, ¿por la rabia?, ¿la desesperación?, ¿el desconsuelo?, ¿la resignación?, ¿la venganza?


El paisaje humano que resulta tras los movimientos sísmicos que provoca una tragedia como la sucedida hace más de una semana al caer un avión en pleno vuelo es más que abrupto. Y no me refiero sólo al hecho de que –como en este caso concreto– el avión cayera en un lugar de los Alpes franceses de difícil acceso, sino a las fallas y quiebres que surgen en la topografía vital de aquellos a quienes afecta directamente: los familiares y allegados de las víctimas. Cuando además esa tragedia no es fruto de la fatalidad caprichosa del destino –por mucho que ésta se deba a fallos humanos– sino resultado de un acto voluntario y premeditado, los caminos son difícilmente transitables, los precipicios insalvables y al mismo tiempo seductores para dar un salto en el vacío.

Es muy difícil entender que un ser querido, un amigo o una amiga, una madre o hija o hermana… –y no sigo declinando las posibilidades de los vínculos humanos– ha muerto por la voluntad explícita de otro ser humano que no es capaz de abandonar en solitario este mundo. Así sucede con los atentados terroristas, los secuestros, raptos de niños y niñas para esclavizarlos, torturas, actos que podemos incluir en aquella lógica deformada del terror que, según la pensadora Hannah Arendt, no tenía otro motor ni otra maquinaria que los procedentes de las ideologías. Y es difícil, precisamente porque el mundo de lo humano –para seguir con Arendt– deja de ser un mundo de relaciones y vínculos hechos a base de experiencias para convertirse en un espacio transitado por ideas y creencias, como si de fantasmas y monstruos se tratara.

[cita]No hay palabras para expresar el dolor de quienes han perdido a sus seres queridos en este terrible accidente provocado conscientemente. El lenguaje es lo primero que se agrieta en estos casos. También sufre el nuestro, el de quienes somos espectadores y fracasa buscando razones que expliquen lo sucedido y argumentos que ayuden a comprender. ¿Cómo afianzar de nuevo el suelo compartido de la realidad? ¿Por dónde caminar?, ¿por la rabia?, ¿la desesperación?, ¿el desconsuelo?, ¿la resignación?, ¿la venganza?[/cita]

A pesar del terror que siembra toda esta lógica ideológica –si se me permiten estos juegos de palabras–, de sus lados oscuros y macabros, de la gratuidad de sus postulados, a pesar de todo eso, insisto, esta lógica todavía encuentra un lugar en nuestro mundo del sentido común. Un sentido que es común no porque sea algo normalito que tenemos todos, sino por tratarse de un sentido que compartimos todos. Gracias a él compartimos no solo valores y cultura sino, y sobre todo, un sentido de realidad. Todavía más, es ese sentido común el responsable de mantener cierta confianza en el mundo y los espacios de lo humano.

En el caso de este accidente aéreo, toda lógica, incluso la ideológica, se tambalea. La certeza de que ese terrible suceso se debió a la voluntad de un individuo, responsable además de que ese avión aterrizara en su lugar de destino, abre el lugar oscuro de la sinrazón, en el que nos sentimos vapuleados y al mismo tiempo paralizados por la perplejidad. Una perplejidad que pone en suspenso ese sentido común al que me refería antes, y nos deja colgando, sujetos por una fina cuerda, con la visión de un abismo negro que no parece tener fin. Esa negrura opaca desdibuja marcas y puntales orientativos de nuestra realidad compartida, los borra. Nos deja sin cualquier tipo de compás para transitar por las complejidades de las redes humanas. Y lo que es peor: erosiona profundamente nuestra confianza en el mundo de lo humano.

Es por eso que no hay palabras para expresar el dolor de quienes han perdido a sus seres queridos en este terrible accidente provocado conscientemente. El lenguaje es lo primero que se agrieta en estos casos. También sufre el nuestro, el de quienes somos espectadores y fracasa buscando razones que expliquen lo sucedido y argumentos que ayuden a comprender. ¿Cómo afianzar de nuevo el suelo compartido de la realidad? ¿Por dónde caminar?, ¿por la rabia?, ¿la desesperación?, ¿el desconsuelo?, ¿la resignación?, ¿la venganza? Todas estas posibilidades son reales, y no sólo afectan a quienes están viviendo esa pérdida en su propia carne –incluyendo la familia de quien provocó esta tragedia– sino a todos nosotros, a todos nosotros que aún confiamos en ese nosotros, en la apuesta común que eso significa y que de momento no tenemos otra posibilidad –¿otra salvación?– que encontrar un sentido en el sinsentido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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